El mundo, un engaño convincente

Los humanos somos una especie extraña. Cuando reflexionamos sobre el mundo nos damos cuenta de que la realidad que creemos captar por medio de nuestros sentidos y conceptos está, de hecho, muy alejada de lo que nos ofrecen la ciencia y la filosofía del lenguaje actuales. Estas últimas nos informan que los paisajes creados por nuestros cerebros son espejismos surrealistas, aunque magníficos, eso sí. Vivimos en medio de una alucinación permanente. N.F. Simpson decía que «la realidad es una alucinación creada por la falta de alcohol». Pues bien, no se equivocaba mucho. Sólo lo hacía en el hecho de que «el alcohol», lo queramos o no, lo llevamos incorporado permanentemente en los circuitos de nuestros cerebros.

 

La imagen que nos da la física actual del mundo contrasta con las ideas espontáneas que tenemos, por ejemplo, sobre las formas y los colores de los objetos, o sobre el espacio y el tiempo. Tendemos a pensar que el espacio y el tiempo son dos entidades distintas, dos aspectos disociados. Sin embargo, desde la teoría general de la relatividad de Einstein (1916) sabemos que esta disociación se debe a que la velocidad de la luz es muy grande comparada con la de los ritmos humanos. Para nosotros, 300.000 kilómetros por segundo es, efectivamente, una velocidad muy rápida. Sin embargo, a escala astronómica, la luz va a paso de tortuga. Como es sabido, ésto hace que debido a las grandes distancias del Universo, la luz que emana de las diferentes estrellas, galaxias y otros cuerpos estelares tarde mucho en llegarnos. La consecuencia es que el Universo que vemos es muy «antiguo». La luz aporta noticias muy viejas. Tal como señala H. Reeves, si un observador situado en un planeta de la galaxia de Andrómeda -situada sólo a unos 2 millones y medio de años luz de nosotros- enfocara ahora su telescopio hacia la tierra, lo que vería sería la vida de los homo habilis. Lo que vemos siempre es pasado, ya esté cercano o muy alejado de nosotros. Así, cada uno de nosotros se convierte en la punta de la flecha de su tiempo subjetivo.

 

También creemos que los cuerpos son sólidos, cuando la ciencia nos dice que todo está hecho de partículas subatómicas en un mundo básicamente vacío. Pero nosotros captamos la realidad como si fuera un continuo. Además, la física cuántica nos dice que las partículas también son ondas que interactúan con ellas mismas (superposición), y que colapsan cuando las observamos, aunque vengan de galaxias muy lejanas (Wheeler). Cuando este colapso implica a dos partículas, vemos que están imbricadas aunque estén separadas por años luz de distancia (entrelazamiento). Y las magnitudes físicas no tienen un valor definido independiente de la observación (Bell, Aspect). Nosotros podemos pensar que somos ‘realistas’, pero la realidad no lo es.

 

La imagen física del mundo es a la vez puntillista y fantasmal, ondas-partículas sin valores definidos dentro de la inmensa discontinuidad de un ‘casi nada’ en expansión acelerada. Las figuras que vemos en el cuadro son sólo aparentes. El mundo en que creemos vivir es un engaño convincente.

 

Pero, a pesar de todo, más o menos nos entendemos, gracias a un malentendido querido. Un malentendido que la filosofía del lenguaje ha entrevisto cuando nos advierte de la inevitable distancia que siempre hay entre «las palabras y las cosas». Nos lo dice G. Steiner en ‘La poesía del pensamiento’: «Las risas son también lingüísticas».

 

El lenguaje constituye uno de los elementos que más caracterizan a los humanos. Pero, se ha dicho, con razón, que el simple hecho de hablar ya es una exageración. Casi siempre captamos el mundo a través de las gafas de nuestros lenguajes, que siempre son abstractas pero que casi nunca son neutras o transparentes. Nos permiten hablar de muchas cosas, pero también a menudo nos las ocultan. Es difícil expresar lo que no conocemos, pero también lo es expresar lo que conocemos después de Heisenberg y Wittgenstein. Aunque callando no llegamos más allá, más bien al contrario.

 

Uno de los atractivos de autores como Shakespeare, Berlin o Hegel es que nos hablan mucho más de cómo es el mundo que de cómo debería ser. Y en lo que dicen siempre hay un fuerte ingrediente de escepticismo. El carácter de los hombres depende de sus acciones, que están basadas fundamentalmente en emociones (Shakespeare), la razón y los valores juegan un papel al lado de las emociones, pero la razón sabe que los valores luchan a menudo entre ellos, sin posibilidad de síntesis armónicas (Berlin), las acciones, la razón y los valores dependen de las instituciones políticas que construimos (Hegel). Son autores recomendables para tiempos complejos.

 

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