Madrid y los Países Catalanes

Este fin de semana leí un artículo de Luis Racionero en La Vanguardia que ilustraba bien la fuerza que todavía tienen los discursos tontorrones sobre el Estado español y el conflicto entre Madrid y Barcelona. Racionero, que hace años, antes de ser director de la Biblioteca Nacional de España, había publicado libros de interés, se despachaba contra el centralismo de Madrid con una visceralidad y unos argumentos que parecían sacados de la cómoda del bisabuelo.

Como si fuera Mañé i Flaquer, un periodista del siglo XIX domesticado por el exilio y la censura, Racionero recordaba que Madrid fue idea del «neurótico Felipe II» y se lamentaba de que la monarquía hispánica no hubiera decidido poner la capital «en Barcelona, Sevilla o Lisboa». El escritor denunciaba que el centralismo español «es una aberración» y recordaba que la mayor parte de la riqueza del Estado «se produce en la costa Mediterránea.»

El artículo reivindicaba una supuesta «España periférica» citando un pasaje del epistolario entre Unamuno y Ganivet, como si mientras tanto no hubiera habido dos dictaduras y una democracia pervertida por la tensión histórica entre España y Catalunya. Parece mentira que después de tantos siglos y desgracias todavía cueste entender que el sistema de humillaciones que mantiene la unidad del Estado no tiene nada gratuito.

Mientras Catalunya no sea un Estado independiente, Madrid no tendrá incentivos para desmontar el sistema de relaciones que le ha permitido mantener la hegemonía peninsular durante cuatro siglos. Al contrario de lo que Germà Bel defendía en su famoso libro España capital París, el centralismo madrileño es ahora más natural que nunca, en un mundo que regala cada vez más poder político en las ciudades y a la vida urbana.

La legitimidad que Racionero cree que Madrid ganaría si diera cuerda a la España periférica, que dice él, a la larga significaría la destrucción de la capital del Estado. Por eso no ha habido manera de articular la península sobre bases democráticas o de eficiencia económica. Y también por eso cada vez que la libertad da fuerza a Barcelona, los discursos sobre la unidad de España se colapsan.

Si la burocracia española impulsara las conexiones de Barcelona con el País Vasco, Valencia y Lisboa, en pocos años Madrid se convertiría en una especie de Brasilia. La red ferroviaria radial que tanto se ridiculiza tiene todo el sentido del mundo si Madrid quiere proteger su fuerza de mando ante las tendencias centrifugadoras de la geografía estatal.

Barcelona y Madrid no tienen la misma relación que Washington y Nueva en York, porque no pertenecen al mismo país. En el siglo XIX y XX, la independencia de Catalunya habría aislado la capital española de los circuitos comerciales, y es lógico que Castilla se opusiera a ella con uñas y dientes. Ahora, con la globalización y la articulación del espacio europeo, Madrid sólo se juega perder unos privilegios que obligarían la ciudad a intensificar las dinámicas creativas para no quedar descolgada de la carrera global.

Ahora que la independencia no tiene los costes de otras épocas, da un poco de grima ver cómo el unionismo busca disfraces nuevos a problemas viejos. Después de años de destrucción del eje mediterráneo amparada por los partidos españoles y por la misma Constitución, parece que el unionismo trata de dar aire a la vida económica y cultural del País Valenciano para disolver el independentismo en una especie de pancatalanismo autonomista y de izquierdas.

El llamado eje mediterráneo que reivindicaba Racionero no deja de ser un eufemismo para designar la articulación de los Países Catalanes que el Estado se ha dedicado a dinamitar sistemáticamente desde hace más de cuatro siglos. Si Catalunya se independiza arrastrará Valencia y Mallorca a su órbita, y Madrid y las ciudades castellanas deberán espabilarse. Si no, el mediterráneo volverá a pagar el precio de la crisis europea como ya lo ha pagado desde el siglo XVIII con cada descalabro continental.

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