UE, la nueva desafección

Es evidente que sólo puede decepcionarse de algo el que, antes, le ha ilusionado o bien ha puesto en ellos dosis importantes de confianza. Hasta hace no mucho más de un par de semanas, en nuestro país, el europeísmo era un rasgo definitorio de nuestros valores colectivos y, pues, en cierto modo, una especie de característica nacional de los catalanes, en contraste con una cierta tradición, en sentido contrario, en España. Ya en 1982, el primer gobierno de la Generalitat recuperada fundó el Patronato Catalán Pro Europa, con el fin de promover y coordinar actividades de información sobre la Unión Europea, desde la perspectiva de los intereses generales de Cataluña. Hasta cuatro años después, el 1 de enero de 1986, no se produjo el ingreso de España en la UE, que entró junto con Portugal. De siempre, sin embargo, era un lugar común, en la península que los avances de todo tipo (científicos, culturales, tecnològices, deportivos), en definitiva, la modernidad europea, tenia en Cataluña la puerta de entrada. No creo que, de hecho, esta conciencia de los catalanes de ser europeos y de formar parte de Europa haya retrocedido mucho, sin embargo. Otra cosa, sin embargo, muy diferente, es la convicción de que la Europa que queremos, sea, precisamente, la UE actual. Y hay que recordar que el europeísmo catalán se fundamentaba en razones positivas de tipo cultural y político, más que económico, a menudo desde la creencia de que, cuanto más Europa, menos España.

Salvo la izquierda claramente anticapitalista, la mayoría de la sociedad catalana había sido siempre proeuropea y pro UE. Décadas después, la Europa que ha construido la UE es muy poco atractiva para la ciudadanía y, por más que nuestra cotidianidad venga determinada, mayoritariamente, por su normativa, para buena parte de la gente la UE es la que se ‘ocupa del euro, la banca, las finanzas, los mercados, las medidas de austeridad, una política sin alma ni rostro humano, con una arquitectura institucional y administrativa descomunal, muy lejos de aquella Europa que soñábamos y que hacíamos nuestra. Me refiero a la Europa referente mundial de la democracia, los derechos humanos, la libertad, el asilo político, la cultura, la educación, la investigación científica, el combate por la paz, el respeto al medio ambiente o la acogida de población desplazada per calamitades naturales, misèria, terrorismo y guerras. Esta Europa de la UE no es la de los pueblos y de los ciudadanos, la de las personas, sino, sólo, la de los estados, cuyo nacionalismo no quiere traspasar soberanía al conjunto europeo y mantiene un parlamento sin las funciones más importantes de toda cámara parlamentaria democrática. Es una Europa que, más allá de la retórica unitaria, sobrevive en la cohabitación de legalidades y prácticas distintas, por parte de los diversos estados, en aspectos esenciales: inmigración, fiscalidad, seguridad, defensa, lucha antiterrorista, sistema financiero, etc. Es la Europa que estranguló el pueblo griego, de forma inflexible. Que es cobarde con gobiernos xenófobos como el húngaro o el polaco. Que tiene la indecencia de callar ante la dictadura turca, a la que mantiene económicamente para que haga de muro de contención de la oleada migratoria protagonizada por los refugiados que escapan a la desesperada del terror de estado islámico, mientras continúa el genocidio a los kurdos y todavía no ha reconocido nunca lo que hizo contra el pueblo armenio. Esta Europa inhumana e insensible es una verdadera vergüenza.

Como si todo esto fuera poco, la actitud oficial de la UE ante la represión violenta española contra el pacífico pueblo de Cataluña ha desvelado, de repente, muchas conciencias. A un ritmo creciente, catalanes de todas las ideologías, no necesariamente anticapitalistas en absoluto, están desconectando emocionalmente de esta Europa, a la misma velocidad que han ido desconectando de España y manifestándose su desafección. Hay que ver la chulería, tan española, del portavoz europeo, no respondiendo a las preguntas de indignación de los periodistas ante lo ocurrido en Cataluña, ha encendido muchos ánimos. Una Europa así no puede ser nuestra.Y la última iniciativa del Consejo Europeo, frenando la independencia de Cataluña a cambio de un escenario de negociación que no aparece por ninguna parte, da la impresión del último timo europeo, si no es que, inesperadamente, alguien entra en escena de forma efectiva, a nivel internacional. Europa hace con nosotros lo mismo, exactamente, que antes había hecho también con los nuevos estados bálticos y balcánicos.

Lo que hace sólo unos meses podría ser visto como una tragedia -no pertenecer a la UE- ahora ya no es así y no son pocos los que lo preferirían. Por ello se entiende perfectamente, pues, la afirmación de que la independencia de Cataluña puede ser un problema para Europa. No tanto porque pudiéramos quedarnos fuera -que a estas alturas no sabría muy mal a mucha gente- sino porque, perdido el Reino Unido por otros motivos, España quebraría sin Cataluña, probablemente debería ser rescatada, y nosotros podríamos servir de referente para otros países de dimensiones similares al nuestro, ahora en la UE, descontentos con su rumbo y con la lejanía y la frialdad de sus políticas y con intereses similares a los nuestros. En este contexto, no está de más pensar que, en una Cataluña independiente, el primer referéndum que deberíamos hacer es si nos conviene o no ser Estado miembro de la UE. La puerta de la Asociación Europea de Libre Comercio, más conocida por sus siglas EFTA, en inglés, parece estar abierta para nosotros y no debe temer ningún veto español, porque España no pertenece a ella. Estar en la misma entidad internacional que países tan prósperos, avanzados y civilizados como Suiza, Noruega, Islandia o Liechtenstein, no parece una mala idea. Sobre todo porque son, justamente, los países que suelen encabezar los índices mundiales de bienestar material, democrático y cultural. Y, no es un detalle menor, porque también son Europa, aunque no sean UE.

EL MÓN