Ser percibidos

Finalmente, desde hace muy poco tiempo, gracias, en grandísima medida, a determinados movimientos cívicos, electorales y políticos (que la ‘Mare de Déu’ nos ayude, y haga que sean provechosos, visibles y de larga duración), el País Valenciano comienza a ser percibido como casi real, dentro y fuera. Es una gran novedad. Hay un momento delicioso en el libro ‘Viajes con Heródoto’, cuando el autor se pregunta cómo debió ser que el historiador griego se propuso, justamente, escribir una historia o «indagación»: la célebre ‘Historia de las Guerras Médicas (del Peloponeso)’ (traducida, hace pocos años, por mi amigo y antiguo discípulo Rubén Montañés). Ryszard Kapuscinski supone, creo que acertadamente, que fue la necesidad de preservar la memoria de los hechos y acciones de los humanos lo que impulsó Heródoto a indagar, a comprobar y a escribir. Porque de lo contrario, lo perdemos todo, no sabemos, no existimos: «No sabemos, y detrás de este ‘no saber’ se extiende el territorio de la ignorancia. De la ignorancia, es decir, de la inexistencia”, afirma el gran viajero y periodista polaco.

Una gente, un pueblo, una nación, que ha perdido la memoria, que no recuerda qué ha sido y qué ha hecho en la historia remota o reciente, y que por tanto no sabe ni qué es ni quién es, puede acabar suponiendo o pensando que no es nada, la conclusión más funesta. Los valencianos, por ejemplo, sometidos ya hace muchas generaciones a una destrucción metódica, implacable, de la memoria y del conocimiento, a la que han colaborado, en la generación presente y en el anterior, los grandes partidos políticos españoles PP y PSOE, los periódicos y las televisiones y todo el mundo que tiene algún poder eficaz y extenso para difundir imágenes, ideas y percepciones digamos nacionales.

El resultado es que, según las encuestas que se hacen y se deshacen, los valencianos piensan que son, exactamente, lo que les enseñan sistemáticamente que son: poco valencianos, muy españoles, en proporción abundante y no se si creciente. Y el país, sin nombre, sin historia extensamente conocida y difundida, sin que la política defina un espacio propio, existe exactamente tan poco y de manera tan débil como el poder (el poder ideológico y político, no es de otro) ha querido y sigue queriendo.

Para retroceder un poco y recuperar la perspectiva, que es la única manera de saber qué sentido tiene el camino, recordemos que en el País Valenciano han mandado hasta hace poco, con todas las consecuencias, los continuadores del partido borbónico hace más de 300 años. Piensan igual que sus predecesores, tienen la misma idea del poder, del Estado, de la nación, de la sustancia eterna y suprema de España, y de algunas cosas más que los ideólogos castellanos de Felipe V tenían perfectamente claras. No hablo sólo de la derecha perpetua nuestra, que vuelve a dar muestras insignes de alienación (en el sentido de Karl Marx, y en el otro), hable también de los «otros».

Hace pocos años, el periodista David Miró evocaba «el hombre de la barba blanca» con sede en el Senado, en Madrid, en los escaños socialistas: «El hombre de la barba blanca se llama Joan Lerma», decía, «y es quien ayudó a poner las bases de la actual hegemonía del PP en el País Valenciano». También es el hombre que, en un homenaje a Ernest Lluch, afirmaba que les separó algo, una idea: que Lluch era «austracista», y él no. Una simple coincidencia curiosa: por los mismos años en que el país de los valencianos era sometido a los rigores destructivos del poder borbónico, entre 1709 y 1710, George Berkeley escribía las obras que le han hecho pasar a la historia de la filosofía, y especialmente el ‘Tratado sobre los principios del conocimiento humano’, donde afirma, entre otras ideas fundamentales, que la realidad o existencia de los objetos no está en ellos mismos, sino en la mente de quien los percibe. Principio que se resume en la expresión famosa «esse est percipi»: ser, es ser percibido. Y lo que no es percibido, simplemente no existe.

En el fondo del fondo, sin embargo, quien no tenía existencia hasta hace poco tiempo (y para muchos no tiene todavía) era el país mismo: o es una «Comunidad» sin adjetivo definitorio, o son tres provincias, o es Levante, o no es nada ya que nunca aparece ni se proyecta, ni adentro ni afuera. Las televisiones españolas -las que ve la gran mayoría- hablan a menudo de Cataluña, de Euskadi, de Andalucía, de Galicia, y hablan incesantemente de España. Entonces todos estos «objetos» hablados, definidos, proyectados en la mente colectiva, adquieren una existencia indudable. Son percibidos, y por lo tanto existen.

Del País Valenciano no se habla, y por tanto no tiene una existencia real. No somos percibidos, y entonces no existimos. Berkeley, obispo anglicano y personaje extravagante, acertaba mucho más de lo que él mismo pensaba. Si hicieron, entre todos, que el País Valenciano fuera invisible, es porque creían muy sólidamente que es un país inexistente. Los resultados de todo ello, son perfectamente reales, son clarísimos.

EL TEMPS