Prometeo y los buitres

Prometeo es el dios amigo de los hombres. Todo indica que entre éstos y los dioses su elección es clara: opta por los hombres. Toda esta cuestión (que surge de las entrañas de la mitología griega) generó una literatura altisonante en beneficio de este dios inexplicable. ¿Por qué habría de querer tanto a los hombres cuando debiera saber (y lo sabe) que el lado de los dioses es el más ventajoso, porque tienen más poder, porque siempre ganan, aun cuando se les robe el fuego, heroica actitud que siempre será temporaria? Este dios titán fue alabado por todo el humanismo occidental. Les robó el fuego a los dioses y se lo dio a los hombres. Percy Shelley escribió Prometeo encadenado y su admirable mujer, Mary Shelley, escribió Frankenstein, el moderno Prometeo, profundizando definitivamente en la cuestión. El doctor Victor Frankenstein crea el hombre, suplanta la tarea divina y asume la rebeldía de Prometeo. El doctor Frankenstein es el moderno Prometeo porque desafió a Dios en el mismísimo terreno de la creación. Hizo un Monstruo, dándole la razón a Goya y los posmodernos que agotaron esa frase: el sueño de la razón engendra monstruos. Y el sueño de las estructuras no engendra nada. Termina fascinado con el Poder, que es el nombre que Zeus tiene para Foucault.

Pero, ¿por qué Prometeo, hoy? Porque hemos sido encadenados a una roca y los buitres devoran nuestro hígado, tal como el castigo que Zeus –siempre triunfante– impuso a Prometeo por su acto de insumisión. Ahí lo tenemos, sometido, encadenado, quejoso. Algunos dioses se le acercan y le entregan ciertas verdades de la vida y del poder: “Todo es arduo, menos ser rey de dioses. Que excepto Zeus, nadie en el mundo es libre” (Esquilo, Prometeo encadenado, 50, Cátedra, p. 91, 2008). Prometeo es encadenado a una roca. Sus quejas casi superan a las de Martín Fierro en la Ida. “¿Cuándo será el final de mis desdichas?” (Ibid., 100, p. 94). Sabe la causa de ellas: “Mi exceso de amor a los mortales” (Ibid., 121, p. 94). Prometeo es un dios izquierdista. Ve sometidos a los mortales por los dioses. Ve a los dioses jugar y divertirse escarneciéndolos. Este espectáculo es común en los poemas homéricos. Nadie como el gran Homero, sobre todo en la Ilíada, expresó la frivolidad de los dioses para divertirse lúdicamente con las pequeñas pasiones humanas. Desde este punto de vista, también el relato que hace Homero de la Guerra de Troya es de izquierda. No por su posición frente a esa guerra, sino por la impiedad, la cruda lucidez con que retrata a esos dioses caprichosos, arbitrarios, que juegan con los humanos para solaz de sus días infinitos, ya que no morir lleva al aburrimiento antes que a la eternidad. Para sobrepasarla entretenidos, los dioses homéricos son crueles con los hombres y utilizan sus vidas como fichas de un ajedrez jocoso o un mero dominó. Prometeo se juega la vida por los hombres. Roba el fuego de los dioses y se los entrega. Acaso aquí haya –sin duda– una prefiguración de la modernidad. Acaso con Descartes los hombres recuperan el fuego de Prometeo.

Esta rebeldía debe ser castigada. Prometeo presiente que algo se acerca hacia él y que es temible, mortal y perseverará en su dolor haciéndolo morir y nacer cada día para torturarlo otra vez. “¡Ay, ay! ¿Qué es el murmullo alado que percibo junto a mí?” (Ibid, 125, p 94). Pronto lo sabrás, soberbio traidor a los dioses, torpe amigo de los hombres, dios que has puesto el fuego en las manos equivocadas.

El Coro le advierte: “Tu lenguaje es osado en demasía” (Ibid., 180, p. 96). La advertencia pretende (aunque tarde e infructuosamente) advertirle a Prometeo que con Zeus no se juega. Prometeo empieza a comprender las reglas que rigen el mundo: “Sé que es duro (Zeus) y tiene la justicia en sus manos” (Ibid., 186, p. 96). Ha dado en el punto axial de todo orden: la justicia tiene que ser patrimonio, propiedad y hasta arbitrio del poder. De los Zeus han sido y serán a lo largo de la historia humana, de la cual Prometeo es sólo una muestra dolorosa y recurrente. Su castigo lo es: su castigo es recurrente, ya que el águila que devorará su hígado por las noches, lo encontrará crecido en la siguiente para devorarlo una y otra vez gozar con el dolor de Prometeo. Qué castigo tan terrible aquel que no cesa, no tiene esperanza alguna, pues cada noche crece para continuar mañana. Otro dios (Océano) le acerca algunas verdades tardías: “Calma, empero, tus iras y el lenguaje/ altanero que brota de tus labios” (Ibid., 325, p. 102). ¿O no sabe alguien tan sabio como Prometeo que toda lengua temeraria es castigada? No, desconoció estas verdades por un instante y en él traicionó a los dioses, al eterno Zeus. Quien, según nadie desconoce, gobierna ahora toda la tierra. Se lo dice el Coro: “Ahora la tierra toda/ gime en tono lamentable” (Ibid., 405, p. 104).

