Un Estado vengativo, un Estado moribundo

Cuando José María Aznar advirtió que antes de llegar la independencia se fracturaría la sociedad catalana, no estaba haciendo un pronóstico. Profería una amenaza. En realidad, lo que nos decía era que, si Cataluña se atrevía a independizarse, el Estado actuaría sin contemplaciones y que haría daño. Aznar, un personaje de cultura profundamente autoritaria pero no ignorante, sabía que la Cataluña del siglo XX se había construido sobre la base de la cohesión social, siempre puesta por delante de cualquier aspiración política. El clamor unitario, tan bien formulado por Paco Candel, fue el de la «Cataluña, un solo pueblo». Y si la piedra de toque de la construcción nacional ha sido la cohesión social en un país hecho de inmigrantes antiguos y nuevos que -no sin dificultades para unos y otros- lo dejaban de ser en una generación,

Ahora se está haciendo daño al el país, incluso más allá de la amenaza aznariana. Nos podía haber despistado el hecho de que el Estado tardara tanto en reaccionar, lo que pasó porque los interlocutores catalanes y los analistas españoles lo tuvieron entretenido en los primeros años de nuestro despertar de la pesadilla autonomista. Entre terceras vías imaginarias y falsos soufflés que nunca se deshinchaban, el Estado contaba que el independentismo era una fiebre. Y aquí, por mucho que ya conocíamos las debilidades democráticas del Estado, llegamos a creer que, sin embargo, tenía algunos límites. O que, al menos, la Europa democrática se los pondría. Pero no ha sido así. La incitación al odio, que ya era incipiente en los intentos de humillación tras el fracaso del Estatuto de 2006 y en la campaña catalonofòbica del PP, se ha desatado. Con una impune ultraderecha ayudándole. El Estado, que ha visto que llegaba tarde, actúa vengativamente. Con escasísimas y loables excepciones, medios de comunicación, intelectualidad, artistas y empresarios de alma española -todos ligados al Estado nodriza-, además de gobierno, partidos y sistema judicial, se han confabulado para demonizar al adversario y tratar de abatirlo definitivamente hasta cumplir su gran proyecto de nación española: única y uniforme.

La gravedad y dureza de la respuesta del Estado puede haber ocultado la razón última de la enorme virulencia con que aplica arbitrariamente -podríamos decir que incluso inconstitucionalmente- el artículo 155. Y esta razón es la grandísima e inapelable victoria del referéndum el 1 de octubre en contra de toda la fuerza de un Estado que aseguraba que la impediría. Hubo urnas y papeletas en todos los colegios electorales gracias a una gran conjura entre Gobierno y población civil. Cuánto mal les hizo aquel éxito, qué ridículo más grande, además de la vergüenza de una opinión pública internacional escandalizada por la injustificable represión. El Estado no perdona que se le pusiera contra las cuerdas. Hay almas cándidas que todavía encuentran que se trata de una aplicación suave. Como si la intervención de un Parlamento y un gobierno democráticos tuviera algo de suave. Pero, sobre todo, está en el encarnizamiento sobre gente pacífica a quien se encarcela presentándolos como a hipotéticos causantes de explosiones violentas o de poner en riesgo la convivencia.

No: ya no se trata de una confrontación entre legitimidad y legalidad. Ya nos lo podemos quitar de la cabeza. Aquí hay un Estado vengativo, enloquecido, que quiere arrasar. Ahora deja en prisión incondicional a los principales líderes del independentismo, gente honesta, pacífica, leal y sobre todo digna -como los que están exiliados o en libertad provisional-, porque todavía cree que su humillación es el primer paso para la liquidación definitiva del desafío. Y no: estos son los últimos coletazos de un Estado débil, desacreditado y corrupto, gobernado por mala gente, que cada día que pasa está más cerca de su derrumbe. Antes de que se fracture Cataluña caerá el Estado. Y esto no es una amenaza: es mi pronóstico.

ARA