Desmantelamiento y ocaso del estado democrático

Estamos asistiendo a un proceso en que los estados llamados democráticos, de día en día, parecen más incapaces de atender a los requerimientos de la sociedad. Creo, como piensan algunos analistas, que esto se ha debido a que en lugar de escuchar a la sociedad se han dedicado a transformarla. A su conveniencia, por supuesto.

Nuestras instituciones son caducas, tediosas, ineficaces. Conceptos como soberanía popular, representación política, separación de poderes, derechos humanos, eran considerados bases del estado democrático. Hoy son despreciados y consecuentemente desnaturalizados, sobre todo por el alto funcionariado, y por los políticos con derecho a pernada.

Por otra parte, los estados están cada vez más afectados por decisiones tomadas desde instancias con frecuencia ajenas a ellos, dictadas por la dinámica de la globalización. Comprobamos que las instituciones internacionales carecen de competencia y mentalidad democrática para resolver los conflictos actuales. Como dice Sami Nair, “vivimos en un mundo regido por las leyes estadounidenses y nuestros gobernantes se someten a esta situación”.

Sucede, lo que es altamente preocupante, que EEUU se siente el pueblo enviado. “Dios, apunta Jaume Botey Vallés, ha designado al pueblo norteamericano como nación elegida para iniciar la regeneración del mundo”. En EEUU el peso específico de estas masas fanatizadas imbuidas de tal mesianismo es abrumador, lo que explicaría la reelección de Bush. Y tienen sus teóricos, o más bien visionarios; son esa algarada de telepredicadores y diabólicos iluminados como Samuel Huntington, de cuyo ideario, por llamarlo de alguna forma, es tan acérrimo vocero el ínclito “Ansar” (que Dios nos coja confesados).

Esto significa que, basados en su terrible poder armamentístico, se creen en la obligación de imponer su concepto de democracia a todo el mundo. Entienden que sólo son democráticos aquellos estados que, además de someterse a sus pautas, apoyan sus ambiciones y proyectos. En su oligofrenia maniquea, seccionan el mundo en dos ejes: el bien y el mal. Y ya se sabe, o te haces acólito de su barbarie y de su política criminal o eres hijo del mal, merecedor de la ira de Dios y por tanto de sus armas de destrucción masiva.

No aceptarán, pues, estos usurpadores del mundo ungidos por Dios, ningún convenio de control: sobre armas biológicas o nucleares, protocolo de Kioto, sobre los derechos del niño o sobre la discriminación de la mujer, sobre la pena de muerte, sobre los derechos sociales y económicos. Esgrimirán unilateralmente sus guerras preventivas e impondrán la censura y manipulación de la información.

Se militarizan los conflictos, se subvierten las normas internacionales, especialmente las del derecho, se crean legislaciones llamadas antiterroristas que amparan el crimen de estado e institucionalizan la tortura galardonando al torturador. Ahí andan por Estrasburgo, puro testimonio, tratando de empapelar a Rumsfeld en los tribunales internacionales. ¡Qué miedo!

Las consecuencias de este neoconservadurismo, o más bien ultraconservadurismo, surgido de las entrañas del más furibundo fanatismo religioso, sitúan a la humanidad al borde del abismo. Los propios estados europeos no saben o no quieren zafarse de esta vorágine.

En consecuencia, se desmontan las conquistas sociales. Supuestamente, la misión de los estados democráticos sería cumplimentar las necesidades más perentorias del ciudadano que los elige. Derecho al trabajo, a la educación, a la cultura, a la información, a la sanidad, a garantizar la libertad de opinión e integridad física del ciudadano, etc. Pero sabemos, por poner un ejemplo, que hoy el apoyo y la apuesta de los estados por la sanidad y la educación privadas ponen en un brete la viabilidad de las entidades públicas. Y qué decir de la dejación del estado en temas cruciales para una existencia más amable y humana. Porque hoy los estados navegan al vaivén de las oligarquías, nos venden un desarrollo al que llaman sostenible. Es un fraude. En palabras de Edgar Morin, este “desarrollo ignora lo que ni es calculable, ni medible, es decir, el sufrimiento, el amor. Su único índice de satisfacción es el crecimiento (los ingresos monetarios), ignora las calidades de la existencia y las ambientales, la solidaridad…” Tal desarrollo lleva en sí todo lo que es problemático, nefasto y funesto en la civilización occidental.

