La Iglesia y la Memoria histórica

Releyendo el segundo volumen de Guerra y Revolución en España 1936-1939, del historiador francés George Soria, corresponsal en el Estado español durante la conflagración fratricida, me reencuentro con el pasaje referente a los hechos acaecidos en Pamplona el 15 de agosto de 1936, día de la Asunción. A la par que discurría la procesión de la Virgen del Sagrario, carlistas y falangistas sacaron a sesenta republicanos a las afueras y los asesinaron, entre ellos a varios curas contrarios a la sublevación fascista a quienes los falangistas les negaron la gracia de la confesión cristiana. Sin embargo, tanto estos como los carlistas recibieron una absolución masiva de estas fechorías y se reincorporaron a la procesión como benditos. Podríamos enumerar hechos de esta índole sin cesar, pues la matanza de republicanos, avalada por la jerarquía de la Iglesia católica con una cobertura teológica traída por los pelos, formó parte de la estrategia de guerra de los generales golpistas, mientras que en la zona republicana, por el contrario, las autoridades civiles prohibieron los desmanes, aunque también se cometieran, los anarcosindicalistas sobre todo. George Soria contabiliza unos 300.000 republicanos asesinados en la retaguardia facciosa, por 50.000 de signo contrario en zona republicana. Como se puede constatar, cuando se afirma que en ambos bandos se cometieron crímenes por igual, no se está siendo justo del todo.

Tras el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica dejó de denominar cruzada al golpe de Estado fascista que terminó con el régimen democrático de la II República. Los obispos españoles recibieron la orden vaticana de retractarse de su apoyo al franquismo, falta en que, por otro lado, la Iglesia vasca nunca había incurrido, ni siquiera durante la Guerra Civil, siendo por ello el clero vasco objeto de la represión y la persecución del fascismo sublevado, sin que por ese motivo se les haya declarado mártires, una injusticia más. En los años 70 del siglo XX, cuando al dictador Franco le quedaban pocos años de vida, la Iglesia pidió perdón en público por su papel vergonzante en la contienda fratricida y por su apoyo explícito al franquismo. El cardenal Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal española en aquellos años, abrió la Iglesia al mundo obrero y a las vanguardias sociales, con lo que la extrema derecha desarrolló cierto rencor y anticlericalismo que, por otro lado, perdura en nuestros días. Desde sectores ultras se ha acusado con frecuencia a algunos obispos de connivencia con el terrorismo etarra o de cobardía para denunciar determinadas políticas de los gobiernos progresistas.

Sin embargo, observamos que aquella petición de perdón no se ha reiterado tantas veces como hubiera sido necesario y deseable, y se ha quedado como un simple gesto contextual o coyuntural de aquella época en que el marxismo proliferaba y la revolución contracultural dejaba obsoletas algunas posturas reaccionarias. De hecho, muy poca gente lo sabe y se sigue identificando franquismo con catolicismo, algo que perjudica sobre todo a la propia Iglesia, pero también a aquellas personas que creen en algo más, en la existencia del alma, por ejemplo, y necesitan dotar a sus vidas de cierta espiritualidad, y que no por ello han de ser necesariamente de derechas. La Iglesia española está obligada a desmarcarse pública y continuadamente de aquellos sectores eclesiásticos que promovieron la Guerra Civil y sostuvieron una dictadura genocida, opresora de las libertades y que conculcó sistemáticamente los derechos humanos de los ciudadanos del Estado español. Y esa petición de perdón debe ser sincera y reiterada, sin retornar al camino de la intolerancia como si nada hubiese pasado, como si ya hubiese saldado sus deudas con esta sociedad. De todos modos, sabido es que la Iglesia tiene a su principal enemigo dentro.

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