Demasiado partido para tan poca política

Una de las muchas lecciones morales de mi infancia fue la que se resumía con el dicho «quien anda entre miel, algo se le pega». Eran expresiones familiares dichas ante hechos concretos sin ninguna pretensión filosófica, pero que transmitían un pesimismo lúcido sobre la condición humana y a la vez llevaban el consejo implícito de no dedicarse más al negocio de la «miel», por si acaso. Eran lecciones aprendidas por una clase popular castigada por la posguerra, que vivía con una sobriedad digna y honesta, que ascendía -con mucho esfuerzo- hacia una clase media modesta, y que se guiaba por unos principios cristianos asumidos a conciencia y en absoluto por lo que se había llamado «catolicismo sociológico».

Todo esto me ha venido a la cabeza en estos días del juicio por el caso Palau, en el que se tratan dos asuntos muy diferentes, aunque uno se haya beneficiado del otro. Por un lado, se juzga esta condición humana tan propensa a la corrupción, la codicia, sobre todo cuando el dinero circula con facilidad. Los Millet y Montull son tan universales y tan viejos como la humanidad, y que nadie se haga ilusiones: ninguna ley -ni ningún independencia- los podrá detener definitivamente. Por otro, se juzga las consecuencias de la mala financiación de los partidos políticos y de un determinado modelo de partidos.

Más allá de la venganza política por no haber sido sumisos al Estado, este caso explota en la cara de la antigua CDC -tal como lo ha hecho en la cara de otros partidos- porque los que más han gobernado todo tipo de administraciones son los que más miel han revuelto. Quede claro que decir que el origen de todo ello reside en el mal sistema de financiación de los partidos no es una manera de quitar responsabilidades. Al contrario: es quien gobernaba el que tenía en sus manos remediarlo, y no lo hizo. El caso es que los partidos se habían ido convirtiendo en enormes máquinas de ganar elecciones, y los recursos que había que destinar eran desproporcionadamente mayores que su capacidad de obtenerlos de manera honesta. Si se pudiera distinguir entre los gastos dedicados al fomento de la cultura democrática, a difundir su ideario o a estudiar la sociedad que querían gobernar, y los dedicadas a ganar elecciones, seguro que nos encontraríamos con proporciones de 1 a 100 o más.

Que se fuera más o menos astuto a la hora de disimular la fuente de los recursos; que se siguiera el principio de «hecha la ley, hecha la trampa»; si se llegaba a pactos entre «caballeros» -«si yo obtengo una concesión, aunque sea a través de un concurso limpio, entiendo que te he de ayudar a ganar»-; si se creaban empresas de servicios a las que todas las administraciones donde gobernaba el partido compraban las mismas papeleras y bancos de jardín; si personal dedicado al partido se lo alquilaba a la administración; si se obtenían créditos bancarios -más adelante perdonados- que tapaban bocas, ahora da igual. Todo formaba parte de la balsa de aceite -no de un oasis, como alguien había dicho- en donde los partidos flotaban y los más desaprensivos se untaban los dedos. Ahora se juzga el estallido retrasado de esta otra burbuja: la de los partidos políticos que crecieron muy por encima de sus posibilidades, ¡y que acabaron siendo demasiado partido para tan poca política!

Sin embargo, queda una última cuestión por dilucidar, nada menor. ¿Qué pasa con los que estaban allí, ignorando los hechos o mirando hacia otro lado, y en cualquier nivel de responsabilidad? La dedicación a la política es especialmente cruel y casi nunca hace justicia a los sacrificios personales de los mejores. Y estos días lo vemos. No hace falta ser el responsable directo de una mala práctica para saber que cuando estás ante una institución te hacen asumir todo el legado: el propio y el ajeno, el presente y el pasado, el glorioso y el indigno.

ARA