Cien razones por las que dejé de ser español

 


El país de los vascos desaparece. La marea de la asimilación avanza, cambiando nuestra originalidad, como nos dijo Campión, por esa cualidad de hombres y monos que se llama imitación. Cualquier asomo al pasado, sea lejano o inmediato, nos descubre un país de rasgos precisos, singular, diferente en todo, sorpresa y admiración de viajeros, antropólogos y políticos. A la conquista, ocupación, aminoración y, por último, demolición de nuestras instituciones políticas, acompañó un largo proceso de destrucción sistemática de nuestra identidad, que algunos denominan directamente etnocidio. El hecho de que en muchos casos los encargados de ejecutarlo hayan sido hijos del país no hace sino completar el cuadro colonial clásico, muy común en los pueblos dominados.

En pleno siglo XXI sigue la demolición. Se nos niega hasta el nombre y el perímetro de Euskal Herria, el Zazpiak bat por todos aceptado y cantado en los siglos anteriores. Pese a la escolarización autonómica, la lengua desaparece de valles donde reinó durante milenios. En Iparralde, lo que no logró la escuela francesa ni la conscripción lo está logrando la televisión y la neo-colonización. Hay más personas que saben euskera pero menos las que la tienen por primera lengua y han desaparecido los que la tenían por única. Miles de niños y jóvenes se matriculan todos los años en español o francés por falta de oferta educativa en euskera. Demanda sobra, falta democracia para respetar la voluntad ciudadana, o poder político para imponerla. La presión mediática de los dos Estados es tal que muy poco pueden contrarrestar los medios indígenas. Y los pocos que lo intentan son combatidos con saña. En la era de la comunicación, sin medios cualquier lengua se posterga al folklore.

Un mundo cada día más alejado del humanismo, enloquecido por el consumo, la vanidad y las ansias de poderío, acorrala a la juventud: la cultura del sálvese quien pueda y de la sumisión gana terreno ante el espíritu crítico y la rebeldía. Pese a nuestras resistencias seculares, pese al esfuerzo y a los logros de estos últimos cuarenta años, no hemos superado el punto crítico: el País de los Vascos sigue desapareciendo.

Yo nací español, como todos los vascos al sur de los Pirineos. En el franquismo todo estaba concienzudamente ordenado para que uno no tuviera duda alguna sobre su nación, pergeñada por el mismo Dios desde poco después del Diluvio Universal. Crecí español, sin duda, pero al ordenar mis recuerdos en este libro, me he dado cuenta de que empecé a dejar de serlo, lenta y quizás de forma inconsciente, en aquellos verdes años. Al leer estas páginas muchos paisanos van a sentir lo mismo.

En los años 50 nos faltaba mucho para leer a Sabino Arana o a Campión. Algo más para la aparición fulgurosa de ETA, y para liarnos en el fragor de la política vasca. Fue antes, en las conversaciones familiares, en la calle o en la escuela, donde fuimos almacenando recuerdos y vivencias como piezas de un puzzle del que todavía no conocíamos el dibujo, pero que se anunciaba diferente al que veíamos. Aquellos pedazos sueltos no casaban en el diseño oficial de la España Una Grande y Libre, con su lengua, su religión, su iconografía, su historia… Nos decían una cosa y vivíamos otra. Éramos, como diría Ulises Moulines, una etnia adormilada, atontada por el cloroformo de una larga dictadura, anterior incluso a la del Caudillo. Pero una etnia latente, en la sorda espera de un soplo vivificador que le devolviera la conciencia en sí misma y la necesidad de buscar su propio puzzle.

Mientras tanto, las piezas seguían sin casar. El patriotismo español que insuflaban los libros escolares no ajustaba con aquellas historias de los abuelos y bisabuelos que se pasaron la vida a contrapelo, escapando de las quintas y del Ejército español como de apestados. El amor a España no era mayor al que sentían por los países americanos a los que emigraron bajo el epígrafe de «vasco-navarros»; y el estraperlo había hecho de las mujeres de mi entorno unas expertas en transgredir la ley y los controles de la Guardia Civil. «La beharra obliga», decían, como para disculparse. ¿Y por qué nadie, ni siquiera los ex-requetés vencedores, aplaudía el famoso Alzamiento?

