El derby del conflicto

Fue en una de esos duermevelas de uno de los agobiantes días del último estío. En esa relajante amalgama de semilucidez y semiinconsciencia, el subconsciente, de cuando en vez, enredando con tus deseos y temores, te sorprende con ensoñaciones, claramente alegóricas. Se trataba de un derby futbolístico: España-Euskalherría. Trofeo: la soberanía.

El equipo basco lo conformaba un compendio de todas las sensibilidades soberanistas. No fue sencillo alinear a la representación peneuvista. Las mismas bases que los propusieron guardaban ciertas suspicacias: ¡Que hay muchos jauntxos entre nosotros! ¡Que luego, de puro volubles, se nos venden y en los momentos álgidos cobardean ante el adversario! ¡Que lo de la soberanía sólo es de boquilla y que sabemos de buena tinta que para muchos es peor que un orzuelo de medio ojo! ¡Que tienen buenos técnicos e ideólogos, sí, pero luego van y se bajan hasta la txapela!

Estaban los de E.A y Aralar. Alguna representación tenían, algo meramente testimonial. Eso sí, parecían dejarse los cuernos en el precalentamiento. Se esperaba ardientemente al de Nabai, pero todavía no pisaba el césped ya que en vestuarios se había armado una buena zarabanda. Pues nada, que no se ponían de acuerdo en cuanto al representante y parece que alguien, ante la urgencia de la alineación ya sugería el «pito, pito, colorito».

Los de la izquierda abertzale teníamos una representación muy variopinta; si se me apura, algo caótica. Estaban sesudos analistas, ideólogos adscritos a siglas o no, respetables ácratas, borrokas, pellejos… (evidentemente el que me tengan por tal no significa que mi autoestima me estime de ese modo).

Lo de los suplentes parecía estar claro, pues amablemente se había ofrecido IU. Esta medida no debía de haber agradado mucho al seleccionador (un alto ejecutivo de E.I.T.B.), pero como venía impuesta por las altas esferas…

En el bando español (a la derecha de la tribuna), la alineación no parecía haber concitado tanta polémica. La medular del equipo la integraban los franquistas del PP y el PSOE (cuando se trata de la soberanía de la patria, ya se sabe, pactan «escapau»). Pero se decía que era fraudulenta. Había testigos de que en tal lista se camuflaban antiguos guerrilleros de Cristo Rey, huestes de Inestrillas, falangistas nostálgicos y parecida fauna. En cuanto a la presencia de IU, pues estar, lo que se dice estar, estarían. Pero no hubo forma de atestiguarlo.

En cuanto a los jueces, el principal era de la audiencia nacional. Por las bandas los amiguetes del supremo. El constitucional también andaba por ahí, como cuarto juez.

El palco presidencial sí que era amplio. En el central refulgían la realeza; a su diestra el cardenal primado y a la siniestra el presidente del Estado. Inmediatamente se apelotonaban generales y militares, «engalonados» hasta el bigote. A su vera los presidentes de algunas comunidades (daba la impresión de que la sonrisa plena del navarro fuera a descoyuntarle los maxilares) y los secretarios generales de partidos, asociaciones y sindicatos, etc. Todo un mogollón de férvidos patriotas, adelantados, allegados, representaciones de asociaciones de víctimas (desquiciadas ante los malos augurios para el chiringuito. El negocio es sagrado) y toda la morralla de la corte y del glamour. Los representantes del ente basco quedaban un pelín segregados. Eso sí, no cesaban de enviar forzadas sonrisas y sumisas venias hacia los sitiales presidenciales. Lo cierto es que en las honorables latitudes jeltzales nadie se daba por enterado.

Pero lo verdaderamente apabullante era el bramido y la barahúnda de las gradas. Más del 90% animaba a la escuadra española. ¡Es…pa…ña, Es…pa…ña…!

Allí estaba representada toda la casta hispánica concebible: descendientes de Isabel y Fernando el Falsario, el impulso del Gran Capitán, Pizarro, Cortés, el de los gloriosos tercios, la legión, la ultra católica… Y sobre todo el espíritu del Caudillo, sí, el Generalísimo, bien prietas las filas. Y la sangre y el oro de miles de banderas ondeaban al viento. ¡Oh, inenarrable espectáculo!

