Golpe de febrero

Febrero es un mes que parece abocado a representar la celebración de unos carnavalescos supuestos golpes de estado. Cuando en el estado español se cumplen veinticinco años de la llamada intentona golpista, con numerosos pliegues sin cerrar y todo un mar de dudas sobre ese movimiento militar, en Filipinas, nos sorprende su flamante presidenta, Gloria Macapagal-Arroyo (GMA), con la declaración de un estado de emergencia para frenar un supuesto complot militar, que englobaría, ahí es nada, «a los opositores de derecha, a la izquierda y a determinados militares. Un cóctel que no encaja en la realidad política y social de Filipinas.

Mientras que buena parte de la población filipina se preparaba para celebrar el veinte aniversario de las históricas manifestaciones que entre el 22 y 25 de febrero de 1986 fueron el detonante para poner fin a la dictadura de Marcos, GMA ha maniobrado para evitar que esas demostraciones populares muestren también el rechazo al régimen que representa ella. Cada vez son más los que ven en la actual presidenta muchos de los aspectos del régimen dictatorial de Marcos. Bajo el mandato de GMA el número de activistas de izquierda muertos por supuestos batallones de la muerte alcanza cifras del pasado, la militarización del país es un hecho más que evidente, con la presencia de tropas estadounidenses operando en suelo filipino.

Para muchos, el gobierno de GMA es la cara de la corrupción, que abraca a políticos, jueces y militares, y que se complementa con políticas pro imperialistas, contrarias a los intereses nacionales y populares. Pero además los recientes movimientos gubernamentales para propiciar cambios sustancial en la constitución, algo que todavía genera más rechazo en Filipinas, podrían haber propiciado esa salida hacia delante de la presidenta y sus aliados.

La maniobra presidencial se sustenta en varios cambios sustanciales. Por un lado pretende encaminar la forma de gobierno presidencial hacia un parlamentarismo de más peso, aunque tras ello busca es asentar su poder y manejar con más facilidad todo el sistema institucional. También ha adoptado medidas, que siguiendo los dictámenes de Washington en torno a «la guerra contra el terror», propicia un sustancial recorte de las libertades y del propio sistema democrático. Otro cambio de calado sería el de propiciar que las inversiones extranjeras puedan hacerse con el control absoluto de tierras, recursos naturales y empresas estatales y privadas de cualquier tipo. Finalmente los cambios de GMA dejan la puerta abierta a la instalación de bases extranjeras en suelo filipino, algo que Estados Unidos buscaba hace tiempo.

La presidenta filipina lleva años envuelta en una sucesión de escándalos y corrupción, y su fórmula mágica para hacer frente a esas acusaciones ha sido la de elaborar y denunciar supuestas tramas golpistas, lo que le he permitido maniobrar para ocultar las miserias de su régimen. El verano pasado las acusaciones que afirmaban que la familia de Arroyo se había enriquecido con un juego ilegal (jueteng) y

otros escándalos, colocaron en una difícil posición a GMA, las posteriores maniobras y pacto tras el escenario permitió que siguiera en el poder. Más tarde, en diciembre, volvió a rescatar el fantasma de un supuesto golpe de estado para impulsar medidas que le permitieran asentar los pilares de su poder.

Nuevamente, los intereses de las élites filipinas, imagen viva de la corrupción, siguen imponiendo las reglas del juego político y económico. Las movilizaciones populares que propiciaron cambios en el país no estaban motivadas para este tipo de salidas. La mayoría de las fuerzas progresistas que abanderaron las protestas de hace veinte años, y las posteriores, buscaban un importante cambio del sistema, y no un cambio de personalidades como finalmente se ha dado.

Esas organizaciones y militantes señalan que sus esfuerzos iban dirigidos «no al cambio de un presidente por otro similar, sino a remover desde los cimientos este sistema que esas elites utilizan en beneficio propio, y lograr reformas sociales y una democracia popular». GMA ha vuelto a ver que las calles de las ciudades filipinas se podían convertir en el resurgimiento de esos movimientos populares y no ha dudado en articular las medidas represivas necesarias para prolongar su mandato.

Filipinas se encuentra sumida en una difícil situación. El crecimiento demográfico está alcanzando cifras de difícil sostenibilidad, y además conviene remarcar el papel reaccionario que juega la iglesia católica filipina, que continua prohibiendo las medidas de contracepción. Paralelamente, la renta per capita sigue su curso decreciente, la pobreza alcanza cada vez a más sectores de la población, y la separación entre la mayoría y unas pocas familias que dominan económicamente el país se acrecienta cada día (quince familias controlan más de la mitad del PIB).

Las negociaciones entre gobierno y la guerrilla del Partido Comunista de Filipinas no tiene visos de poder encauzarse por las vías que ya se habían explorado. Los dirigentes de ésta han manifestado que la actual situación, a la vista de los movimientos presidenciales, no deja en buen lugar las expectativas antes señaladas. De ahí que el gobierno filipino tenga que seguir haciendo frente a una organización político- militar que cada día demuestra mayor poderío en diferentes ámbitos de la vida social y política del país.

También la resistencia del sur del archipiélago, liderada por diferentes organizaciones moras que reclaman la independencia de su tierra, hacen que el gobierno se muestre dispuesto a utilizar todas las armas represivas a su alcance para contrarrestar esa situación. En este contexto, se entiende la presencia militar norteamericana en Filipinas. Bajo la excusa de combatir el «terror» , Washington accede a colaborar en la lucha contra las citadas organizaciones, presentándolo como un asunto internacional, al tiempo que se asegura su presencia nuevamente en uno de los lugares geoestratégicos más importantes de Asia.

Algunos analistas locales señalan que esta ultima maniobra de GMA puede darle un respiro a corto plazo, pero probablemente su impopularidad se ha disparado y eso esa también puede serla señal para la articulación de nuevas formas de protesta popular que desencadene un nuevo cambio en Filipinas. Lo único que resta por saber es si nuevamente, de producirse ese cambio, el pueblo filipino repetirá los errores del pasado y nos encontremos ante un nuevo cambio de rostros, sin incidir en los males que afectan al sistema político filipino y a la mayoría de la población.

Gain