La regeneración de la democracia es indisociable de la regeneración ética. Una ética, por supuesto, que nada tiene que ver con la que nos proponen esos telepredicadores a los que hemos aludido (uno no puede ni sospechar que género de Dios tan abominable anida en sus corazones). Para estos dementes la ética esta íntimamente ligada a la productividad, al máximo beneficio. Su despiadado fanatismo es pura enajenación mental: el ser pobre es un castigo de Dios porque, probablemente, el pobre es un pecador (es lo que se deduce de los discursos alucinantes de Jerri Falwell, Pat Robertson o Billi Grahan).

Etica y defensa de los derechos humanos, debe ser un binomio indisoluble en cualquier estado que se precie de democrático. Sin embargo existe una carrera de deshumanización en la sociedad y en el reflejo de ella que son los estados, que hace estragos.

Progresivamente, el ciudadano está cada vez más desasistido, más ignorado y más ninguneado. Esto genera una sociedad histérica, deslabazada e insatisfecha. La sociedad del “primer mundo” se encuentra en permanente huída de si misma. Se proyecta a una frenética alienación y búsqueda de placeres que ni la sosiegan, ni la hacen florecer. Mientras tanto, unas veces con vergüenza y sentido de culpabilidad, otras con impavidez, ha de ser testigo del sufrimiento y del expolio del tercer mundo.

La sociedad, pues, debe ser regenerada. El filósofo Edgar Morin cree que la reforma educativa de la sociedad podría ser promovida por el estado, pero que sólo un estado ya reformado podría iniciar esa reforma y solamente una educación reformada podría formar los espíritus que llevarían a cabo la reforma del estado.

No seré yo quien rechace tal teoría, pero he de reconocer que me coloca no sé si en un dilema o en un nudo gordiano. ¿Alguien sabe quién y cómo se han de formar esos espíritus?

No parece, tal como están las cosas, que puedan ejercer tal cometido las confesiones religiosas, al menos sus jerarquías. Hoy son parte del sistema y no parece que se encuentren tan incómodas bajo su cobijo. Su Dios se esfuma… R.I.P.

Tampoco la prensa, que pudo ser un auténtico agente de control de la corrupción de los gobiernos y de su funcionariado. Ya nadie duda del monopolio descarado de la información, del poder de las multinacionales mediáticas, para poder o quitar gobiernos y del control que ejercen sobre la censura. La generalidad de los entes mediáticos está en manos de “fachas”, porque, ya se sabe, el dinero si no lo es siempre, acaba de un amarillo ciego.

La amnesia cultural de las televisiones y los personajes y personajillos que, con honrosas excepciones, deambulan por ellas lamiendo panderos y voluntades, refuerzan la insolidaridad y la insustancialidad de la clientela.

¿Cómo acceder a esa educación reformada?

Estamos viendo cómo los grandes pensadores que ponen el solfa la decadencia y corrupción del sistema actúan como francotiradores y son marginados e ignorados por el pensamiento oficial.

Todo esto me lleva a pensar que la regeneración de Occidente es inviable desde el propio Occidente. Como lo es la propia Unión Europea, que su fundador Jean Monet la concibió más que como una confabulación de prepotentes estados multinacionales (¿acaso es algo más que eso?), como una unión libre y solidaria de sus pueblos. Ésta sí hubiera sido una gran empresa.

Insistiré una y mil veces, no veo otra salida, en que si ha de venir alguna transformación, y la vendrá, no será del llamado mundo del progreso. Son los desheredados y los pobres de la Tierra, no sé cómo ni cuándo, los que acabarán por remover los goznes de nuestra arrogante civilización. Y esto, en términos tan de moda en nuestros cenáculos políticos, ya se está cocinando. Ignoro si serán los pobres de Sudamérica, de la India o del Sudán o el mundo árabe o China (¿por qué me estremece este gigante?).

Me encantaría entrever el camino de esta transformación, pero que nuestras democracias ya no navegan hacia una justicia social y están al pairo.

No serviría para nada esgrimir los valores de occidente – mejor sería no jactarnos de ellos-, para el caso de que se diera esta revolución. No pretendo ser ningún oráculo, ni siquiera reivindico que mi análisis sea el correcto. ¡Sólo faltaría! ¿Pero hay alguien que conozca en profundidad la historia, que ignore que las civilizaciones nacen, maduran, se instituyen y se corrompen? Pues mi modesta intuición me dice que estamos en el último estadio. Claro que todo es opinable, incluso puede que mi discurso sea para muchos un ejercicio de irresponsabilidad. Son los gajes de la libertad de pensamiento ¡Qué le vamos hacer!