A fuerza de sinceros, reconozcamos que entre aquellas jarcas enfebrecidas, con rictus más éticos y discretos se aposentaban los ciudadanos del mundo y representaciones de foros para la paz, el de Ermua, etc.

A los bascos nos habían ubicado en un rinconcito que ocuparía un tercio del rincón del córner izquierdo opuesto a la tribuna de honor. Algo escaso el aforo asignado, porque un tercio de ese tercio, la ocupaban los beltzas de la Ertzantza. El gobierno basco había garantizado a la Audiencia Nacional que sería suficiente para contener nuestros ímpetus levantiscos. Además, como para un por si acaso, la cancha estaba repleta de «la madera del estado».

El comienzo del partido fue un tanto desalentador. Fueron cinco minutos de infarto. En realidad un reflejo de lo que duró el partido. Empezaron los hispanos repartiendo tarascadas a diestro y siniestro. Uno de nuestros jugadores fue retirado en camilla, entre aplausos de la multitud. El árbitro dialogó, eso sí, muy amablemente, con el capitán hispano, entre un monumental silbido de las huestes carpetovetónicas.

La forofada basca protestaba y se desgañitaba. Vanos intento ante el griterío y la algazara de la jauría hispana. Lo cierto es que estaban acribillando a los nuestros ante la pasividad del de la Audiencia Nacional.

Pero, ¡oh, sorpresa!, el pequeño David se envalentonó ante el endiosado Goliat. Fue un quiebro, dos quiebros y tres virguerías más de nuestro delantero. El pase de la muerte y gol. Enmudeció el estadio. Se alborotó la peña basca. ¡Silencio!. El árbitro de la audiencia nacional se dirige a la banda. Breves instantes de interlocución con el trencilla de la banda, el del tribunal supremo. ¡Gol anulado! Falta previa del delantero sobre el defensa.

El la vio. Nadie más. Pero era él. Suficiente. Saque de portería.

Gritan los bascos. Fluyen ikurriñas. Nuestros representantes en los palcos piden, eso sí muy recatadamente, muy servilmente, explicaciones. Desde el palco les cae una andanada de mofas, con gestos y muecas despectivas e irónicas. Abajo la ertzantza cumple con su cometido forrando el cuero de los bascos mas turbulentos. En el césped, cartulina roja por protestar. La guardia civil engancha al jugador basco y entre porras y empellones lo empaquetan en el furgón.

Sigue el partido. Un defensa basco explota. Se ve que le tenía ganas, le pudieron los genes y segó al delantero español mas provocador. Es verdad, quedó hecho un ovillo. Rugieron las gradas: ¡terrorista, terrorista, al paredón, al paredón! Penalti y expulsión. El portero bravo, bravísimo, detuvo el cañonazo.

¡Hay que repetir, decretó el juez! Nueva movida en el córner basco. Nuevo chaparrón de porras de «nuestra policía», la de Arcaute. Hay que impedir que se organicen. ¡Gol… gol… gol de España! La Nacional, la Ser, las copes todas, se rayaron hasta enronquecer. Todas las ondas gritaban el gol heroico.

Protestas de los jugadores bascos, uno, dos, tres, cuatro, el equipo entero, todos expulsados…

Me desperté. Los sueños, sueños son. Pero me quedé con la sensación, de que, de haber sido realidad esta, tal vez, burda ficción, el partido se habría suspendido; ya lo tenían ganado de antemano, por decreto ley. Nosotros podíamos jugar, pero legalmente nunca valdrían nuestros tantos. Eso sí, los jugadores y espectadores bascos, todos sin excepción, unos por terroristas y otros por cómplices (el entorno), hubieran dado con sus huesos en la trena.

Ya me fastidia frivolizar con temas tan serios. Que nadie se apure, es una simple metáfora, una simple analogía, que ni siquiera tiene porque ser considerada. Bueno, eso nunca se sabe y quizás merezca la pena…