De la posteridad

Aseguran aquellos que lo conocen que Jordi Pujol, una vez retirado de la política, sólo tenía una obsesión: preservar su legado, que la historia lo recordara como un padre de la patria. Quizás por eso su final ha sido tan cataclísmico.

Personalmente no lo conocí nunca. Con unos cuantos miles más de individuos, formo parte de aquel grupo de catalanes que, alguna vez, le dieron la mano. Fue durante un acto protocolario menor. Por aquella época yo formaba parte de Amnistía Internacional (la de verdad, no la que tenemos ahora) y el president recibió una pequeña delegación en Palau. La gente no lo sabe, pero Pujol fue el primer preso de conciencia que AI adoptó en España, cuando estaba encarcelado por sus actividades antifranquistas.

Recuerdo que me causó una sensación extraña: la de alguien que puede tener una personalidad muy atractiva y a la vez poco agradable. Desprendía severidad, como si aquella audiencia insignificante hubiera interrumpido algún asunto superior. (Probablemente era así). Nos dio la mano uno a uno. Cuando le presentaban a alguien focalizaba mucho la atención en el individuo, como si le chupara la esencia con los ojos. Lo poseía un nervio ratonil, los sentidos siempre husmeantes, sobreactivos. Pero cuando se acabaron las presentaciones, y en contraste con aquella atención tan viva, cayó en una especie de postración que rozaba lo descortés. Escuchó al vocal de AI mirando las baldosas, las manos en la espalda. En realidad no lo escuchaba, o al menos no lo parecía. Después dijo cuatro palabras con los ojos cerrados, como acostumbraba. No fue un discurso ni un diálogo, fue un monólogo. “Sí, él siempre había valorado la labor de Amnistía Internacional; no, no sabía que él hubiera sido el primer preso de conciencia del Estado adoptado por AI”. Gracias. Adiós.

Pujol es insondable. No creo que lo conozca nadie. Su mujer, quizás. O ni ella. Y es imposible que no sea así: sólo un hombre con tantos y tantos estratos psicológicos puede haber ejercido un doble juego tan complejo, y exitoso, durante tanto tiempo. Lo admito: lo que sulfuraba de Pujol era su ambivalencia. Siempre tenía un pie en cada orilla del río. Cuando encarcelaban a un independentista, es cierto, intercedía. Pero al mismo tiempo, lo que decía en el otro lado del río era: “¿Lo veis? Más vale que sea yo quien gestione el huerto catalán, o los que vendrán serán estos”. Après moi, le déluge. Y en cierto modo tenía razón.

¡Qué tiempos aquellos! ¡Y qué habilidad política! Juzguen, juzguen: aquí se hacía querer mientras en Madrid el ABC lo escogía como “español del año”; allí proclamaba sin tapujos “Yo soy la tercera vía”, y aún así se hacía respetar por indeseables como Fraga o como Guerra. Hacía milagros, en efecto, pero unos milagros poco pretenciosos. Pujol nunca se adhirió al independentismo; lo empujaron. Durante la votación en la calle del 10-A, me consta, día sí día también llamaba a los organizadores. ¿Cuánta gente había firmado a favor de la independencia? Quería saber hacia dónde se movían los suyos. Hay capitanes que son los últimos en abandonar el barco, y los hay que son los últimos en subir. La gran tragedia de Pujol es que nunca fue el Bismarck de España ni el Bolívar de Catalunya.

Pero volvamos a la posteridad, al deseo de historia de Jordi Pujol. En cierta ocasión preguntaron a Winston Churchill si creía que la historia sería amable con él. “Naturalmente que sí” contestó, “más que nada porque la estoy escribiendo yo”. Pujol también escribió su versión. Hoy desbaratada. No seré yo quien especule sobre los enigmas del caso. Porque los hay: ¿se ha inmolado por sus hijos, ha sacrificado su pedestal histórico para salvarlos de la prisión? Esto no eximiría el político pero magnificaría el personaje. ¿O quizás os hallamos ante un señor Esteve, un contable tan mezquino que, simplemente, nunca pensó que lo pillarían? Da igual. El resumen de sus pecados es otro. Hoy hablamos de historia, y como decía alguien: “La lección más grande que nos ofrece la historia es que nunca nadie aprende las lecciones de la historia”.

Yo no puedo sentir rencor. Y lo remarco: no puedo sentirlo, ni quiero. A diferencia de aquellos que ahora derriban sus estatuas. Esto no obvia que siempre odiáramos sus monólogos, sus ojos cerrados; su pata en la otra orilla del río. Hizo cosas buenas y cosas grandes. ¿Pero qué fue, en esencia, Pujol? Un tapón. Y con todo, el otro día, en el Parlament, cuando el hombre estalló en una “ira saturnal” (tal y cómo, muy poéticamente, lo describía este mismo diario) sólo sentí lástima por él, una tristeza casi amorosa. Los que practican políticas ambivalentes generan sentimientos ambivalentes. La primera idea que me vino a la cabeza fue una frase de Huxley: “Hay dos tipos de hombres: los que hacen la historia y los que la sufren”. Jordi Pujol pertenece a las dos categorías.

Yo admiro los individuos que quieren pasar a la historia. Más allá de los placeres, o los honores terrenales, aspiran a un concepto que a los plebeyos nos es, por definición, ignoto: la trascendencia. Pero a veces, cuando todo falla, el cinismo plebeyo es un consuelo. Yo, al menos, cuando siento alguna tentación siempre pienso en la frase de aquel autor inglés: “Si la posteridad nunca ha hecho nada por mí, ¿porque tendría que hacer yo nada por ella?”.

La Vanguardia