Un pais de cuento de hadas

Tengo la sensación de vivir en un país de ficción, en el que hay bastantes sectores, personas y grupos, que se creen los «cuentos de hadas» inventados sobre nuestra realidad. Este texto pretende explicar algunas razones de tal impresión.

La primera razón que provoca mi desconcierto resulta de considerar que un sector muy importante y combativo de la sociedad vasca, sobre todo en el terreno de la reivindicación de nuestra lengua privativa, el euskera, se despreocupa, con alarde, de cualquier consideración política que pretenda reflexionar sobre la normalización lingüística y la consiguiente necesidad de estructuras políticas que la garanticen. Parece que, desde su punto de vista, la normalización es un proceso que depende fundamentalmente de la voluntad de sus hablantes y no de una organización política, obviamente un Estado propio, que exija su uso. Las lenguas normalizadas y dominantes alcanzaron su estatus actual mediante la coerción ejercida por su propio Estado en etapas anteriores y que, hoy todavía, prosiguen. La voluntad social es condición necesaria para la normalización lingüística, pero no suficiente; la exigencia de su uso, provocada desde el poder político, es imprescindible para que llegue a buen puerto.

El segundo motivo de desazón consiste en la percepción que tengo de que nuestro pueblo es el único del mundo en el que hay sectores, incluso propios, que para reivindicar su derecho a ser «sujeto político» exigen que cada día se realice un corte radical con todos los anteriores. Lo que importa, dicen, es la voluntad presente del pueblo. Llevado a su extremo y sin salir de su lógica, plantean la necesidad de una especie de «votación perpetua»; parece que, según ellos, no importa lo que el pueblo pensara y decidiera ayer y que tiene que «votar» cotidianamente para justificar su existencia. Eso, además de falso, es agotador. ¿Por qué los españoles y franceses no tienen que estar votando cada día su continuidad «nacional» y nosotros sí? ¿Somos menos que ellos? ¿Somos inferiores? ¿Por qué son precisamente ellos quienes nos exigen esa «pureza democrática» que obvian para sí mismos?

En este planteamiento se produce la reducción del proceso que algunos llaman «autodeterminación» a una especie de referéndum organizado por los estados que llevan mucho tiempo negando, eso sí cotidianamente, tal derecho y que lo rechazan de forma «democrática» con guerras, ocupaciones, encarcelamientos, deportaciones, exilios, tortura etc. La libre disposición de los pueblos, derecho humano básico reconocido por la ONU en su Declaración de 14 de diciembre de 1960, es muy difícil de ejercer por los países dominados utilizando exclusivamente los medios «políticos» que ofrecen las potencias dominantes, por lo menos las que presentan el «talante democrático» de España y Francia.

Bien se encargan ellas de que su sistema o «constitución real» la haga inalcanzable dentro de sus «reglas de juego». Tal es el caso de la Constitución española de 1978, «constitución formal», basada en la «constitución real o profunda» que consiste sencillamente en la «unidad indisoluble y permanente de la nación española», en la que, sin posibilidad de discusión, estamos incluidos. Situación garantizada por su ejército, fuerzas de orden público y todo tipo de aparatos judiciales, educativos, de propaganda etc. y en la que, lógicamente, constituimos una abrumadora minoría.

Es evidente que para acceder a un estatus de libertad hay que utilizar, sobre todo, otros «medios» y que éstos tienen que estar perfectamente imbricados con el objetivo final, con una consideración realista de la «relación de fuerzas sociales en presencia» y sus intereses respectivos y con una perspectiva pragmática de la situación internacional. Existen muchos modos de ejercer «presión social» que no pasan por acciones violentas inconexas y sin sentido, en las que el sufrimiento inútil no sólo no mejora nuestras expectativas políticas sino que objetivamente las empeora; ni por una «kale borroka» deslavazada, sin cabeza, que destruye bienes comunes, propios, que se habrán de reponer a nuestras expensas. Es hora de plantear y debatir democrática e imaginativamente los recursos que tanto nuestra capacidad social como la «cultura política» propia nos ofrecen: insumisión, resistencia civil, campañas de desobediencia ciudadana, un uso ponderado y efectivo de las movilizaciones etc. etc.

