Garantizar garantías

El discurso de los partidarios de que Cataluña continúe dependiendo de España y, por tanto, que no tenga la última palabra sobre su presente y su futuro, se basa en un uso patrimonial y restrictivo de la idea de democracia, según el cual figura que los demócratas son los que nos niegan el derecho a votar y, contrariamente, los adversarios de la democracia son aquellos que quieren poner las urnas para que los ciudadanos votamos y expresamos nuestra opinión sobre nuestro futuro y no sobre el futuro de los demás. Hay un uso perverso de las palabras y los conceptos, así como una hipocresía torpe a la hora de defender las posiciones anticatalanas, con una utilización tan perversa de las palabras que supera con creces el juego de los disparates. Así, llama la atención como las fuerzas políticas contrarias al referéndum se rasgan las vestiduras por el hecho de que el Parlamento haya adoptado un sistema de tramitación parlamentaria excepcional. La protesta podría tener cordura, si no fuera que este mismo sistema lo utilizan también las cortes españolas, el Parlamento Europeo y catorce de los diecisiete parlamentos autónomos que hay en España. Esta impostura farisaica pone al descubierto cómo, en realidad, aquellos que no quieren que votemos, porque prefieren que España siga decidiendo por nosotros, no están propiamente en contra de un procedimiento que utiliza todo el mundo en sus respectivas cámaras parlamentarias, sino en contra del objetivo por el que han supuesto que se ha hecho la reforma del reglamento del Parlamento. Mienten, pues, cuando dicen que el problema es el método -que también debería serlo cuando ellos lo emplean en otros parlamentos- sino la finalidad para la que la reforma en cuestión será utilizada y que permitirá la convocatoria oficial y legal del referéndum de autodeterminación.

