Castillos de Navarra y Catalina de Foix

Como otros años la marcha de Noain rememora la derrota de las fuerzas navarras en 1521, en el contexto del levantamiento general contra la ocupación castellana y por la liberación del país, por la independencia, en la guerra que inició la invasión del duque de Alba, nueve años antes.

Navarra perdió aquella batalla, y con ello la oportunidad de una historia diferente, propia, hasta nuestros días. Más tarde ocurrieron los episodios de la resistencia de Amaiur y el asedio de Hondarribia, pero el grueso de la fuerza navarra había muerto en las campas de Eskirotz. Allí se perdió la independencia.

La conmemoración de este 2017, bajo el lema ‘gure ondarea, gure memoria’, pretende recuperar del olvido dos circunstancias históricas de las que se cumplen 500 años. Por un lado, la desaparición de Catalina de Foix, última reina navarra a este lado de los Pirineos, que falleció en Mont de Marsan en 1517, en el exilio (relativo, en sus propiedades) del Bearn. Catalina representa la figura de la reina soberana, símbolo de un país real, un Estado independiente en Europa, que entraña una población, una cultura, un territorio, una voluntad de defensa, una existencia a las puertas del Renacimiento.

El segundo dato de aquellos tiempos es el del cumplimiento de la orden de Cisneros (1516) por la que se ejecutaba la destrucción y derribo de las torres, defensas y castillos. Era el ejercicio de la derrota, la demolición del poderío navarro, su espíritu, su orgullo, el doblegamiento. La frase del siniestro coronel Villalva es significativa al respecto: “Navarra está tan baxa de fantasía después que vuestra señoría reverendísima mandó derrocar los muros, que no ay ombre que alçe la cabeza”.

Catalina de Foix, con la distancia de medio milenio, fue una mujer fuerte, comprometida con su época, que procuró favorecer su reino con innovaciones y medidas que lo modernizaran: economía, diplomacia… Impuso la paz en un país dividido por la guerra de bandos, entre agramonteses y beamonteses, y consiguió derrotar a estos últimos en la figura de Luis de Beaumont, agente al servicio del rey de Aragón, Fernando. El conde de Lerin, vencido, buscó refugio en la corte castellana. La desgracia de Catalina fue la enemistad y la ambición de este rey hispano, que puso en marcha la maquinaria del imperio en el que pronto no se pondría el sol. Esta mujer sufrió la muerte de ocho de sus hijos, uno de ellos durante la marcha al exilio en plena invasión de las tropas del duque de Alba.

La destrucción de los castillos nos traslada a otra reflexión sobre lo que somos, lo que pudo haber sido, lo que nos arrebataron y sobre el coste de una relación con España que ha marcado nuestra historia durante estos cinco siglos. Lo que en su día fue una medida militar y de castigo, una venganza sobre el país por su propensión a rebelarse y una cautela para restarle recursos, fue a la par una calamidad de enorme calado. Hoy aquellos castillos, vaciados de su razón militar por el paso del tiempo, serían un gran patrimonio simbólico. Monumental, político, arquitectónico. Lo podemos observar en tantos países europeos: en los castillos de la región del Loira, Renania, Escocia… Quizás los nuestros sean de otro estilo, pero de un indudable valor patrimonial: identitario, emotivo, turístico… Somos el paisaje en que crecemos, dice Joan Nogué, y a nuestro territorio le derribaron todos estos monumentos históricos.

La jornada de Noain, con la memoria de la batalla en que se perdió un Estado, nos sirve para reflexionar sobre estos atributos de nuestro pasado, que se nos han negado, que se han sustraido, que se han destruido por un cálculo de poder de generales, reyes y cardenales extranjeros. Pues Navarra fue sometida por la guerra y ha sufrido, como se percibe en estos recuerdos que recuperamos, una injusticia de siglos. En términos de Estado propio, de convivencia e independencia, pero también en estos detalles que conforman nuestra identidad, nuestro paisaje, patrimonio y riqueza.