Las víctimas culpables

Ha vuelto a pasar. Como cada vez que, en los últimos lustros, el terrorismo yihadista golpea en Occidente, la reciente ola de atentados en Inglaterra ha dado ocasión a un orfeón de voces políticas, pero sobre todo mediáticas y académicas, para repetir su cantinela clásica: en el fondo, la culpa es nuestra, de los europeos, los americanos, los occidentales. El pasado domingo, en el ‘TN mediodía’ de TV3, esta canción tuvo un tenor de lujo en el islamólogo francés François Burgat, entrevistado en la cadena por segunda vez en cinco semanas.

La doctrina consistente en transferir a las víctimas la responsabilidad por los atentados que las matan, hieren o aterrorizan engloba dos líneas argumentales paralelas. Algunos supuestos expertos ponen más el acento en las «malas políticas de integración» de las comunidades musulmanas en los países europeos, en la «miseria» material o moral y la «marginación» de muchos jóvenes de las ‘banlieues’, en su «desarraigo «, etcétera. Naturalmente, la psicología de cada individuo es un misterio, pero cuesta creer que un joven con raíces en el norte de África o en Pakistán que ha podido beneficiarse de las ayudas sociales británicas o francesas, que ha tenido acceso a una educación pública y gratuita como no habría podido ni soñarlo en su país de origen, tenga razones objetivas, racionales, para lanzarse a asesinar a sus convecinos.

Esta línea tiene una leve variante, que cito con palabras de François Burgat: para poner fin al terror islamista deberíamos abandonar «el rechazo de la alteridad islámica en el seno de las sociedades europeas». O sea, si aceptáramos con entusiasmo el burka, y la subordinación de la mujer, y las leyes de la sharia en general, si lanzáramos por el fregadero el laicismo y la democracia y nos resignásemos al retorno de la religión en medio de la calle y en el centro de nuestras vidas, entonces los muchachos del Estado Islámico dejarían de matarnos…

Sobre todo, el gran argumento de los islamólogos de la clase de Burgat es que los muertos de París, de Niza, de Manchester o de Londres son la respuesta a los bombardeos británicos, franceses o estadounidenses sobre Irak, Siria o Yemen, o son la secuela del siniestro pasado colonial europeo, sin que la adscripción religiosa de los terroristas tenga nada que ver. «No se trata -afirma nuestro estudioso- de combatir los yihadistas, sino de dejar de fabricarlos», porque «nosotros fabricamos estos individuos»; en cambio, «la violencia llamada islámica no viene del islam». «La responsabilidad esencial [es] de los no musulmanes».

Este discurso de exculpación masiva tiene, sin embargo, algunos puntos débiles. Si es la colonización la que ha alimentado la radicalización y el terrorismo, ¿cómo es que no nos atacan terroristas procedentes por ejemplo del Sudeste Asiático o de la mitad sur de África, regiones que también fueron brutalmente colonizadas? Si las bombas que explotan en París o en Manchester son la respuesta a las que caen sobre Raqqa o Mosul -que, por cierto, es exactamente lo que gritaron los asesinos del Bataclan antes de ponerse a disparar-, ¿por qué bombardeos pagan los coptos egipcios masacrados en sus iglesias? ¿A qué ataques aéreos occidentales apoyan los cristianos o los yazidites de Irak víctimas del Estado Islámico? ¿Qué relación tienen con lo que ocurre en Oriente Próximo los habitantes de Mindanao, en Filipinas, liquidados por el simple hecho de no ser musulmanes?

El islamofascismo yihadista tiene causas y explicaciones, naturalmente. Al igual que las tenía el fascismo europeo de los años 20 y 30: las frustraciones y las heridas sociales provocadas por la Primera Guerra Mundial, los narcisismos nacionalistas de Estado, el impacto de la Gran Depresión iniciada en 1929, etcétera. Pero la existencia de estas causas no impidió a los demócratas un poco lúcidos identificar la gravedad del peligro, denunciarlo y combatirlo. Cuando llegó la hora de la verdad, en 1939, a ningún antifascista se le ocurrió, para amansar a Hitler, proponer una revisión favorable a Alemania de las cláusulas del Tratado de Versalles, o devolverle al Reich los territorios perdidos el 1919, o resarcir a Berlín de las enormes indemnizaciones de guerra que había pagado durante los veinte años anteriores, o fascistizando las sociedades británica o francesa como signo de buena voluntad… En 1939 las mayorías políticas e intelectuales entendieron que se trataba de una confrontación a vida o muerte en la que se jugaba la supervivencia de la democracia en Europa.

Pero entonces, o hasta muy poco antes, también hubo partidarios del ‘appeasement’, de la cesión frente al fascismo. Ahora pasa igual: pululan por la academia y por los medios de comunicación un puñado de Chamberlains sin paraguas, figuras que, como François Burgat, tienden por sistema a minimizar los crímenes de Al Qaeda y del Estado Islámico, que son complacientes con Hamás y con los Hermanos Musulmanes egipcios, que se dejan invitar por el régimen saudí… o que, cuando los cadáveres del concierto de Manchester o de los puentes de Londres todavía están tibios, contraprograman hablando del aumento de la islamofobia y el racismo.

ARA