El oficio de Poynton

Si tenemos ganas de creerle a Dashiell Hammett, o si al menos nos permitimos suponer que no todo lo que ficcionaba el autor de The Thin Man era inventado, su última y anómala novela, Tulip –de la que Lillian Hellmann publicó las únicas sesenta páginas que dice encontró entre los papeles póstumos del hombre flaco– podría llegar a ser, sobre todo para los que queremos que así sea, una rica fuente de datos genuinos o al menos verosímiles, y un vislumbre de algunos de los curiosos personajes que poblaron su reducido entorno durante el penoso exilio interior de los años cincuenta.

Hay que recordar el oscuro contexto, aquel literal tiempo de canallas. Tras la persecución macartista y los seis meses de cárcel a los que fue condenado por negarse –como presidente del Congreso por los Derechos Civiles de Nueva York– a dar los nombres de los contribuyentes que aportaban al fondo para pagar las fianzas de los izquierdistas detenidos, le cayó la confiscación de todos sus derechos de autor para cobrarle acumulados impuestos impagables. Quedó sin ingreso alguno.

Fue entonces que Hammett abandonó su departamento en Manhattan –vivía en el elegante Devonshire House de la calle Décima, en pleno Village–, para pasar los años siguientes en el retiro semirrural de Katonah, al norte de Nueva York, viviendo de prestado en una cabaña de cuatro habitaciones dentro del terreno de la amplia casa de fin de semana de los Rosen, una pareja de jóvenes amigos solidarios. Y estando allí fue que intentó, al filo de los sesenta años y después de veinte de sequía narrativa, volver a escribir ficción. Lo necesitaba, en todos los sentidos. Pero no pudo, o pudo poco.

Hammett, por lo que dice en sus cartas, volvió una y otra vez –cada vez más esporádicamente– al manuscrito de Tulip, hasta finalmente abandonarlo en algún momento de 1953. Lo que tenemos no se parece en nada a lo que había hecho antes. Está escrito en primera persona por un personaje fácilmente identificable con él mismo, puesto en esa puntual situación en que estaba. Así, por él sabemos –si queremos creer que la referencia es veraz– que en la casa de sus generosos amigos oficiaban de caseros cocineros y asistentes todo terreno, Donald Poynton y su mujer. El apellido nos suena, ya que connota algún título de Henry James, un autor que Hammett tenía bien releído y al que remitió más de una vez para señalar The Wings of The Dove como una de las inciertas fuentes de El halcón maltés, nada menos. Pero volviendo al texto de Tulip, nos enteramos de algo más:

“Donald Poynton era un negro elegante de talla mediana y treinta y cinco años de edad, de cara muy linda y muy negra”, escribe Hammett, que lo apreciaba: “Tenía un fino sentido del humor que sólo dejaba aflorar ante los conocidos”.

Cuando imprevistamente cae de visita el invasivo coronel Tulip, camarada del hombre flaco durante la guerra en las Aleutianas, observa a Donald y dice: “Camina bien”.

Hammett recuerda entonces que ésa era una de las cosas que el coronel siempre observaba en la gente:

–Hace quince o dieciséis años fue un buen peso mediano –le explica, sobre Donald–. Peleó en Filadelfia con el seudónimo de Donny Brown.

–Nunca oí hablar de él.

–Puede ser, pero de todos modos era bueno. El mismo dice que su problema era que no tenía buenas manos, y que para un negro pelear es una manera dura de ganarse la vida, a menos que relativamente pronto pueda llegar a pelear por el título, o que haga algo más, además del boxeo.

–Era duro pelear en Filadelfia, fueras negro o blanco. Ni siquiera era fácil tomar un taxi ¿no? Había que bajar a la calle y agitar los brazos para que te vieran y se detuvieran –concluye Tulip.

Y eso es todo lo que sabemos por el manuscrito de Tulip acerca del negro Donald Poynton, y de su pasado de boxeador en Filadelfia y con seudónimo. Sin embargo, la pesquisa minuciosa y la genuina casualidad pueden darle mayor corporeidad a esa apenas entrevista figura que, podemos suponer, Hammett pensaba desarrollar. Y son varias las fuentes que confluyen en este negro que caminaba bien.

Hace unos años me ocupé en este mismo lugar de una noticia en apariencia menor: el cierre de The Shadows, el gimnasio que Tony Lomuto primero, y su hijo Andrea después, regentearon durante décadas en el corazón del Bronx. La noticia fue en su momento un alevoso golpe bajo la línea del cinturón del boxeo. Con The Shadows se cerraba no sólo un salón mal ventilado con olor a resina, cuerpos sudorosos y voces rectoras porfiadamente dialectales: desaparecía una escuela, una manera original y revolucionaria de entender el ir y venir de las piñas.

The Shadows fue el ámbito donde el ítalo-yanqui Lomuto, durante más de medio siglo, se dedicó a algo que no tenía nada que ver con la usual concepción del gimnasio en tanto “fábrica de campeones”. Aunque supo descubrir diamantes en bruto y esculpir con ellos peleadores estelares, el paradójico orgullo de Lomuto nunca pasó por ahí. Jamás se constituyó en manager o apoderado de sus pupilos exitosos. Por el contrario, maestro del side step clásico, solía dar un paso al costado una vez que los ponía en el ranking mundial y en la antesala de la gloria. Su atención estaba puesta en otro objetivo, una tarea más ardua y sutil: la creación de perfectos “boxeadores virtuales” (si cabe la moderna acepción), sparrings, en el lenguaje tradicional del deporte de los puños, shadows en su concepción.

