Constitucionalismo español, constitucionalismo vasco

Hartitos nos tienen los constitucionalistas españoles. Demócratas de salón, de vaudeville. Pura farsa lo suyo si sus trajines no causarán tanto dolor y sufrimiento a nuestro pueblo. Repiten hasta la saciedad, puro espíritu gebeliano, lo de su constitucionalismo. Unos hace cuatro días cantaban el cara al sol, otros dejaban su «elan» democrático» en manos de un ejército y unas instituciones franquistas, otros renegaban de sus ideales y hasta del padre que los fundó… En eso consistía toda su enjundia democrática. ¿Cómo pueden fanfarronear con una «Carta Magna» engendrada al son de sables y sin una asamblea constituyente democráticamente elegida?

Hasta 1812, los españoles no cataron un proyecto constitucional. Para entonces, los navarros ya llevábamos más de 600 años organizando nuestras leyes y gobernándonos con ellas. Curiosamente, los hacedores de tal constitución (la Pepa) -como se ha señalado en varios trabajos de Nabarralde- citaban nuestro sistema foral, como modélico. Y contradictoriamente, a continuación, ¡misterios de ese espíritu rapiñero carpetovetónico!, proponían su derogación.

Los partidos españoles podrán baladronar de constitucionalistas ante ese orfeón de cacatúas que su prensa corrompida -la que todo lo invade- ha conformado durante décadas de tergiversación e infundios. Pero aquí, por mucho que nos cacareen su constitución y su estado de derecho, no cuela. Sobre todo viendo la facilidad y el desparpajo con que los «constitucionales españoles» se han ventilado en su exiguo periplo democrático sus «intocables» constituciones. Siempre han sido muy cuarteleros, muy golpistas, muy «Francos». Y no les tiembla la mano a la hora de abolirlas de un plumazo, aunque sea a costa de desangrar a un pueblo. Ahí está, todavía humeante, la cruel tragedia del 36.

¿Será que el tal y falso estribillo «nosotros los constitucionalistas» lo repiten metódicamente para convencerse a sus vacilantes conciencias?

Si algo distinguió y por algo luchamos los vascos, fue para que nadie nos arrebatara nuestra constitución, es decir, nuestros fueros. Y puntualizo: cuando me refiero a nuestro pueblo, hablo de los verdaderos patriotas vascos. Y no sólo de los adscritos a siglas y mejunjes partidarios. Mucho tienen que reflexionar y madurar los partidos vascos si han de liderar la resolución del conflicto, porque lo que es hoy día bastante conflicto nos montan ellos mismos.

Pero no perdamos el hilo. Tiene gracia, o mejor, cinismo, que quienes llevan ochocientos años arruinando nuestras leyes e instituciones, vengan ahora a darnos lecciones de constitucionalismo. Los patriotas vascos somos muy conscientes de nuestras efemérides: 1200, 1512, 1839, 1893, 1936… y otras muchas que acaecieron en nuestros lares, en las que arrasaron nuestra soberanía y mucha autoestima. Los estrafalarios historiadores españolistas han intentado, e intentan sin tregua, ocultar y enmarañar nuestra historia; no lo van a conseguir. Y lentamente va floreciendo la luz.

Dan a sus leyes -evidentemente a las suyas, que trafulcan, conculcan o menosprecian a su antojo y conveniencia-, categoría de intocables, y luego nos las aplican con total discrecionalidad. ¡Iban a colar en nuestro pueblo esa aberrante ley de partidos sin la razón de los tricornios! Cuando sus reinos y pueblos -¡Ay vuestra Castilla crisol de culturas!- vivían sometidos a la dictadura medieval o imperial, nosotros hacíamos jurar a nuestros reyes el cumplimiento de las normas. Los reyes habrán sido unos degenerados -las monarquías siempre han sido muy propensas al avasallamiento y a la trapacería-, pero en nuestro caso estaban sometidos a la crítica y la censura.

La diferencia es que a los navarros nos inspiraba el derecho pirenaico, y a vosotros -castellanos o españoles- el feudal. El rey, dueño, señor y representante del Altísimo. Ya sabéis: derecho a pernada, al rey la vida, la hacienda, la hija, la doncella, se ha de dar, todo salvo el alma, que quedaba para el abad cuando no para el inquisidor. Vuestra literatura está bien preñada de ese espíritu.

Luego está ese empeño, pura hipocresía, en sacralizar sus leyes. Nos las presentan como fetiches intocables. ¿Qué son las constituciones en definitiva? Como alguien dijo, un pedazo de papel en la boca de un cañón.

Es por eso por lo que haría una llamada -difícil tarea- a la honestidad de los políticos españoles. Ya es hora de que abandonen su tramposa dialéctica. En estas difíciles, cuando no traumáticas relaciones, nos encontramos fundamentalmente dos partes: constitucionalistas españoles y constitucionalistas vascos. Los que, como ciertos dirigentes del PNV, quieren jugar desde el campo del constitucionalismo hispano, sin duda están en el campo hispano. No se puede encender dos velas. Los patriotas vascos no pretendemos ni cautivar, ni compadrear con la otra parte. Ellos nunca han ofertado otro camino que no sea nuestra aniquilación en sus modales, en sus leyes y en su España monócroma.

No nos han causado más que sufrimiento, destrucción y permanente negación de nuestra cultura y rasgos identitarios. Es, ni más ni menos, lo que sucede en tantos conflictos actuales en pueblos y naciones sin estado. Ya se han cometido demasiadas atrocidades y barbaridades en nombre de esa que llaman «sacrosanta unidad de las patrias».

Espero que a los españoles de buena y de mala voluntad les llegue este mensaje. Los vascos no somos ninguna comunidad montaraz que rehuya la ley. En absoluto. Somos un pueblo, que luchamos por recuperar nuestra soberanía, con el ideal de «conservar y amejorar» nuestras leyes.

Efectivamente, nunca seremos constitucionalistas españoles, porque nunca renunciamos a nuestra constitución, la del estado navarro.