La doncella Io, amada por Zeus y castigada por su celotípica esposa Hera, atraviesa los mares, uno de los cuales llevará su nombre, el Iónico, y arriba al Cáucaso para dialogar con el dios encadenado. Le hace una pregunta que angustia a muchos, pues el poder de Zeus pareciera inexpugnable y eterno. Pregunta: “¿Es posible que Zeus caiga algún día?” (Ibid., 760, p. 115). El diálogo es importante, apunta a los horizontes lejanos de la historia que traman los hombres y los dioses. Te gustaría verlo caer, dice Prometeo. Claro que sí, responde Io, si soy meramente su juguete. ¿Quién habrá de arrebatarle el real cetro? El mismo, responde Prometeo. Y añade: Por sus vanas decisiones. En suma: se abre una esperanza. Si los hombres y los dioses que se ponen de su lado se ven inermes ante Zeus, no deberán perder la esperanza, ya que todo dios descontrolado muere víctima de su propio descontrol, de sus vanas decisiones.

Se le acerca Hermes y le hace saber los horrores que le esperan. Que se rinda, le pide. Que deje su altanería. “Que el buen consejo es mejor que la terca obstinación” (Ibid., 1035, p. 123). Que la soberbia no es grata a los ojos del poder. Que seguirá atado a esa roca del Cáucaso y Zeus enviará un águila de cabeza blanca para devorarle el hígado. La mitología romana elige la figura del buitre y no la del águila de cabeza blanca, propia de la griega. Ambas, sin embargo, son casi idénticas. Son aves de rapiña, con grandes garras y se alimentan de carroña, de sangre muerta. “Prometeo (…) había modelado una estatua de hombre y le había comunicado las vida y el movimiento arrebatando una partícula de fuego al carro del Sol. Júpiter (el Zeus de los romanos), “indignado por este latrocinio, ordenó a Mercurio que atara al audaz culpable sobre el monte Cáucaso y que allí fuese devorado por un buitre” (J. Humbert, Mitología Griega y Romana, Ed. GG, México, 1981, p. 19-20).

Así es la historia y así se sigue escribiendo. Zeus pareciera invencible, y lo ha sido durante largo tiempo. Tiene de su lado a la Justicia. Tiene de su lado al castigo. Condena al sufrimiento a quienes lo ofenden oponiéndose a sus dictámenes, siempre injustos con los hombres. Su ave de rapiña predilecta es el águila de cabeza blanca. Benjamin Franklin (uno de los Padres Fundadores de EE.UU.) se opuso a que su país adoptara este animal rapaz y carroñero como su símbolo patrio. Teddy Roosevelt habría preferido al oso, al oso de los bosques, temible pero digno. Sin embargo, perseveró el águila de cabeza blanca. Semejante al buitre. Por sus garras, por su vivir de la carne ajena, por su revoleo entre los muertos o los que espera que mueran, por amor a la carroña y a la rapacidad. Prometeo, en el abismo de su dolor, siendo devorado su hígado por ese buitre que mañana vendrá otra vez, habla de Zeus con su lengua temeraria, nada cautelosa, y dice: “Haga lo que haga, no podrá aniquilarme” (Ibid., 1053, p. 124). Qué moderno es Esquilo. Qué prometeico. Cuánto sabe del pathos de los hombres, de sus dolores y sus derrotas y sus nuevos ataques, siempre incesantes, contra los Zeus de la historia, aun cuando tantas veces el triunfo de Prometeo haya terminado por ser otro rostro del temible Zeus. No importa. Los buitres siempre atacan. Siempre quieren que Prometeo, el dios del fuego, el amigo de los hombres, siga encadenado. Pero tan eterno y fuerte como este deseo (el de los buitres, el de las aves que se alimentan de muerte, de carne muerta) es el de los hombres por librar a Prometeo de sus cadenas.

PAGINA 12