Buena parte de la retórica de las últimas semanas se ha basado en la reivindicación, en principio lógica y sensata, de reclamar todas las garantías democráticas para la celebración del referéndum para que, de este modo, reúna todos los requisitos que lo hagan no sólo legítimo, sino también legal, por lo que tranquilice a la opinión pública nacional e internacional. Es decir, que haya un censo electoral oficial, una junta electoral que funcione con normalidad como en cualquier otra votación, que las mesas se constituyan con ciudadanos anónimos por sorteo y en los colegios electorales habituales y que se haga un recuento fiable de los votos, con presencia de los partidarios de las diferentes opciones posibles. Pero hacen nuevamente trampa al reclamar garantías a quien no corresponde de darlas. No es el gobierno catalán, sino el español, el único que tiene los instrumentos imprescindibles para dar la totalidad de garantías que se reclaman. En cambio, sin embargo, nadie exige al gobierno de España, a su presidente, a su vicepresidenta y cada uno de sus ministros y su delegado en Cataluña que aseguren todas las garantías imprescindibles para un referéndum democrático, ya que son ellos los únicos que pueden hacerlo. Muy conscientemente, se dirigen al destinatario equivocado -el Gobierno y el Parlamento de Cataluña-, al que cargan todos mochuelo de las posibles insuficiencias. Y saben, perfectamente, que el único que puede dar las garantías no las dará porque no le conviene, ya que no tiene miedo de la pregunta, sino de la respuesta afirmativa a la independencia que puedan dar los catalanes en referéndum.
Al mismo tiempo, descalifican y descalificarán el índice de participación en la consulta, presentándolo como un desinterés de los ciudadanos por este tema, incluso, pues,  deslegitimando su resultado. Nuevo gesto de cinismo profesional, ya que los partidos dependentistas llaman a los ciudadanos a no participar en la votación y hacen, por tanto, boicot activo al referéndum para poder acusar de participación baja, después, los partidarios del sí, quizás en porcentajes inferiores al 50% del censo electoral. En lugar de asumir con valentía la defensa pública de sus posiciones contrarias a la independencia, se atrincheran, cobardemente, en una llamada a la no participación, incapaces de tener el coraje democrático de someter su posición a consulta libre por parte de los ciudadanos. Si tan seguros están de la hegemonía social del no a la independencia, ¿por qué no son valientes y aceptan que sea la gente quien lo decida, en vez de esconderse tras el bloqueo activo y el descrédito constante del referéndum? Hablando de porcentajes y participación baja, no está de más recordar que en el referéndum sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña, el 18 de junio de 2006, la participación fue del 48,85% del censo electoral y, en consecuencia, la mayoría de catalanes no fue a votar y, sin embargo, esta ley se encuentra en vigor.
Por otra parte, en la fase final de los procesos de emancipación nacional, las fuerzas políticas se comportan más acorde con su posicionamiento nacional que propiamente de clase social o de ideología o, en todo caso, apoyan o bien al mantenimiento de la situación existente, siempre desfavorable a los intereses de la nación sin Estado, o bien se esfuerzan por cambiar la situación. Dicho de otra manera, encontraremos gente conservadora partidaria de la independencia y gente pretendidamente de izquierdas, revolucionaria y todo, que sostendrá todo lo contrario. El sentimiento nacional pesa tanto como el deseo de cambiar las cosas o bien de no modificar la correlación de fuerzas. Es así como se pueden encontrar fuerzas de izquierda revolucionaria junto a liberales, conservadores o democristianos a favor de la independencia, y socialistas o gente de izquierda alternativa formando junto al más carca, reaccionario y retrógrado que se pueda encontrar bajo el sol de España. Y, por encima de los sentimientos o los orígenes, habrá catalanes de derechas y de izquierdas que querrán continuar dependiendo de España porque ellos se benefician ya que pertenecen a las élites privilegiadas (económicas, políticas y mediáticas) que hacen negocio con la dependencia. Asimismo, no serán pocos los ciudadanos de cultura y sentimiento españoles que irán a votar sí, desde el convencimiento de que una Cataluña independiente garantizará un futuro de más calidad de vida (material, democrática y cultural) para ellos y sus hijos. Serán, justamente, los mismos que no sacan ningún rédito de la pertenencia a España, por no pertenecer a sus élites extractivas, y sí que sufren en primera persona todas las adversidades de la dependencia por el hecho de vivir y trabajar en Cataluña, como por otra parte la mayoría de catalanes.
En 1990, los parlamentarios contrarios a la independencia de Letonia abandonaron la cámara en el momento de la votación sobre esta materia y España dijo que nunca la reconocería. Hoy, España tiene una magnífica embajada, en un edificio céntrico de Riga. Y, en 2008, cuando el parlamento de Kosovo votó a favor de que el futuro del país fuera independiente -y no dependiente de Serbia-, los diputados proserbia estaban ausentes del parlamento por no participar en la votación y desacreditar así la decisión, intentando disminuir el impacto internacional ocasionado por la victoria parlamentaria de la propuesta independentista. Los partidos catalanes que han hecho y harán de serbios o de prorrusos, pues, no han inventado nada. Y hoy, nueve años después de haberse proclamado independiente de manera unilateral, Kosovo es reconocido por 111 de los 193 estados miembros de ONU, salvo Serbia, Rusia, Grecia, Rumania, España, Argentina, Brasil o Sudáfrica, entre otros. El suyo ha sido un camino difícil y las semejanzas con Cataluña son escasas, pero la tenacidad y la firmeza de los pueblos en busca de su libertad nacional siempre acaban imponiéndose al insulto, al desprecio, a la amenaza y al uso fanático de la fuerza, por insalvables que puedan parecer. No hay que perder, finalmente, de vista que exhibir los diputados banderas en un parlamento, hacer gestos de protesta con las manos un grupo de diputados o abandonar el hemiciclo, es un comportamiento absolutamente marginal, indicativo de su convicción de derrota parlamentaria. Es decir, los que se van del Parlamento para no tener que votar, o bien al protestar con prácticas de impotencia, expresan que actúan de esta manera porque, si votan, lo que ellos defienden pierde. En resumen, porque son minoría frente a la mayoría parlamentaria que quiere y defiende otra posición. Y lo saben …

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