Los sectores políticos que intentan imponer un doble rasero en el que reservan para nuestro pueblo una perspectiva basada en el «cada día como una hoja en blanco», sin posiciones previas consolidadas ni consolidables, mientras permiten para las naciones «de verdad», con Estado propio, un cómodo estatus de larga duración, cuando no de permanencia «eterna», no juegan limpio. Se intuye fácilmente que algo «huele a podrido» en su planteamiento y que, a pesar de sus premisas sobre la exclusiva validez del presente, hay que bucear en el tiempo para poder explicar y comprender sus puntos de vista profundos y las «aparentes» contradicciones que nos plantean.

Es en este momento cuando percibo una tercera causa que me conduce a pensar que nos encontramos en un «país del cuento de hadas». Españoles, franceses y cualquier nación del mundo que se considere como tal, conoce su historia, la valora y la utiliza como factor de legitimación en el presente y para el futuro. Con ella, y con sus «mitos fundadores», despierta y ejercita la autoestima de sus ciudadanos y potencia la cohesión de su sociedad. Entre nosotros parece que se alardea del desconocimiento y menosprecio de la propia historia. En el «mejor» de los casos se asumen como propios los hechos «históricos» realzados por las historias oficiales de España y Francia. ¡Y nos quedamos tan contentos!

Las sociedades humanas constituyen estructuras de larga duración. Cuando un pueblo se estructura políticamente («autodeterminación real»), normalmente construye un Estado que, a su vez, moldea una sociedad. Este proceso se realiza habitualmente en periodos largos, de siglos en muchas ocasiones. Pretender reducirlo a la voluntad de un día constituye un peligroso ejercicio de solipsismo social y de sumisión a los intereses de las sociedades dominantes.

En los procesos de constitución política y de la consiguiente (re)creación social, intervienen frecuentemente factores externos, como son los episodios bélicos y de conquista realizados por estados foráneos con intenciones diversas, tales como aprovechar los recursos humanos, territoriales o productivos del país conquistado, afianzar sus propias posiciones estratégicas en espacios más amplios etc. Si tales episodios tienen éxito y se consolidan, la sociedad conquistada no prosigue un desarrollo autónomo (digamos «normal») sino que empieza a girar en la órbita de su ocupante: política, social, lingüística, cultural y económicamente.

Tal situación está, generalmente, inducida de modo consciente por los estados que controlan y mediatizan los recursos de gobierno, gestión y comunicación de la sociedad dominada. Previamente han realizado un conjunto de labores tendentes a la minoración y sometimiento del sujeto político ocupado. Sustituyen sus instituciones políticas, ocultan y tergiversan su historia, persiguen su lengua y cultura. En resumen: su patrimonio pierde el sentido propio y pasa a formar parte (residual) del patrimonio del ocupante, cuando no es, sencillamente, aniquilado. Un caso paradigmático lo ofrece la conquista y posterior dominio y sometimiento del Estado de los vascos: Navarra.

En situaciones como la de Vasconia, quienes menosprecian su historia son los más firmes baluartes del sistema ideológico y político del colonialismo que ejercen los dominadores aquí y sobre cualquier pueblo ocupado. La historia, quieran ellos o no, sigue siendo contada y continua siendo utilizada como elemento cohesionante y legitimador de la sociedad propia de quien la construye y narra. No hay espacios intermedios. O se acepta su exposición e interpretación, con todo lo que implica en nuestro caso de sumisión e integración, o se compone un relato distinto; probablemente más acorde con la realidad y que, además, es emancipador y legitimador de la nueva realidad política a la que se aspira, o por lo menos en muchos casos se dice aspirar.

En cualquier país que viva la dura realidad de nuestro mundo, sobre todo desde una sociedad sometida, no se desprecian ni se tiran por la borda argumentos o enfoques que son capaces de explicar el proceso que la han conducido al presente. No se olvida ni se deja interpretar a otros, manifiestamente enemigos en nuestro caso, hechos históricos y memoria que pueden basar el orgullo necesario para que tal sociedad realce su autoestima, supere los complejos y autoodios derivados de la dominación y acceda a la constitución de un movimiento político que la conduzca a su libertad.

Estos son, en mi opinión, algunos de los «cuentos de hadas» con los que pretenden que comulguemos. Los «cuentos de hadas» sirven para que las personas, sobre todo los niños, ejerciten su imaginación como factor de primer orden para su existencia inteligente y positiva en el mundo. En nuestro caso, la etapa de los «cuentos de hadas», por lo menos la de los que nos cuentan interesadamente, tendría que haber terminado hace tiempo y deberíamos estar ya en la práctica de una imaginación capaz de superar la dependencia propia de la infancia y de alcanzar la emancipación que nos corresponde como sociedad adulta.