Leer a Heródoto

Leer Heródoto no es, de ninguna manera, repasar fantasías ingenuas de un viajero griego de hace cerca de veinticinco siglos: es volver a los fundamentos primeros de nosotros mismos, los europeos, en tanto que gente que hemos heredado y hemos desarrollado una cierta manera de ver el mundo y de entender la vida en sociedad.

Leer a Heródoto (por ejemplo, en la traducción de mi amigo y antiguo discípulo Rubén Montañés) es volver a convivir con los primeros que observaron el mundo con ojos curiosos, críticos y reflexivos, y los primeros que entendieron, también, que la libertad es madre de muchas bondades. El fundador de la historia como disciplina y como actitud ante los hechos del pasado, era un buen hombre que comía pan con queso y aceitunas, y que se pasó la vida rondando por caminos y ciudades preguntando e informándose, tomando notas no sabemos muy bien cómo, o reteniéndolo todo en la memoria, y que acabando escribió una obra prodigiosa, como nunca se había escrito, sobre las guerras que los persas hicieron contra los griegos, incluido el detalle, ahora de moda en el cine, de los trescientos espartanos de las Termópilas.

Pero Heródoto no se dedicó únicamente a recoger informaciones infinitas, contarnos historias llegadas de punta a punta del mundo que él conocía: se dedicó también a pensar, a buscar explicaciones, a comparar, y a sacar algunas conclusiones muy importantes. Por ejemplo esta: «Los atenienses, pues, fueron a más, es evidente que la isegoria es una importante posesión, no por un solo motivo sino en todos los aspectos: si los atenienses, cuando vivían bajo la tiranía, nunca superaron en asuntos de guerra a los que los rodeaban, al quedar libres de tiranía se convirtieron, con mucho, en los primeros. Tal cosa evidencia que, oprimidos, actuaban con deliberada inoperancia, como el esclavo que faena para un dueño, mientras que, una vez liberados, cada uno se apresuró a trabajar para él mismo».

Isegoria, nos recuerda el traductor, significa «igualdad de expresión pública», y Herodoto la considera fundamento incluso del poder militar. Una pequeña idea, tal vez, pero con resultados revolucionarios ya para los siglos de los siglos, hasta los siglos nuestros. Y nos lo cuenta Herodoto, por primera vez en la historia. Nos lo puede explicar -esto y un sinfín de hechos y de reflexiones- porque, además de ser inteligente, curioso y buen escritor, Heródoto era griego. El hecho, quizá milagroso y en cualquier caso extraordinario por completo, es que en algún momento, en un lugar del Mediterráneo oriental, un pequeño pueblo insignificante (¿qué eran aquellos marineros pobres, campesinos de tierra seca, artesanos, frente a Babilonia, Persia o Egipto?, pensaría Heródoto, tal como pensamos ahora nosotros), decidió dotarse de asambleas donde el debate sería abierto y libre, donde habría discursos y posiciones contrarias, y el voto que lo resolvería.

Una novedad muy peligrosa, un principio destructivo, si no existe al mismo tiempo la convicción de formar entre todos una comunidad, un cuerpo político, y si al lado del principio de ciudadanía no hay también un sentimiento de philía, de amistad, que es un principio tan clásico, tan helénico y tan olvidado. Es cierto que, en Atenas y en otras ciudades griegas, unos eran más «iguales» que otros, que las mujeres, los forasteros y los esclavos no podían hablar en la asamblea, ni votaban, ni eran parte del Estado. Pero la idea ya estaba inventada, funcionaba, y eso es lo que cuenta por encima de todo: era nuestro futuro. Lo que Heródoto no podía saber, y que no puede olvidarse. La ciudad, o la comunidad, o la pólis como espacio de la ciudadanía, fue un invento griego, quizás el más grande de todos, del que vivimos todavía.

Para los griegos de la pólis, lo esencial de la vida de un ciudadano libre no era el trabajo ni el dinero, ni los bancos ni la empresa, sino la vida política: un hombre se medía con los otros en la plaza, por los debates en las asambleas, por la conversación en los banquetes. Esto quiere decir que todo el interés de la vida, lo que hace la dignidad del ciudadano, y de la persona, es justamente lo que no es utilitario. También para los romanos, al menos para los del buen tiempo republicano, contaba más el ‘otium’ que el ‘negotium’.

Pero los romanos hicieron muchos más negocios que los griegos: un rico en Roma era un rico de verdad, a menudo fastuosamente rico, como un rico de Babilonia. Un rico en Atenas hacía una vida modesta, en una casa poco decorada y casi sin muebles. Es una diferencia, y a menudo pienso que, en esto, somos más romanos que atenienses, o al menos lo queremos ser. No sé qué hubiera dicho Herodoto de los romanos ya ricos y poderosos de algunos siglos más tarde, si les hubiera visitado. No sé qué diría de nosotros.

EL TEMPS