El botellón: rebeldía, soledad, extravío…

¿Es un específico contra la soledad o la incomunicación familiar? ¿Un brebaje contra la desmotivación? ¿Vicio y descarrío que diría el fogoso Padre Langarica? Esperemos (sentados) que los sicólogos, sociólogos y siquiatras de oficio resuelvan el enigma más pronto que tarde.

Evidentemente ni están en la errante cofradía todos los jóvenes, ni se ponen báquicos o bacantes todos/as los/as que están. Eso sí, son de asustar las previsiones que se hacen de futuros cirróticos.

El hecho de que un número considerable de jóvenes, una gran mayoría dependiendo de feudos y culturas, no se incorporen a la movida, tampoco es para tundir el bronce de la «María». Nos queda la impresión de que, aunque efectivamente pasen de tales bacanales, estén igualmente aquejados de parecidas dolencias y carencias.

Se dice que hoy son muy individualistas. El individualismo genera soledad, egocentrismo, degradación de la solidaridad. Se les atribuye subdesarrollo humano y moral. Y falta de proyecto vital… Y que es una generación con unos niveles de tolerancia de la frustración muy bajos (antes ¿y ahora por qué no? se aceptaba la utilidad de ciertas frustraciones).

Si todo esto y mucho más es cierto, ¿qué hemos hecho quienes les hemos tenido (padres e instituciones políticas y religiosas) enteramente en nuestras manos, con la responsabilidad de educarlos y orientarlos? ¿No pensaremos que sus modos y modas, sus inquietudes o la falta de ellas, les han surgido sin una previa sementera?

Alguien ha dicho que colegios y familia optan por la paz dentro y el desmadre fuera. Y que antes había un control de conducta, la propia familia, la religión, el barrio. Y que se ha pasado de un sistema autoritario a una permisividad total.

Lo cierto es que hemos dejado sus almas baldías y al arbitrio de las más perversas cizañas. Y que ellos nos han percibido como obsesos perseguidores de lo estrictamente cuantificable; saldo y poder. Ni el amor, ni el sufrimiento, ni el placer, ni la poesía, ni la fraternidad, parecen rentables.

El ateismo que practican es en general árido e irreflexivo. Les ha supuesto más que una desmitificación de lo que la religión comportaba de farsa, la renuncia a un sistema de valores éticos y humanos. (Y que d. Sebastián ande angustiado por la falta de vocaciones… ¡pero hombre!). Quizás Dios no exista o sea algo que nos rebasa, pero el hombre es nuestro compromiso y la referencia esencial para desarrollar el amor y la paz en nuestro universo. Nosotros en cambio, reconozcámoslo, les hemos enseñado que es nuestro competidor, obstáculo o enemigo al que hay que destruir. Anecdótico, aunque no menos preocupante, es ese florilegio abochornante que dirigen algunos padres a sus afligidos niños cuando compiten con cierto despiste en ciertos deportes.

El sistema educativo, con su hiperespecialización, también hace aguas. Edgar Morin cree que el pensamiento que impregna la enseñanza es parcelario de la realidad. Incapaz de relacionar las distintas disciplinas. Nos falta una visión interdisciplinar y al propio tiempo más humanista. La hiperespecialización del conocimiento, impide que el educando interrelaccione los fenómenos existenciales. Que piense por ejemplo que la política es específica del político o que la historia, por ejemplo, es un simple fenómeno de archivo para el experto. No hemos sabido inculcarles que todos somos parte del proceso y que nuestra madurez humana nos debe empujar a implicarnos en tal proceso.

¿Cuántos de nosotros, hombre provectos, sentimos o estamos preparados para contagiarles la emoción y los valores de la estética, música, poesía, teatro…? Cuando lo hemos intentado -lo digo por experiencia- los resultados han sido absolutamente gratificantes.

Les negamos el botellón, pero no olvidemos que en la procesión del alcohol hemos sido y somos los adultos los portaestandartes. Lo que pasa es que nuestro morro, canas y poder adquisitivo nos dan la vitola de beodos decentes. Y no es que nuestra imagen sea en ocasiones más digna que la de esos pobres críos a los que tratamos de piltrafas etílicas.

A cambio, sólo se nos ocurre cerrarles gaztetxes, locales de encuentro «subversivos», prohibirles movidas culturales vasquistas, etc. Porque es de una claridad meridiana que a los políticos, corrompidos o conniventes, les viene mejor una juventud disipada y alienada. ¡Cuánto más tranquilos dormimos, aunque por momentos nos desquicie el ruido y la basura, sabiendo que están enganchados al botellón, la coca o la maría! Siempre es más soportable que verles agitando las calles con movidas políticas e insurgencias de parecido calibre que pongan en entredicho el sistema.

Esto tiene remedio en la medida que lo tiene la sociedad. Y no va a venir de los políticos. Están demasiado atareados con sus pelotazos y grescas partidarias.

Hoy por hoy, somos bárbaros en las relaciones con los demás. Hasta algo tan bello y enriquecedor como el sexo lo hemos convertido en algo basto, egolátrico y poco ennoblecedor.

Quiero aventurar la esperanza en que nos amanecerá la cordura, resucitará la fraternidad y el espíritu ciudadano; de peores ha salido el ser humano.

O, aún mejor expresado, con la profunda belleza de Pedro Casaldáliga: «Humanicemos la humanidad practicando la proximidad, no la utopía quimérica que (supone la presente deshumanización) arribaría a un no-lugar, sino un proceso esperanzado hacia un buen lugar, eu-topía».