Cultura e independencia

Sería ingenuo pretender que la cultura, socialmente tratada como mercancía, tenga mucho que hacer -excepto aplaudir a mandones o firmar manifestos- en el proceso hacia la independencia de nuestro pueblo. El papel que le asignan los poderes instituidos es, como mucho, que les haga de cronista y mensajera; menudo se la invita a hacer de palmeros, o se la expone en los escaparates de adorno; nunca tiene un papel protagonista. Sería, pues, hipócrita pedir a la gente que participe con plenitud en este «momento histórico» provisto de las pobres herramientas de conocimiento de la realidad -un deber fundamental de la cultura- suministradas con cuentagotas por el afán de lucro empresarial, la rutina burocrática, el embeleso de la academia, o la precariedad de los medios de comunicación oficiales. Los llamados «gestores culturales» cambian de despacho, pero no de mentalidad subsidiada. Los grandes contenedores recortan servicios y lo atribuyen a la «crisis», pero la crisis proviene del clientelismo municipalista: ahora sólo tenemos para pagar sueldos y mantenimiento. El descenso de las clases medias -que tiene un origen material, pero que es también de estatus simbólico y, por tanto, cultural y político- no se refleja en el seno de nuestra cultura, si no es para asumir la sistemática precariedad de los presupuestos del gobierno. Por todo ello, pues, la mayoría social se ha quedado huérfana de recursos para poder participar, gracias a la cultura, en la profundización de la democracia, en la difusión del discurso político renovador, y en la oportunidad de ligar los mecanismos de la reproducción material de la desigualdad, la injusticia y la marginación con la creación artística, con el mensaje emancipador del arte, con la búsqueda de una nueva forma de expresar la realidad.

En el paso que va de la formación individual a la toma de conciencia social, la cultura no cuenta mucho en nuestro país; sólo hay que ver el absentismo de la universidad en el proceso que vivimos: ni está ni se le espera en el camino de la liberación nacional y la transformación social. Diréis que estamos en un mercado capitalista, donde hay que disponer de industrias culturales eficientes que elaboren productos que circulen, creen riqueza, y pongan el nombre del país en el mundo. Desde este punto de vista, esto es legítimo y necesario para la continuidad del tejido cultural, la subsistencia de los trabajadores de la cultura, y la representación simbólica de la nación. Pero es un punto de vista que sólo aborda una parte del problema. La universalidad de una cultura no la hace la demanda, sino la oferta capaz de romper las pautas habituales de consumo con planteamientos audaces y la creación de nuevos paradigmas. Es así como se abren y se colonizan nuevos segmentos de mercado. Es así como se lucha contra el pienso televisivo y contra el aislamiento producido paradójicamente por las redes sociales. Pero la clave de bóveda de la oferta es la creatividad, no la distribución, que debe ser la correa de transmisión. Cuando manda la distribución, manda el mercado, y de ahí se derivan la estandarización y la banalización. Nuestra capacidad creativa nos limita ahora mismo a hacer de proveedores de contenidos culturales de calidad media en el mercado propio y del español, con incursiones puntuales en los circuitos internacionales que las absorben dentro del magma del producto de género. Básicamente, somos exportadores de talento, en forma de creadores, directores, actores y técnicos «catalanes», pero no de «cultura catalana» entendida como una visión del mundo actual.

Si hemos de ganar la autodeterminación, quiere decir que la cultura también se ha de autodeterminar respecto de la tiranía del mercado y de la tiranía de las cuotas políticas: en una palabra, de los poderes que encorsetan la creación individual y su conversión en práctica social al servicio de la gente. Sin ir más lejos, miren el ejemplo del Cuenca, que, en el proyecto inicial, debía ser un modelo de autonomía a la manera de los ‘arts councils’ del mundo anglosajón, pero que se ha frustrado porque tanto los intereses partidistas como la burocracia cultural no han cedido ningún ápice de poder en bien del interés común. Finalmente, más allá de la producción de cultura por los profesionales, habría que considerar las nuevas prácticas emanadas de la lucha cotidiana que plantean una visión renovada del mundo: ¿podemos entender, hoy, la cultura sin ampliar la visión a la defensa y preservación del territorio, el uso de las fuentes de energía, la interrelación cultural, la búsqueda de la paz, o la igualdad de género?

EL PUNT-AVUI