¿Quién vigila al torturador?

«No es cierto que en España se torture», me decía un amigo madrileño votante socialista, «estamos en un Estado democrático y los detenidos tienen derechos constitucionales inviolables y disfrutan de las garantías de las instancias inter-nacionales». «¿Y qué ocurre con los presos políticos que han denunciado haber sido víctimas de torturas y malos tratos?», le pregunté yo. «Mienten de oficio», respondió. Mi amigo pertenece a esos millones de personas que estaban en contra de la participación española en la guerra de Irak y que se indignaron cuando salieron a la luz las torturas practicadas por militares norteamericanos en la prisión de Abu Graib. También se escandalizó ante las torturas norteame-ricanas en Guantánamo, las encuentra repugnantes. Yo comparto su opinión. Sin embargo, ¿por qué le merecen mayor credibilidad las denuncias sobre Abu Graib y Guantánamo que las que aluden a Intxaurrondo, por ejemplo? ¿Por qué, sin haber estado en ninguno de esos tres centros, le resultan más creíbles los dos primeros que el tercero? Su respuesta fue ésta: «Porque de las torturas norteamericanas hay testimonios gráficos y de las españolas no.»

Es cierto, hemos visto tantas veces por televisión las fotos de torturas a prisio-neros iraquíes que podríamos describirlas con detalle. De las de Intxaurrondo u otros centros españoles, en cambio, nunca hemos visto ninguna. ¿Por qué de-beríamos creer entonces lo que cuentan los independentistas catalanes y vas-cos que han pasado por ellos? Pues la verdad es que hay una buena razón: porque las denuncias de torturas a manos españolas jamás son investigadas. Esa es, a falta de testimonios gráficos, la prueba más fehaciente de su veraci-dad. Fue justo por ese motivo, por negarse a investigar, que el 18 de noviem-bre de 2003 el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo condenó al Es-tado español a indemnizar a los independentistas catalanes que denunciaron haber sido torturados por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en 1992. Y es que toda denuncia por torturas debe ser investigada, y el juez o el gobierno que se opone a ello se convierte en cómplice de los torturadores.

El artículo 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice que «Ninguna persona será sometida a tortura ni a penas o tratos crueles, inhuma-nos o degradantes», y el artículo 2 de la Constitución española concluye que las normas relativas a los derechos fundamentales «se interpretarán de con-formidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos». La violación española de esos derechos, por tanto, es irrebatible, ya que aun en el supuesto de que no hubiera tortura, la simple negativa a investigarla resulta altamente sospechosa porque viola los derechos fundamentales de los denunciantes y blinda la impunidad de los torturadores. De ahí que tampoco sean asumidas las recomendaciones de las Naciones Unidas de grabar todos los interrogato-rios con cámaras de vídeo, de suprimir el régimen de incomunicación y de faci-litar a los detenidos el acceso a un abogado de confianza. Todo ello, añadido a la denuncia que se interpone contra las víctimas de torturas que se atreven a denunciarlas, demuestra hasta que punto las fuerzas policiales no son otra co-sa que el brazo armado de un Estado que sigue rigiéndose por principios fran-quistas y demostrando un desprecio absoluto por los derechos humanos. De hecho, la llamada ley antiterrorista es el instrumento que da cobertura legal a esa práctica, porque es bajo su amparo que los detenidos son desnudados lite-ralmente de sus derechos más básicos y convertidos, con la connivencia de aquellos que deberían velar por su integridad, en meros objetos al servicio de seres cobardes que ven ahí la oportunidad de dar rienda suelta a su profunda depravación moral y al odio étnico que sienten hacia todo lo catalán y todo lo vasco.

Desgraciadamente, eso no es todo lo que sucede en las dependencias policiales y en los centros penitenciarios españoles a causa de la perversa política de dispersión de presos. Hay cosas peores. Por ejemplo: las 13 misteriosas muer-tes de presos políticos vascos ocurridas en los últimos 20 años, cifra que da una media aproximada de un muerto cada año y medio. Si a esos datos le añadimos el hecho dramático de la excarcelación absoluta de todos los respon-sables del GAL -con 28 asesinatos a sus espaldas, torturas sanguinarias y deli-tos de cohecho-, mientras que a los presos de ETA se les prolongan las penas después de haberlas cumplido, la corrupción de los poderes estatales no puede ser más escandalosa. Y lo es porque existe una complicidad tácita entre la so-ciedad española y los torturadores, una complicidad que comienza por aquellos jueces que se niegan a investigar las torturas -lo cual equivale a protegerlas y a fomentarlas- y desemboca en la conspiración de silencio de la inmensa ma-yoría de los medios de comunicación del Estado. Y es que al conjunto de la so-ciedad española ya le va bien esa desinformación. Sabe que gracias a ella po-drá seguir creyéndose ciudadana de un Estado de derecho, respetuoso con los derechos humanos, y pensando, como mi amigo madrileño votante socialista, que todo aquél que denuncia torturas «miente de oficio». La ignorancia, pues, es la mejor vacuna contra la mala conciencia y la gran coartada de la hipocre-sía.

Eso explica el enorme contraste entre la indignación que han suscitado las tor-turas norteamericanas de Abu Graib y Guantánamo en la sociedad española y la apatía con que ésta ha acogido desde siempre todas las que se practican a pocos kilómetros de su casa. Las primeras son tan lejanas que indignarse ante ellas, además de no tener coste alguno, permite al indignado sentirse en paz consigo mismo. Las segundas, en cambio, además de un compromiso, exigen transparencia y la descalificación moral de todos cuantos se encuentran al ser-vicio de esa ideología fanatizada que se llama la unidad de España. Una ideo-logía que lo justifica todo, desde la tortura policial hasta el crimen más abyec-to. Que triste, ¿verdad?