La libertad es confianza

Lo que resulta más interesante del actual debate sobre la libertad de expresión, desde mi punto de vista, es que traslada la atención del eje derecha-izquierda hacia el eje que confronta posiciones liberales e iliberales. Es decir, pone el foco en el grado de libertad que estamos dispuestos a tolerar en una sociedad determinada. Y este debate señala cuestiones tan relevantes como las que van de la expansión autoritaria de la corrección política -una forma enmascarada de censura del pensamiento-, a las coacciones a la libertad de creación artística. O los boicots a la expresión de ideas que quedan fuera de los estrechos márgenes de las ideologías radicales, hasta la persecución violenta de la libre manifestación de identidades sexuales LGBT. Y es el miedo a la libertad lo que explica el particular ascenso simultáneo de los populismos tanto de derechas como de izquierdas. En definitiva, es un eje de confrontación en la que se encuentran en el mismo bando la izquierda y la derecha extremas y sus totalitarismos reaccionarios y progresistas, en combate abierto contra todo tipo de radicalidad democrática.

La defensa de la libertad de expresión, pues, es la manifestación más directa de la confianza en las posibilidades de emancipación del individuo y la sociedad. La radicalidad de la defensa de la libertad lleva implícita una visión esperanzada en la capacidad crítica y la autonomía moral de los individuos, y en la aptitud de las organizaciones sociales para autorregularse.

Por el contrario, los atentados a la libertad de expresión, las actitudes iliberales, denotan una profunda desconfianza en la capacidad de juicio de los individuos y presuponen la necesidad de una tutela moral para asegurar el recto camino de toda organización social. El pensamiento liberal es insobornablemente optimista: confía en la mejora de la condición humana, en un proceso civilizatorio continuado, en la fuerza transformadora de la educación y en el progreso social asociado al desarrollo del conocimiento científico. En cambio, el pensamiento iliberal es desesperanzadamente pesimista: no se fía del individuo, sospecha de las organizaciones sociales, ve conspiraciones por todas partes, cree que el mundo retrocede y, desconfiando del progreso científico, se aboca a todo tipo de supersticiones paganas.

 

Guiados por el miedo

En el fondo, la defensa radical de la libertad de expresión apela a la responsabilidad, mientras que la voluntad de control y de limitación del pensamiento está guiada por el miedo.

Es cierto que hay opiniones que son abierta y expresamente ofensivas e incluso peligrosas. Pero es improbable que se puedan combatir prohibiéndolas, o que así se reduzca el riesgo. Todo lo contrario, los peores pensamientos crecen en la opacidad y se hacen tóxicos por la falta de aire. Y, además, también es un riesgo dejar que sea la administración pública quien acabe estableciendo los criterios de lo que se puede decir o no. La madurez democrática, como la madurez moral, no avanzan con sobreprotección, sino enfrentándose a los dilemas graves, a las tomas de decisión difíciles, asumiendo riesgos y cometiendo errores.

Por eso me parece un camino equivocado la apelación fácil a la «incitación al odio», cuando no es estrictamente en referencia a los grandes crímenes de lesa humanidad. La libertad de expresión cree en la fuerza de la razón y en el debate público. Su limitación es propia de espíritus acobardados.

ARA