Dudar para conocer y actuar

Probablemente, los humanos nunca acabaremos de entendernos a nosotros mismos. No porque seamos complejos, sino por ser autorreferentes. A través de la investigación científica -que combina lenguaje, lógica y datos captados por nuestros sentidos- hoy sabemos que somos un producto más de la evolución de la vida en el planeta. Pero estos tres elementos de la investigación científica apuntan todos a nuestro cerebro, un objeto complejo que quizás no llegaremos a conocer nunca del todo. Tal como a veces se dice, si el cerebro fuera tan simple como para que lo pudiéramos conocer, no podríamos formularnos la pregunta.

Aristóteles captó bien el afán humano hacia el conocimiento, a pesar de la conciencia de que se trata de un empeño que nunca tiene fin. Nuevas respuestas llevan siempre a nuevas preguntas. Daniel Dennet nos dice que incluso un virus es un «ADN desnudo, dotado de actitud». Sin embargo, somos unos animales epistemológicamente ingenuos. Tendemos a pensar que para saber cómo es el mundo sólo hay que abrir los ojos y el mundo aparece tal como es, con todas sus dimensiones, formas y colores. Para sobrevivir, relacionarnos y reproducirnos, con ello la humanidad ha tenido suficiente. Pero cuando nos preguntamos si las cosas son como parecen ser, la conclusión más razonable, por poco que nos esforcemos, es un no rotundo. Se trata de una cuestión que ha apasionado y a la vez desconcertado a muchos científicos y filósofos a lo largo de la historia. Y sigue haciéndolo. Hoy hemos llegado a respuestas bastante sorprendentes a partir de lo que nos dicen la física, la astronomía, la biología y las neurociencias.

Sabemos, por ejemplo, que pensamos con una parte más bien pequeña de nuestro cerebro (que parece que tiene unos 87.000 millones de neuronas que descienden de entidades eucariotas de hace más de mil millones de años, lo que puede parecer mucho tiempo, pero según como lo mires la evolución ha ido rápida, especialmente en la proliferación y complejidad de formas de vida de los últimos setecientos millones de años (también la velocidad de la luz nos parece rápida, pero resulta ser muy lenta en el mundo de la astronomía). El resto del cerebro opera de manera autónoma, sin que seamos conscientes de ello en ningún momento. Y es desde esas neuronas concretas como interpelamos el mundo a partir de unos lenguajes y una lógica creados por nosotros mismos y de unos sistemas perceptivos que podrían ser de otra manera (como los que tienen, por ejemplo, otros animales).

Las respuestas propuestas sobre cómo es el mundo, sobre si lo conocemos o podemos conocer, han ido cambiando. Sin embargo, al final tenemos que aceptar que la realidad que captamos por los sentidos, lo queramos o no, no deja de ser un permanente engaño convincente. Y entonces resulta inevitable el volver, aunque ya en otro plano, al punto inicial de la duda sobre hasta qué punto nos estamos engañando sobre esta realidad, incluidos nosotros mismos. La conclusión es que vivimos en un mundo que nuestro cerebro crea de forma activa -la luz, el tiempo, los colores, etc.-. Algunos físicos, por ejemplo, nos dicen que el tiempo no existe. Y que lejos de poder asociar el espacio vacío cuántico a la nada, resulta que tiene un comportamiento dinámico que explica el origen de todo el Universo. ¡Son ideas magníficas!

Pero todo esto marea un poco nuestros pobres cerebros macroscópicos. Así, una respuesta que parece sensata ante tanta profundidad epistemológica es: «Muy bien, pero, ¿y qué?» De hecho, es lo que hacemos en la práctica, incluidos los científicos y filósofos interesados en este tipo de cosas. David Hume era un experto en la expresión de esta despreocupación práctica tras haber cuestionado la existencia de todo. Pero entonces, cuando nos dejamos de filosofías y regresamos a la vida, digamos, normal, lo más probable es que volvamos a enredarnos en problemas relacionados con nuestras ingenuidades epistemológicas espontáneas. Por ejemplo, en el tema recurrente de las relaciones entre naturaleza y cultura, que sigue generando muchos equívocos, acaloradas discusiones y océanos de bibliografía en el ámbito de la política, de la educación, etc., sabemos que lo que falla es la pregunta, que, sin embargo, parece inmutable. La expresión que dice que las personas somos el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra es muy optimista: todos estamos tropezando constantemente con las mismas piedras cada día.

En ‘La poesía del pensamiento’ George Steiner afirma que «tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, todavía no hemos aprendido a pensar». Pues quizás se trata de eso: unos seres vivos semievolucionados que, en un planeta de una estrella y de una galaxia vulgares, se interrogan sobre quién lo qué son, respondiendo a cosas muy diferentes: desde considerarse los favoritos de unos dioses que los mismos humanos han creado, hasta expresar una actitud hedonista o trágica ante el no sentido último de todo. Ser racional es opcional. Pero una gran ventaja de la filosofía y de las ciencias es que siempre nos permitirán expresar dudas sobre las ideas y acciones que proponemos. Sobre el mundo. Y sobre nosotros mismos.

ARA