España era una, decían, y nosotros creíamos que pertenecíamos a ella, sin reparar en que estábamos sobre los rescoldos de otros fuegos, de otra cultura. El romance castellano lo teníamos plagado de lexicografía extraña, que no venía en el Diccionario. Nos parecía que el padre hablaba mal, cuando tenías zimorra y te limpiaba las narices diciéndote zince! O cuando llamaba bitxarra al lirón, txirrintxa a la envidia o lantxurria al rocío. Éramos españoles pero nadie nos explicó en clase de Gramática por qué la gran mayoría de alumnos teníamos unos apellidos tan curiosos, que nada significaban en español -Arrazubi, Larrasoaña, Irañeta, Imirizaldu, Zuazu- y que tan difícil de pronunciar se les hacía a los sargentos chusqueros en la mili.

Entonces no sabíamos que también eran rasgos de nuestra nacionalidad soterrada aquel apego enfermizo de los padres al trabajo, hasta el punto que llamar a alguien «falso» fuera el peor de los insultos. Aquella religiosidad sencilla, adobada de curanderos, enramadas, mayos, sanjuanadas y ritos sincréticos que recordaban antiguas creencias. La sociedad matriarcal, que hacía de las chandras las gobernadoras de nuestras vidas; el valor de la palabra dada, superior a cualquier notaría; la dignidad de ser pobre «pero» trabajador; la escasez de robos y crímenes; las puertas abiertas de las casas; el auzalan solidario; la conciencia del comunal; la jerarquía de los ancianos; el amor a la pelota, a cantar en grupo, a bailar jotas, purrusaldas o carricadanzas; el asociacionismo para trabajar, jugar, comer y rezar; la cuadrilla y el txoko como refugio colectivo; el mus, el patxaran, las setas; el sexo como horizonte lejano; la fidelidad extrema; la ironía socarrona de los viejos y su arte de ir al grano por la perífrasis; la mesa y la buena cocina, altar mayor y sacristía de todo vasco; la sobriedad diaria y los excesos festivos; las txapelas en la cabeza de ricos y pobres; la impopularidad de la ostentación de riqueza; la hospitalidad; la constancia en cualquier tarea; la reacción ante la injusticia; la rebeldía creativa; el tratar de tú a todo el mundo, salvo al anciano, al médico y al cura; el nulo apego a la vida castrense; la forma de testar; la facilidad para emigrar, para ir de misiones; la disposición a donar sangre… También los vicios: la apuesta, el juego, la tozudez irreflexiva, el amor al vino.

Buena parte de la idiosincrasia de los vascos, que luego descubrimos en manuales de antropología o en los relatos de viajeros, la conocimos de forma natural en la zona media navarra, entre la sierra Uxue, el río Arga y el valle de Orba, allá donde la castellanización no había barrido del todo el alma indígena. Éramos, sin saberlo, todavía vascones. Un rescoldo. Una etnia dormida.

En otros lugares del país, pese a tener viva la lengua y mayor conciencia nacional, la situación no era mucho mejor. Euskal Herria era, en los años 60, un país derrotado, asimilado, dormido.

Una pelea titánica y multidisciplinar de cuarenta años avivó las antiguas brasas, colocó las piezas de la memoria en el tablero adecuado y nos devolvió un lugar digno junto a las 600 naciones que piden un sitio entre los estados soberanos. Quien más quien menos, todos los vascos han participado en el esfuerzo. Unos por la vía del independentismo, sacudiendo conciencias y acomodos sin límite de entrega. Otros por la del autonomismo, intentando aplicar la máxima de «donde no se puede segar, se espiga». Otros incluso por la del unionismo, haciendo tales esfuerzos por acomodarnos en España y Francia que han contribuido, muy a su pesar, a hacer más sonoro el altavoz nacional. Aquí hay un pueblo y un problema, de eso ya nadie duda.

Fruto de ello hemos logrado eco internacional, una gran escolarización en euskera, ciertas cotas de autonomía, mayor conciencia nacional, un orgullo remozado… La duda es, ¿hemos llegado a tiempo? ¿Hemos pasado la muga del no retorno que nos garantiza la existencia futura? No lo creo, ni mucho menos. Si algo rezuma este libro es que somos mucho menos euskaldunes y muchos menos independientes que en el siglo XIX. Y sigue la mengua.

Con la globalización aumentará la uniformización que precisa un mercado mundializado; muchas etnias y lenguas, incluida la nuestra, están en la lista de futuros desaparecidos. La Amazonía, la biodiversidad y las etnias esperan la misma tala. Hoy, ser abertzale es una forma de ser ecologista. ¿Cómo va a soportar nuestro bello país la devastación que sufre? El proceso desatado de acumulación de riquezas ¿hará desaparecer nuestra tradición igualitaria? ¿Qué va a suponer para los países pequeños la revolución biotecnología, la micro-electrónica o la burbuja financiera? ¿Qué instrumentos tenemos para recibir con humanidad a los dramáticos trasiegos migratorios y al mismo tiempo preservar nuestra cultura? ¿Acaso todo esto no será -está siendo- instrumento de los grandes Estados para acelerar nuestra asimilación? ¿No supondrá la derrota definitiva, después de siglos, frente a las grandes realidades de España, Francia o el American way of life?

