Somos paisaje

¿Qué está pasando? ¿Por qué este interés que se detecta por doquier por repensar los espacios de la vida cotidiana e intervenir? ¿Por qué este interés por el ‘governo del paesaggio’, tomado una expresión de los colegas italianos que ha hecho fortuna?

Desde mi punto de vista, la razón fundamental es que estamos asistiendo a un cambio de paradigma, en el sentido más amplio de la palabra. Las estructuras materiales e ideológicas clásicas que creíamos infalibles se están resquebrajando, están perdiendo su aura de solidez y de consistencia. Los pilares del sistema de producción y de consumo hegemónicos muestran grietas y el modelo de crecimiento, los valores sociales imperantes, la competencia y el individualismo reinantes se ven cuestionados por nuevas actitudes ante el trabajo, los recursos naturales, los espacios de la vida cotidiana, ante el paisaje. Se reclama una vida más llena de sentido, en la que el individuo sea dueño de su destino, controle su propio tiempo, se alimente de manera más sana y sea feliz. Algo pasa, algo se mueve en los ámbitos cultural, social, incluso ético. Y es este algo, este cambio de paradigma, lo que en buena medida explica esta nueva mirada hacia el paisaje, dirigida ahora, sobre todo, hacia los paisajes de la vida cotidiana.

Nos relacionamos con estos paisajes de manera cada vez más profunda y más integral. Habíamos olvidado demasiado a menudo que la vida es, en esencia y al mismo tiempo, espacial y emocional. Interactuamos emocionalmente y de manera continuada con los lugares, a los que dotamos de significados que retornan a nosotros a través de las emociones que nos despiertan. La memoria individual y colectiva, así como la imaginación, más que temporales, son espaciales, geográficas. Las categorías geográficas básicas que se aprenden en la escuela, o las que utilizamos en nuestra vida cotidiana, conllevan asociaciones emocionales. Experimentamos emociones específicas en diferentes contextos geográficos y vivimos emocionalmente los paisajes porque éstos no son sólo materialidades tangibles, sino también construcciones sociales y culturales impregnadas de un denso contenido intangible, a menudo sólo accesible a través del universo de las emociones. La percepción polisensorial del entorno nos abre las puertas a una interacción aún más profunda con este mismo entorno. Los sentidos son el primer escalón en el proceso de aprehensión del lugar y de su paisaje. Una vez en el segundo escalón, las emociones toman un papel relevante.

Esta nueva mirada se va extendiendo poco a poco y tiene, además, otra gran virtud: la de haber puesto sobre la mesa la noción de bien común. Es cierto que la reflexión sobre el bien común no es nueva. En el ámbito anglosajón, por ejemplo, ya acumula varios años y en algunos países europeos, en especial en Italia, ya ha entrado de lleno en el ámbito de la implementación jurídica y política. Para simplificar, hay que entender el bien común como una tercera categoría, una tercera vía entre la propiedad privada y la propiedad estatal (o pública, a su elección), que no siempre -ni mucho menos- tiene el carácter de bien común. La modernidad instauró un sistema basado en dos polos de poder y de legitimidad opuestos: el del Estado soberano y el de la propiedad privada, presentados como las dos caras de la misma moneda. El peso específico de un polo o de otro variará en función del contexto histórico y geográfico, pero ambos se convertirán en pilares de la retórica moderna, impregnando el imaginario colectivo y anulando todas las formas premodernas de gestión de lo que es común, que tras varios siglos se afanan por volver a flotar, obviamente en un formato diferente.

La restitución de la esencia del concepto de bien común choca de lleno con esta retórica y con todo el corpus jurídico e institucional que de ella se deriva, lo que explica sus dificultades para abrirse camino. Pero lo hará, y lo hará, entre otras razones, porque la crisis actual ha puesto de manifiesto que no era cierto que no hubiera otras alternativas, otras formas de organización y de control social de lo común. Está emergiendo otra narrativa del espacio público y del paisaje basada en la idea de bien común, y esto es una muy buena noticia.

La noción de bien común ha devuelto gracias, en buena medida, a las movilizaciones sociales en defensa del territorio y de los valores de sus paisajes que se han desvelado en las últimas décadas, aquí y en todas partes. ‘Salvem l’Empordà’, que este año celebra los 15 años de existencia, es una muestra exitosa. Me gusta el nombre de la campaña iniciada para celebrar este aniversario: ‘Som Empordà’. De ‘salvemos’ a ‘somos’. Porque, ciertamente, somos paisaje. No ‘tenemos’ un bien común (en este caso, el paisaje), sino que somos partícipes de este bien común; en cierto modo, ‘somos’ parte del bien común. Por eso somos paisaje. Por eso somos Empordà.

ARA