Sobre el mundo y las naciones, II

El marco-espacio nacional, por lo tanto, continúa -y continuará, previsiblemente- como espacio definidor máximo de identidad (del auto-y hetero-reconocimiento en el mundo), y como territorio que delimita al máximo la responsabilidad moral, cívica y política.

Una expresión de esta realidad es que, en todas partes, la información llamada «nacional» (que por lo general significa dentro del Estado, la de la banda de «aquí» de la frontera política), importa mucho más que la internacional: obsérvese, en los periódicos y los informativos, cuáles son las noticias prioritarias, las que más importan y afectan, sea que se trate de catástrofes, de personajes conocidos, de cultura, economía, medio ambiente, política, escándalos, espectáculos o deportes: son las de dentro, las consideradas «nacionales», y por tanto moralmente propias y cercanas.

Una primera conclusión posible es que, ante esta realidad, es necesario asumir sin aspavientos la vigencia efectiva, deseada o no, del patriotismo o nacionalismo (no importa con un nombre o con otro: pueden ser usados ​​como sinónimos, aunque a menudo se hace una «distinción» valorativa arbitraria a favor de un término u otro). Vigencia como ideología negativa, limitadora, reductiva y con potencial conflictivo, pero también como ideología positiva y democrática, ética, inclusiva y constructiva: la patria o nación es, en la historia contemporánea, el locus definitorio de una sociedad o pueblo en el mundo, el espacio básico de la identidad compartida y el marco más significativo y decisivo de la responsabilidad política y civil. Si esta «patria» tiene Estado, el Estado se encarga de su preservación como tal marco y espacio, proyectando y aplicando un nacionalismo moral, cultural y político continuo y eficaz, que por su misma «naturalidad» no suele presentarse o aparecer como tal. Si no lo tiene, necesitará alguna estructura equivalente o suficiente, ya que, de lo contrario, se produce la dependencia, la sumisión y la subordinación en términos desiguales, que suele ser una posición poco saludable para la vida personal y colectiva.

La soberanía que necesita una patria, o país o nación, no es necesario que sea tan rigurosa, cerrada y completa como era norma antes de 1945: puede ser tan limitada como la de los estados miembros de la Unión Europea (con normas infinitas a las que se deben someter), y privada incluso de aquel emblema supremo que era la moneda. Pero debe ser una soberanía suficiente para garantizar la «vida en nación» propia. Y esta es la condición del mundo. Un mundo compuesto de muchas naciones, «unidas» o separadas, independientes o dependientes. El planeta tierra es una ONU, una «organización de naciones unidas», y no se ve cómo podrá ser otra cosa en el futuro previsible. Dicho de otro modo, o insistiendo en la misma: en los inicios del siglo XXI, conceptos, cuestiones y conflictos tales como globalización, migraciones, poder de las multinacionales, nuevos integrismos, mezcla de culturas, etc., que constituyen el actualidad informativa, no han producido ninguna nueva forma o modelo de vida colectiva sustitutorio de la «forma nacional» heredada de los siglos pasados.

La nación es todavía, y lo será por mucho tiempo, el marco sustancial de las sociedades humanas. Para algunas, desde hace ya algunos siglos; para otros, desde hace pocas décadas. Y dejadme acabar con una perspectiva universal, global. En el mundo de los intercambios globales, de la circulación universal de modas, de formas de vida, lenguas (una sobre todo), indumentaria, bebidas, música, cine, etc. -es decir, en el contexto de una hipotética tendencia a la uniformidad ya la indiferenciación-, es necesario, justamente, mantener el valor de la diferencia. La humanidad no gana nada yendo hacia un espacio cultural progresivamente homogéneo: la pérdida de la variedad de las «especies culturales» es una pérdida absoluta tan destructora como la desaparición de las especies naturales. El mantenimiento de la diferencia -consciente y visible para «nosotros» desde dentro, perceptible para los «otros» desde fuera- no es cierre y regresión, sino apertura y aportación.

Los intercambios y el llamado «mestizaje» no deberían ser entendidos como proceso de disolución de las culturas en un solo magma universal indefinido (hecho quizás de productos de Hollywood, «músicas étnicas» y algún best-seller mundial), sino como la forma actual (y de siempre!) de evolución y transformación de las culturas. El rechazo del «esencialismo» no quiere decir aceptación de la propia inexistencia, o del suicidio.

 

Sobre el mundo y las naciones, I

 

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