Todavía poseemos los andamiajes de una nación. Otras lograron su soberanía con mucho menos. Tenemos el viejo solar pirenaico; los cimientos de la historia y la cultura; las paredes de nuestras viejas y probadas instituciones; las ventanas de nuestra universalidad; los muebles de nuestro genio creativo; las herramientas de nuestra voluntad milenaria; la lengua como cemento de la unidad nacional. ¿Qué falta? El tejado. Sin tejado no puede haber vida, ni futuro. Todo se vendrá abajo si lo dejamos a la intemperie. Nada nos protegerá del chaparrón globalizador. El tejado para una casa es la soberanía para una nación. Es el Estado. O el solar vasco consigue un Estado soberano o algo que se le parezca mucho, o desaparecerá irremisiblemente. Sólo quedará el folclore y la historia.

Desde el inicio de la conquista de Navarra en el 1200, los vascos hemos ensayado todas la fórmulas de entendimiento con España. Algunas han tenido larga duración, pero todas han periclitado más tarde o más temprano, generalmente en aras a un mayor centralismo. Ninguna fórmula ha frenado la pérdida de la lengua, territorios, cultura, derecho o idiosincrasia vasca. Ora a las buenas, ora a las malas, tras siglos de intentar salvaguardar nuestra personalidad hemos llegado al borde del abismo. Sólo falta experimentar la independencia. La alegría, la felicidad social y la normalidad democrática que muestran los que acceden a la misma, prueba que es la solución ideal de los pueblos, como lo es el divorcio para los matrimonios mal avenidos. Los vascos no han realizado menores esfuerzos que otros en aras de su libertad, frente al proyecto nacionalitario español. Desgraciadamente, en el último momento siempre nos ha faltado el factor determinante de la coyuntura internacional. Insistiremos. Un día soplarán los vientos favorables.

Ahora llevamos casi un siglo dándole vueltas al derecho de autodeterminación. Es difícil que un colonizador acepte que los pueblos que coloniza se puedan autodeterminar. Y resulta agotador esforzarse en que cambie sus estructuras políticas para que admita nuestras demandas. Siempre se intentó y siempre se fracasó. Es mucho más eficaz y satisfactorio declararse abiertamente independentista, e imponer la soberanía por la vía de los hechos hasta allá donde podamos.

A nadie vamos a demostrar que somos un pueblo y una nación realizando agudos análisis sobre naciones y nacionalidades, sino comportándonos como tal. Con la praxis. Sólo mostrándonos y comportándonos firmemente lograremos demostrar que aquí hay una nación y un problema nacional. El trabajo y la lucha decidirá qué seremos en el futuro, si una nación vasca o, por el contrario, españoles y franceses, romanizados. Dice Joxe Azurmendi que tampoco podemos estar siempre dando vueltas a la noria de la Historia. Cierto es que cuando las personas toman conciencia de su pasado toman conciencia de su identidad, pero hemos hecho demasiada historia para concedernos un pasado mejor, y lo que Euskal Herria necesita es un futuro mejor. Aunque los vascos no hubiéramos tenido Estado de Navarra, ni Fueros, ni Derecho, ni Árbol de Gernika, ni carlismo, ni aranismo, sería lo mismo. No vamos hacia el pasado sino hacia el futuro. Urge la independencia no porque mis abuelos perdieron el euskera en el siglo XIX, sino porque mis hijos, y miles como ellos, en pleno siglo XXI, no pueden estudiar en su lengua lo que desean. Urge la independencia porque en nuestro país tenemos mimbres suficientes para hacer una sociedad más democrática, más culta, más sociable, más eficaz y más partícipe de la diversidad del planeta, que la que nos depara la dependencia. Más aún, porque la independencia es también el mejor favor que les podemos hacer a los amigos españoles que quieren lo mismo para su país. Que están hartos de un Estado más enraizado en la Inquisición y el militarismo, que en el Renacimiento y la Ilustración. Un Estado-cárcel, en el que siempre vencieron los mismos espadones, las mismas clases, los mismos reyes, los mismos obispos. Ningún carcelero puede ser libre. Nuestra liberación será la suya.

