Verdad, esperanza, osadía

El tiempo, el calendario, avanza imparable siguiendo una línea acompasada, regular, imperturbable: una hora tras otra, un día tras otro, un año tras otro, sin titubear, sin parar, sin retorno. Pero los hechos sociales no. Los procesos sociales circulan a velocidades diversas: algunos, resultado de altibajos imprevistos; otros, pendientes del paso de varias generaciones para ver el resultado. Hay grandes avances y graves retrocesos. Y saltos en el tiempo, fruto de descubrimientos extraordinarios que tanto pueden ser consecuencia de voluntades tenaces como de hallazgos fortuitos.

Y al camino hacia la independencia le pasa lo mismo. Nunca ha sido un camino recto ni ha tenido hoja de ruta, porque no había camino desbrozado ni había mapa para desplegar. No siempre han ido al mismo tiempo la velocidad de la calle y la de las instituciones. Se han conseguido hitos que han quedado consolidados para siempre, sin posibilidad de dar marcha atrás, y hemos vivido otros grandes momentos épicos de los que apenas queda una fotografía. Se han producido avances imprevistos y retrocesos tácticos. Victorias como la del 1 de octubre, y derrotas como el encarcelamiento de Jordi Cuixart y Jordi Sánchez. O momentos de zozobra como el del 27 por la noche cuando se destituía a nuestro gobierno, se liquidaba la legislatura por la fuerza bruta del Estado y se iniciaban los pasos para el encarcelamiento y el exilio del Gobierno.

Y, sin embargo, hay unos objetivos inmediatos que siguen siendo claros y a los que no sólo no se puede renunciar sino que hay que acercarse a ellos lo más posible. Y el primero de todos es añadir verdad al momento que se vive. No basta con defenderse de la mentira de la que hablaba la semana pasada. La confianza en el horizonte que promete la independencia de Cataluña está condicionada por la verdad sobre la que se pueda edificar, y ahora andamos justos. No hablo de hacer actos de contrición por los pecados propios o de otros, sino del coraje de mirar de frente a los hechos, por crudos que sean. No nos vale aquella «fe del carbonero», fundamentada en la ignorancia, sino que hablamos de la confianza construida sobre una conciencia crítica, que es la única que incluso puede vencer al escéptico.

El segundo objetivo debería consistir en convertir la incertidumbre de ahora en virtud, es decir, en fuerza. Ya sé que es difícil conservar el ánimo teniendo las personas a quienes debemos tanto en la cárcel o en el exilio. Pero precisamente porque no hay nada cerrado, porque se ha hecho visible la brutalidad de un Estado español carcomido por la corrupción, porque la causa de la independencia ha sabido mantener la serenidad y la unidad mientras la golpeaban, las oportunidades de éxito se han ensanchado. Hay que retomar la iniciativa, ahora quizás poniendo menos énfasis en las razones y mucho más en los posibles modelos de futuro de país en general. Y, muy especialmente, es indispensable también pensar los sistemas de futura relación política con nuestro entorno para poder exigir el reconocimiento, al tiempo que nos hacemos merecedores del mismo.

Finalmente, volveré a insistir en la necesidad de vencer el miedo, que es lo que podría devastar el sueño de un país más justo y próspero. Sobre todo, el miedo que hay que vencer no es el de los riesgos propios de cualquier gran empresa -no nos conviene ser insensatos- sino el miedo al propio fracaso, el miedo a perder, que es el que nos puede hacer estar a la defensiva.

Las campañas electorales que se acercan nos llevarán a un combate durísimo de mentira, apocalipsis y miedo, contra verdad, esperanza y osadía. Y, claro, cuanto más autenticidad haya en la promesa, como mejor dibujado se presente el sueño de país y cuanto más valiente sea la mirada hacia el futuro, más posibilidades habrá de cumplir promesa, sueño y futuro.

ARA