Lomuto, que en algún momento de la segunda posguerra trocó las bolsas de harina de la cadena de pizzerías familiar por la bolsa de arena de un oscuro sótano lleno de negros transpirados, desde el comienzo tuvo claro que su gimnasio debía ir más allá del manoseo de bíceps e ilusiones. Había una tarea anterior a la que no cabía, literalmente, sacarle el cuerpo: la detección de aptitudes, el desglose profesional. No todos los que iban al gimnasio eran/serían boxeadores genuinos aunque repitieran los gestos, se soñaran pasado mañana bajo las luces del Madison Square Garden. Pero el destino de los más –esa mayoría empeñosa– no tenía por qué ser simplemente residual. Había otra orientación vocacional no menos importante, un arte específico que no era el mero resultado del descarte y la golpeada resignación. Y trabajó sobre eso.

Desde el comienzo, Lomuto tuvo claro –y así lo transmitió– que la tarea de sparring no consistía simplemente en ser blanco móvil de los aspirantes a campeón, sustituto de la sufrida bolsa. Ser sparring era un oficio, una vocación diferente –y así lo enseñaba– de la del boxeador pleno: “El buen boxeador debe tener un estilo, una modalidad de pelea; el buen sparring, no: debe ser más y menos que eso. Debe ser un actor, un transformista capaz de copiar, imitar estilos y boxeadores puntuales”. Según la teoría de Lomuto, mientras el boxeador actúa, obra; el sparring, en cambio, representa. El boxeador debe –y en eso va su destino– ser sí mismo; el sparring –y en eso radica su arte– parecer otro. Lo que es ensayo para los boxeadores –el entrenamiento– es el momento de la verdad para los sparrings, devenidos, según esta concepción activa de su papel, shadows.

A partir de los dos modelos básicos –el fighter o peleador frontal, atacante, y el estilista contragolpeador–, Lomuto desarrolló una nutrida tipología, simulacros de estilo con variantes adecuadas a las diferentes tallas y categorías: un lujo. El prestigio del gimnasio hizo que se acercaran más sparrings vocacionales que boxeadores…

Los mejores y más famosos shadows –como el increíble Jesse “The Plastic” Carter– desarrollaron aptitud para representar estilos diversos: podía ser un peleador agresivo de continuidad extenuante, un tiempista sistemático, un huidizo bailarín, un pegador lento y estático. Incluso, su capacidad mimética le permitía, en casos puntuales y con el adecuado estímulo, subir diez kilos o bajar otros tantos.

Y ahí es donde, revisando la lista de sus intérpretes privilegiados, aparece el nombre de Donald Poynton. El joven pegador de manos frágiles de Filadelfia, retirado en tanto boxeador como Donny Brown, al regresar de la guerra se convierte en uno de los integrantes del staff de Lomuto con su verdadero nombre y encontrada vocación. Y es, por varios años, de los mejores. Welter natural, de Sandy Saddler a Kid Gavilán, todos los grandes lo requieren. Gana fama y dinero. Hasta que un episodio oscuro –por traumático– lo dejará fuera del negocio.

Poynton figura en planillas y sonrientes fotografías de prensa como uno de los sparrings elegidos por José María Gatica y su equipo de infructuosos entrenadores cuando el soberbio Mono argentino llegó a Nueva York en el invierno del ’51 para cruzar guantes –es un decir– con el fulmíneo Ike Williams, que lo sacó en menos de un round. Podemos suponer razones y entretelones. La cuestión mensurable son las secuelas. Si hubo problemas antes de la pelea, más los hubo tras la catástrofe del desenlace: el derrumbe de Gatica fue, para Poynton, una cuestión personal. Lo vivió –no pudo evitarlo– como una derrota compartida y, más allá de los persuasivos argumentos de Lomuto, nunca volvió a ser él mismo.

Así dejó The Shadows, aceptó el trabajo de casero junto a su mujer en una tranquila residencia en Katonah y convirtió su vocación y oficio de peleador en un vicio amable que despuntaba un par de fines de semana por mes, cuando se escapaba a Nueva York y al Madison. A veces Hammett lo acompañaba. Compraban The Ring y The New Yorker en el kiosco de la estación y volvían leyendo en el tren.

Podemos también observarlos mientras miran por televisión, una noche de invierno –iluminados por el resplandor intermitente de la pantalla blanco y negro–, un nocaut más de Rocky Marciano, los últimos elegantes pasos de Robinson. Puedo incluso suponer que Hammett le mostraría sus fotos del ejército, con un Joe Louis de visita, ya gordo y cansado; que Poynton le comentaría tímidamente su lectura de The Night Shade.

Podemos imaginarnos sin dificultad las entrecortadas conversaciones, cordiales y saturadas de equívocos, entre el hombre flaco como un palo que ya no podía escribir y el negro armonioso como una pantera que ya no boxearía más. Hablarían de todo, de la casa, de los perros, de la comida de esa noche, de cualquier cosa. Siempre estaría tácito ese territorio común, sus respectivos y caros oficios de manipular, figurar sombras sin dejar de poner el cuerpo.

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