Y basta de considerar a los pueblos como propiedad de los estados, en lugar de considerar al Estado como un instrumento al servicio de los pueblos, modificable y remodelable según las aspiraciones humanas. Basta de escuchar que toda reivindicación de independencia, toda puesta en duda de las fronteras estatales, es algo utópico, incluso sacrílego. Se equivocaron los filósofos del siglo XVIII: lejos de haber hecho desaparecer lo sagrado, nuestra época no ha hecho más que trasladarlo de la esfera metafísica a la política. En un mundo que se dice racionalista y racionalizado, el Estado ha concentrado sobre sí todo el potencial intelectual y afectivo que antaño se atribuía a las religiones. Y sin embargo, nada hay más mutante que las fronteras de los estados, y más en los tiempos que corren. Esa es la cuestión: soberanía o dependencia. O dicho mejor: democracia sí o democracia no. No hay mayor apología de la violencia como recurso político que ver a la comunidad internacional reconocer, casi de inmediato, a cuanto Estado impone su independencia por la vía de las armas, mientras niegan el derecho a decidir a los pueblos que lo solicitan democráticamente. Tienen miedo a las urnas. Pavor a la democracia.

Sólo nos queda, a la espera de esos vientos favorables, actuar como pueblo independiente, empujando todos los días un poco más allá las vallas de contención. Para ello hace falta, audacia, tenacidad y orgullo, virtudes por suerte bastante abundosas en el solar vascón. No tener complejo alguno en declararnos independentistas, patriotas vascos, abertzales, sabedores de la enorme carga humanística, social y democrática que pueden recoger estos títulos cuando se enfrentan al nacionalismo hegemonista, al imperialismo globalizador, a la falta de libertades. O bien, como propone el escritor catalán Joan Rendé, defendamos el «nodependentismo», es decir, no depender de nadie o al menos escoger libremente las dependencias. Si todos los conceptos acostumbran a vivir de su prestigio, y el independentismo no sólo no lo ha conseguido sino que lo han criminalizado, hablar de «nodependentismo» sería una fórmula más incontrovertible porque ¿quién osaría decir «yo soy antinodependentista? ¿Habría algo más deleznable que defender el vasallaje a otra nación?

Una duda final: me pregunto si tras el Espainolak eta euskaldunak de Joxe Azurmendi tiene sentido este libro. Difícil mejorarlo. Me consuela pensar que Azurmendi escribe, desde su universo euskaldun, para los euskaldunes, mientras que yo escribo desde el mediodía del País, para los vascos castellanizados, que quieren dejar de serlo. Para los ikastenarinaiztarras. Para los euskaldunes analfabetos en su lengua, analfabetizados, sería mejor decir. Para los de una generación que, desde no reconocer ni nuestros apellidos, hemos tenido que pasar una vida limpiando las telarañas ideológicas que, a derecha e izquierda, nos dejaron los dominadores. En cuarenta años hemos conseguido ser sólo vascos; ahora nos queda ser sólo euskaldunes.

Y escribo sobre todo como navarro, el territorio más zarandeado del país, que como en el siglo XVI sigue siendo corazón y clave del Renacimiento vasco. Pensando en castellano, escolarizado en castellano, malamente podría escribir este libro en correcto euskera. Mis hijos sí, y ésa es nuestra victoria generacional. Nuestra esperanza. La razón 101.

 

Cien razones por las que dejé de ser español

Egilea: Jose Mari Esparza Zabalegi

Euskaldunen herria desagertzen doa. Asimilatzearen itsasgorak aurrera doa gure orijinaltasuna gizon eta tximinoek daukaten imitatzeko gaitasunagatik aldatuz. Azken 40 urteetan burututako esfortzuen gainetik, oraindik ez dugu etorkizunean gure existentzia bermatzen duen muga pasa. Globalizazioaren pean gureak bezalako nazio eta hizkuntzek desagertuko dira, baleak edo Amazonia bezala. Egun, euskalduna izatea, ekologista izateko era bat da. Nafarroako konkistaren hastapenetatik, Espainiaren kontrako biziraupen formula guztiak entseatu ditugu. Hauetako bat bera ere ez du hizkuntza, lurralde, kultura, zuzenbide edo euskal idiosinkrasiaren galera ekidin. Espainia, Frantzia eta American way of life-arekin, desagertu egingo gara. Soilik independentzia entseatzea geratzen zaigu. Dependentzia eza. Inongo herri ez da lortzeaz damutu, batez ere Espainiaz banatu bada. Geu ere ez gara damutuko. Arrazoiak soberan dauzkagu.

ISBN: 84-8136-465-7

Hizkuntza: castellano

Orrialde kopurua: 280

Salneurria: 16 €

Txalaparta Argitaletxea