Libre determinación aquí y ahora

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Si no fuera por la seriedad del asunto, resultaría gracioso que la traducción oficial en lengua castellana del right of peoples to self-determination o droit des peuples à disposer d’eux-mêmes sea derecho de libre determinación de los pueblos cuando éste parece un derecho de todo menos libre para los pueblos periféricos del Reino de España. El Gobierno de la nación, española, mantiene que si bien la libre determinación figuraría en el menú de opciones territoriales está restringido a las colonias, mientras que el resto de pueblos estarían a dieta. Poco importa que en otras latitudes se pacten o toleren referéndums de ese tipo, como han hecho más de cincuenta naciones desde mediados del siglo XX, o que el Estado haya ratificado varios pactos internacionales que codifican la libre determinación de los pueblos. Tampoco parece pertinente sacar a colación que poco menos de 200 estados se libre determinan ahora mismo mediante el ejercicio de sus soberanías. Frente a eso, se nos recuerda que las llamadas nacionalidades ya ejercen su autodeterminación de forma interna, sea en las Cortes o en las cámaras autonómicas.

La mayoría de catalanes votaron afirmativamente en el referéndum sobre la Constitución de 1978. Poco tiempo después, en 1979, ratificaban el Estatuto de Autonomía que consolidaba la recuperación de la Generalitat en 1977, con el retorno del president Tarradellas del exilio. En aquellos tiempos, el profesor Cruz Villalón, que luego fue presidente del Tribunal Constitucional (TC), ya advirtió del carácter inconcreto del modelo territorial español, sin mecanismos propios de cualquier federación (concepto ausente excepto para prohibirlo, artículo 145.1). Un modelo que el jurista definía como estado unitario sustancialmente centralizado que contemplaba el derecho a la autonomía, el ejercicio del cual se sabía dónde empezaba pero no dónde acababa.

Pues bien, para muchos catalanes el viaje del ejercicio del derecho a la autonomía (o de la autodeterminación interna) terminó con el intento de dotarse de más y mejor autogobierno dentro de un marco constitucional intocable durante más de tres décadas. Las fuerzas políticas catalanas se emplearon a fondo en el desarrollo, negociación y ejecución autonómicos. Los pactos autonómicos de 1981 y 1992, firmados por los partidos estatales, buscaban cerrar el modelo territorial interpretando de forma centralista el consenso constitucional. Alguien creyó, incluso en Catalunya, que la generalización territorial de la autonomía y su implementación sin mecanismos institucionales de poder compartido, ni asimetrías significativas para acomodar las minorías nacionales, podrían sujetar la ciudadanía catalana a largo plazo. En la primera década de este siglo, tras una mayoría absoluta conservadora y una situación claramente insatisfactoria, Catalunya decidió reformar el Estatuto de 1979.

Pero, en 2010, después del rechazo del TC a los aspectos principales del nuevo Estatuto en su conocida sentencia 31/2010 (definición nacional, financiación, competencias, lengua, justicia, proyección exterior) sobre un texto ya negociado en las Cortes pese las promesas del presidente Zapatero (“¡Apoyaré…!”), se ha impuesto la vía de la autodeterminación externa en Catalunya. Cabe recordar que, sin menospreciar la autonomía conseguida, el Parlamento catalán había aprobado varias resoluciones y mociones favorables a la titularidad del derecho de autodeterminación en 1989, 1991, 1998 y 1999. Un derecho que ya figuraba en las demandas de la oposición democrática organizada entorno la Asamblea de Catalunya en los años de la Transición. La rotura del pacto estatutario de mínimos, aprobado en el Parlamento catalán en 2005, negociado y aprobado en las Cortes y ratificado en referéndum en 2006, haría resurgir una demanda que había permanecido bajo el manto autonomista.

Entre 2012 y 2015, la mayoría parlamentaria favorable a decidir el estatus político de Catalunya y el gobierno del president Artur Mas ensayaron varias vías legales y políticas para realizar una consulta e incluso llegaron a organizar el proceso participativo del 9 de noviembre de 2014 por el que Mas y varios miembros de su ejecutivo han sido ya condenados a multas y penas de inhabilitación. El Gobierno y el Parlamento sostenían sus demandas sobre una movilización popular sin precedentes, muy activa desde 2006, que precedió al soberanismo gubernamental organizando plataformas ciudadanas, manifestaciones y consultas locales sobre la independencia.

Es sobre esos tres pilares: Gobierno, Parlamento y legitimidad democrática que el president Puigdemont ha presentado la propuesta de ley de referéndum de autodeterminación para votar sobre el futuro de Catalunya el próximo 1 de octubre. Lo hace con una mayoría menos sólida de la que disponía el presidente Artur Mas en su estrategia centrada en la consulta, 72 diputados sobre 135, pero sabiendo que el status quo, una Comunidad Autónoma del Reino de España, tampoco agrada a parte de la oposición catalana. El Gobierno actual persigue convertir Catalunya en un Estado independiente desde las elecciones del 27 de septiembre de 2015 mediante un proceso vinculante, no consultivo.

Se trata de una iniciativa política fundamentada en el principio democrático, complemento ineludible para la determinación del estatus político de cualquier pueblo. Pero también se fundamenta en una conclusión empírica, fruto de la experiencia política contextual: no existe libre determinación dentro del marco constitucional actual, ni siquiera en lo que el Estatuto define como competencias exclusivas. Pero tampoco parece posible dentro del esquema político de subordinación de quienes proponen actualizar el Estado autonómico, véase la Declaración de Granada del PSOE, en base a modelos uninacionales como Alemania. ¿Qué garantías ofrecería abrir un proceso de reforma constitucional con las mayorías políticas actuales?

Así, el ejecutivo catalán se dispone a cumplir el mandato parlamentario llamando la ciudadanía catalana a responder una pregunta concreta y vinculante: “¿Quiere que Catalunya sea un Estado independiente en forma de república?”. En caso de obtener un resultado afirmativo, entraría en vigor la llamada “ley fundacional y de transitoriedad” que llevaría a Catalunya a constituirse en Estado y, a su vez, iniciar un proceso para redactar una Constitución catalana. En caso de obtener un resultado negativo, los catalanes volverían a ser llamados a las urnas, esta vez para elegir un nuevo Parlamento autonómico.

Es una incógnita si el Estado se inhibirá en el referéndum, como ocurrió con el proceso participativo de la legislatura pasada cuando 2.305.290 catalanes acudieron a las urnas, o si por el contrario optará por llevar hasta el extremo su estrategia represiva ya sea mediante el TC, la Ley de Seguridad Nacional, el artículo 155 o un estado de excepción. Pase lo que pase en otoño, y a diferencia del 9 de noviembre, la convocatoria de referéndum y sus consecuencias serán relevantes en términos institucionales y políticos. Harán falta soluciones más imaginativas que el Código Penal para acomodar una libre determinación que ha venido para quedarse.

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