Ética, política, nación

En 1912, hace, pues, exactamente un siglo, Max Weber redactó dos textos fundamentales sobre el tema del Estado y la nación: «Relaciones de comunidades étnicas y comunidades políticas», textos que diez años más tarde aparecerían como capítulos en la edición póstuma de «Wirtschaft und Gesellschaf» («Economía y sociedad»), de 1922. Weber, como buen sociólogo, observador metódico y racionalista sistemático, tenía muy claro que las creencias y la construcción de la realidad social iban íntimamente unidas, y que al hablar de la existencia de los pueblos o naciones, la conciencia o creencia que ellos mismos tienen del asunto es tan importante, o más, que los hechos efectiva o supuestamente objetivos que la fundamentan. Que las naciones o pueblos son una construcción histórica y social, y que toda patria es una idea compartida, una imagen, una proyección, un relato o una creencia, es algo que no debe descubrir nadie, a estas alturas: hace un siglo, o más, que la sabemos. Lo que no afecta para nada a la existencia de las patrias, pueblos o naciones, justamente porque no son realidades naturales sino sociales, o culturales, o políticas, o todo a la vez. Yo mismo, si me disculpan la inmodestia, defendí suficientemente ideas como éstas, hace más de un cuarto de siglo, en un libro (quizá demasiado breve) que llevaba como título irónico y buscado «Crítica de la nación pura». Porque la «nación pura» no existe.

Los pueblos, las naciones, afirmaba Max Weber hace cien años, pueden distinguirse o definirse de muchas y variables formas, pero son «naciones» en tanto que poseen o aspiran a poseer, como tales, un espacio político propio. El concepto de nación puede ser perfectamente ambiguo, pero el de Estado, para el pensamiento sociológico y político, no lo era nada: era lo que era, el ámbito privilegiado del poder. Weber, en todo caso, no puede ser más explícito, en esta materia: «En la medida que encontramos tras la significación claramente ambigua de la palabra [nación, nacionalidad] un hecho colectivo, este hecho radica de manera obvia en la esfera política. Un concepto como el de nación sólo lo podríamos definir así, más o menos: «es una comunidad de sentimiento, cuya expresión más adecuada sería un Estado propio, y que, por tanto, muestra normalmente la tendencia a lograrlo». Y no sería muy atrevido, creo, anotar que esta «comunidad de sentimiento» o se manifiesta en el orden político o difícilmente se consolidará como tal comunidad. Lo que saben perfectamente todos los ideólogos, dirigentes o simples participantes activos de cualquier «nacionalismo».

El resto, es decir las bases históricas, culturales, étnicas, místicas o simbólicas de la «comunidad nacional», pertenecen al orden de unos «componentes causales» que oscilan entre la realidad de los hechos comprobables, el inagotable campo de la metáfora o la variable correlación entre los accidentes y la sustancia, entre la economía y el «espíritu nacional», entre la geografía y los héroes con nombre de calle y monumento en las plazas, entre los himnos y las conmemoraciones, entre las lenguas y las banderas, e incluso, cuando es el caso, entre la religión y los agravios históricos recordados. Todo vale para «construir» o consolidar, o promover o defender, una nación: cualquier cosa vale (idioma, historia, presión tributaria, cabreo, victimismo, triunfalismo, cultura popular, literatura…) cuando se convierte en materia política, en el sentido más extenso de la palabra política o, si puede ser, en su sentido más estricto, que es la ocupación y uso del poder en un ámbito autónomo.

Otra cosa es si este ámbito autónomo de la «nación-con-poder» debe ser necesariamente un Estado entendido como radicalmente independiente y perfectamente soberano, o si alguna forma de Estado y alguna forma de no-dependencia pueden ser suficientes y satisfactorias para las «necesidades» de la nación. Pero el principio parece invariable: es una cuestión de derecho, y es una cuestión de «punto de gravedad» interno y no externo, en expresión de Rovira i Virgili. El cual, por cierto, cita como fuente de autoridad unas palabras de Valentí Almirall, exactas y lapidarias: «Si nos detenemos en un punto que no llega a la separación, no es porque no tengamos derecho, sino porque no creemos que sea conveniente usarlo». El derecho está, pues, tanto si lo usamos como si no: un derecho político, el derecho a un Estado. Y eso es justamente lo que no será reconocido nunca -ni hace cien años, ni ahora mismo- por la nación que ocupa el poder dominante en el Estado inclusivo, y que se ha definido ella misma como nación delimitada por este Estado y coincidente con este Estado. En definitiva, la libre federación de naciones iguales para constituir un estado plurinacional común (como Rovira i Virgili, en los momentos más optimistas, habría querido en la «Federación Hispánica» o Ibérica) es un bello ideal que, justamente, nunca ni en ninguna parte ha pasado de bello ideal, y difícilmente lo veremos en la belleza de los hechos.

Más belleza todavía hay, y ésta sí que es posible, en la sumisión del nacionalismo a la ética y a la humanidad, por ejemplo en el pensamiento de Tomás Masaryk, padre de la patria checa, y con ideas y palabras tan esenciales y simples como éstas: que el conjunto de las naciones del mundo forma la humanidad; que cada persona debería alcanzar el ideal ético de ser verdaderamente un hombre, que la nación es una cuestión de conciencia y que, como dice otro ideólogo checo, Havlicek, «ante todo, uno debe ser diligente, culto y honrado, y sólo después puede empezar a pensar en ser un patriota»; que partiendo del nacionalismo como ética acabamos pidiendo el reconocimiento jurídico de una nación. Ya lo escribió Masaryk mismo en 1905, también con palabras muy simples: «El sentimiento y el pensamiento nacionalista evolucionan. El nacionalismo no es ni mucho menos un concepto superado, al contrario, su evolución está empezando». Ahora, más de un siglo después, la evolución continúa, en efecto, y no sabemos muy bien hacia dónde. En todo caso, el conocimiento de la historia, la lectura reposada, y la reflexión, son seguramente, la mejor defensa contra tanto estruendo y tanta polvareda, tanta ignorancia y tanta mala fe que nos rodean cada día a los que a pesar de todo , y mucho más por ética que por mística, hemos asumido la delicada tarea de promover para nuestro país la medida justa de «nacionalismo» que otros le niegan en injustísima medida. O así lo vemos algunos, mientras procuramos ser diligentes, cultos y honrados, y sólo después patriotas.

EL PUNT – AVUI