Sobre el mundo y las naciones, I

Observando con un poco de atención el paso de esta primera docena de años 2000 que acaba de concluir, se puede constatar sin dificultades que la entrada en el nuevo siglo y nuevo milenio (lo anoté aquí mismo hace algunos años, y lo repetiré ahora más extensamente) nos ha sorprendido en un mundo sin modelos o proyectos colectivos asumidos por grandes sectores de la humanidad como interpretaciones del presente y visiones del futuro, sin una visión de la sustancia de las civilizaciones (por ejemplo, la nuestra), de las clases sociales, de las formas de vida: ¿cuál es ahora la forma del mundo y del futuro, cuáles son los proyectos con vocación universal, si es que lo hay?

 

Las sociedades, la gente, las masas infinitas de personas de extremo a extremo de este planeta, viven en medio de una confusión cotidiana de millones y millones de mensajes, de miles de noticias-impacto, de conceptos generales asociados a cada hecho puntual, de modelos dispersos y a menudo contradictorios. El curso presente de la historia, por tanto, en la mente y en la visión de los ciudadanos pasivos o activos, ¿está definido por el terrorismo organizado a gran escala, por la crisis financiera y social de muchos países de Europa, por el ascenso del poder de China, por los choques entre pueblos-religiones-estados, por eso que llamamos la globalización, por las catástrofes naturales o económicas, por los terribles conflictos africanos, por las empresas multinacionales, los integrismos religiosos, por el éxito de las diversas irracionalidades neosectarias, o por las muchas noticias positivas que también son reales y que leemos cada día sin saber dónde ponerlas…?

 

La confusión es perfecta, en buena medida, porque los conceptos-categorías clásicos, que ayudaban a interpretar la realidad, han perdido validez referencial: categorías como Estado-nación, racionalidad política, soberanía, socialismo, democracia activa, liberalismo humanista, etc. quizás ya no se transforman en modelos atractivos y conscientemente aceptados. Incluso el modelo de sociedad que se supone dominante (¿pero lo es, en el conjunto del planeta?), el Estado-nación definido como espacio democrático, duda de la propia existencia en plenitud, de su realidad soberana. Comenzando en la misma Europa que lo inventó hace más de dos siglos. El Estado-nación surgido de la Revolución francesa representaba, en cierto modo, la transferencia del poder absoluto del monarca (ejemplarmente aplicado por los Borbones) al poder absoluto encarnado en el pueblo. «Soberanía nacional» significaba eso: que por encima de la nación constituida en Estado no podía haber nada ni nadie. Que el poder del Estado era tan absoluto como antes el poder del monarca.

 

Concepto que, por desgracia, todavía dura. La realidad, en cualquier caso, es que los tres grandes proyectos de los siglos XIX y XX parece que se han convertido en problemáticos: el capitalismo con bienestar social, la sociedad socialista, y el nacionalismo clásico (que implica Estado propio, soberanía sin condiciones, supremacía de la nación). El primero se encuentra en peligro de disolución, o al menos de sufrir recortes que lo deformarán mucho tiempo. El segundo, al menos en su versión realmente aplicada, parece que ha pasado a «la poubelle de l’histoire». El tercero, en la mayor parte de los casos, va perdiendo lentamente eficacia, abocado a todo tipo de uniones y organizaciones llamadas, precisamente, inter o supranacionales. Por otro lado, sin embargo, es igualmente cierto que, en este desorden de modelos, la «sociedad nacional» o la «vida en nación» no han sido sustituidas por ninguna otra forma de organización equivalente de los espacios territoriales y colectivos. En el mundo contemporáneo, es decir, en el conjunto de las sociedades humanas, el «ser eso» sustancial, la identidad básica de grupo es todavía, y será previsiblemente en el futuro, sustancialmente un «ser» nacional: la «entidad «que define por encima de las demás la vida política, moral, cultural, informativa, simbólica, etc., es todavía y sobre todo nacional (excepto, quizás, para determinados fundamentalismos religiosos, tipo «comunidad de los creyentes», que han producido un retorno al protagonismo histórico tan potente como generalmente inesperado). La cuestión, pues, es que la entidad llamada nación no ha sido sustituida como marco central o supremo de ‘id-entidad’ y de la vida de las sociedades: ni las «regiones», ni «Europa» o la Unión Europea, por ejemplo, han alcanzado un valor referencial y definitorio equivalente al que conserva el espacio definido como nacional. Continuaremos.

 

 

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