He visto un burka

Me ha sobrecogido la visión de esta vestimenta de fantasma en unos grandes almacenes de Iruñea. Del paño negro que correspondía a la cara salía una voz femenina, cantarina y alegre. A sus pies un chiquillo se movía y agitaba al igual que lo puede hacer cualquier criatura de nuestra cultura que incordia y atrae la atención de su madre, cuando ésta realiza la compra cotidiana o extraordinaria. Al lado un barbudo con su característico tocado de Asia central y pantalones vaqueros. Me resisto a aceptar cualquier sistema de valores que lleve a los individuos a ocultarse el rostro, el enlace imprescindible de la comunicación entre las personas; bien es cierto que en nuestra cultura se ha sublimado el ocultamiento del mismo hasta hace bien poco en los conocidos conventos de clausura ¡siempre ha de ser el rostro femenino el que debe ser apartado de la contemplación! Me agitan sensaciones contradictorias. Creo en la libertad del individuo a la hora de elegir sus opciones en el vestir y modo de presentarse ante los demás, pero no se me oculta que esas opciones están fuertemente condicionadas por los valores sociales y, en este terreno, las culturas tradicionales se encuentran mediatizadas por los valores masculinos y autoritarios.

Parece que estamos abocados al enfrentamiento y que la lucha cultural -la oposición entre los valores denominados occidentales y europeos- en contra de las maneras de ser que manifiestan las culturas de otros ámbitos, primordialmente musulmanes, es inevitable. Desde mi punto de vista, creo que debemos adoptar una actitud abierta -quiero decir comprensiva- hacia esos talantes que, no obstante, deben ser calificados de reaccionarios y tienen que ser superados. A fin de cuentas, no hace tanto tiempo que predominaban entre nosotros. No creo que sea excesivo afirmar que el atraso socio-económico va paralelo a actitudes y valores menos tolerantes con las libertades individuales. Normalmente tales sistemas de valores son asumidos como un instrumento de autodefensa colectivo, de ahí el interés de los individuos y grupos dirigentes de cada colectividad en mantenerlos intactos, por lo que supondría para ellos mismos de pérdida de influencia su erosión y transformación. Se entiende que los imanes musulmanes, sitúen en una interpretación rigorista de la religión el valladar de defensa más importante frente al cambio cultural que ofrece la denominada cultura occidental.

Por otra parte, no es posible ignorar que el enfrentamiento entre culturas -la lucha entre civilizaciones- responde, ante todo, a motivaciones de tipo material y de hegemonía en general; de esta manera es como se ha desarrollado desde hace dos siglos entre las culturas europeas, por un lado, y las árabes y musulmanas de otro. En este marco, la oposición termina por manifestarse en los terrenos culturales y, particularmente, en el religioso. El rechazo que suscita en la mayor parte de las sociedades occidentales la ostentación de actitudes francamente repelentes, a las que se aferran colectivos musulmanes asentados entre nosotros, por obedecer objetivamente a valores que van contra la dignidad humana o merman la libertad individual, parece justificar para muchos la necesidad de un enfrentamiento frontal con todo el sistema de valores de las culturas musulmanas y árabes. A decir verdad, no hay fácil solución, pero la actitud tajante -de tolerancia cero- que se manifiesta en ciertos círculos y medios, no lleva sino al encontronazo a medio y largo plazo.

Prevalidos como nos encontramos los europeos de nuestra racionalidad, no acabamos de comprender que colectivos musulmanes, afincados en Europa desde hace tres generaciones, persistan en mantener planteamientos tan cerrados y, ya, parece el colmo que la misma imagen de los talibanes se pasee por Iruñea llevando a su compañera bajo el burka ¡Quién puede dejar de pensar que ese mismo barbudo impide a otras mujeres en Afganistán caminar con el rostro al aire y libre!

No puedo dejarme arrastrar por mis impulsos, aunque me pregunto si es legal que alguien pueda ocultar su cara, salvo en las fiestas de carnaval y el teatro. La solución no puede venir, sino a través del convencimiento. Me temo, no obstante, que éste no será resultado simple de la persuasión y mejores razones. El mundo occidental sigue siendo visto como un agresor y enemigo por parte de árabes y musulmanes. No falta razón si atendemos a la trayectoria se sometimiento de que han sido objeto el conjunto de países africanos y asiáticos de estas culturas, como a la presente pretensión de mantener la hegemonía económica y política sobre los mismos. Creo que esta percepción seguirá siendo mayoritaria en ese medio, en tanto se siga por el camino presente. A los dirigentes culturales y religiosos de tales países les resulta fácil y espontáneo englobar en el mismo paquete la agresión política y económica que sufren junto al desprecio de unos sistemas de valores de tipo religioso, autoritario y machista de los que la cultura occidental presume haberse liberado. La religión se ha convertido en muchos casos en la más radical seña de identidad del mundo islámico. La mayor parte de la colectividad -incluidas las mujeres- termina por aceptar tales valores, aunque en muchos casos perciban los perjuicios que conllevan para su condición.

Pienso que la solución únicamente puede venir del cambio de actitudes por parte occidental en los terrenos económico y político. A fin de cuentas, lo religioso -convertido hoy en cerrojo que garantiza el conjunto cultural- es ideológico y no se disolverá sino en último término, tal y como viene sucediendo en nuestro propio medio cultura. El mundo islámico se siente hostigado y no falta razón a los musulmanes en este sentido. Los colectivos que viven entre nosotros se encuentran marginalizados y a la defensiva, actitud difícil para el intercambio cultural y cambio de perspectivas. Estos hechos favorecen la cultura de la resistencia y de la radicalización. El fenómeno Al-Qaida constituye la reacción de unas élites musulmanas de fuerte raigambre, basada en la tradición rigorista del Islam, ahora más sensibilizada ante la constatación de que el islam mismo -en otros tiempos con miras hegemónicas a nivel mundial- corre peligro serio en su pervivencia.

No sé hasta qué punto es factible la comparación, pero no s podemos encontrar ante una situación similar a la que propició el ascenso de Hitler en Alemania, como consecuencia de la percepción que dominó a la sociedad de este País en la década posterior a 1920 de que Alemania había sido tratada injustamente en Versalles. El riesgo de que gane espacio en el seno del mundo musulmán la idea de que el islam es atacado nos podía llevar a una situación límite. La mayoría del mundo islámico, dirigida por Al-Qaida u otro movimiento similar, obligaría al conjunto de Occidente a un enfrentamiento como el de la Segunda Guerra mundial, momento en el que se unieron comunistas y democracias burguesas con el fin de evitar la aberración nazi. Espero que se imponga el sentido común y que no nos dejemos arrastrar a una situación similar, como resultado de las torpezas de Bush y de la exaltación religiosa que tanto éxito tiene en el mundo musulmán. Esta es la única solución para el conflicto que nos agita.