Espionaje en La Habana

Olas furiosas rompían frente al malecón y el agua cruzaba la avenida y llegaba a acariciar los edificios de enfrente, bastante estropeados. No obstante, Ernest Hemingway oteaba el horizonte con el rostro mojado, a pesar de la gran gorra que se había puesto. Esperaba impaciente la llegada de Gustavo Durán, que pronto ocuparía de nuevo un lugar en su vida. Se estaba ya en plena Guerra Mundial, en 1942. El comandante Durán había sido uno de los héroes de su libro Por quien doblan las campanas, un comunista español, músico y amigo de García Lorca y Luis Buñuel, que lo atrajo por su presencia y su arrojo, cuando como periodista lo conoció en la Defensa de Madrid, durante la Guerra Civil Española, donde Durán ocupaba posiciones en el famoso 5º Regimiento. Iba a ser uno de los inspiradores de su más conocida novela, que en un endulzado technicolor Hollywood filmaría con la presencia estelar de Gary Cooper e Ingrid Bergman.

Durán, que había huido de España al final de la guerra, se casó en Inglaterra con una norteamericana, muy relacionada con los círculos de poder en su país, y fue así uno de los pocos republicanos españoles que consiguieron ciudadanía y trabajo en Estados Unidos: en Hollywood primero y luego en una dependencia gubernamental ligada al Departamento de Estado. Pero el escritor extrañaba a su personaje y la oportunidad de tenerlo personalmente y no sólo en las páginas de su libro se dio con la llegada del nuevo embajador norteamericano en La Habana, el sanguíneo Spruille Braden. Establecido allí desde hacía un tiempo, Hemingway pensaba que en Cuba había muchos españoles franquistas a los que se debía vigilar, que los nazis tenían en ese país una vasta red de influencias y, por último, aunque no menos importante, que submarinos del Reich acechaban cerca de sus costas. Para ello, convenció al embajador de montar bajo su dirección un grupo de contraespionaje, para evitar que los nazis espiaran o invadieran las islas. Poseía un barco con el que pretendía, con armas que podría proporcionar la embajada norteamericana, cazar algo más difícil que ballenas o tiburones: submarinos alemanes.

Sólo faltaba que se aceptara otra sugerencia de Ernest: la presencia de un funcionario que hablara perfectamente español, supiera claramente quiénes eran los enemigos y tuviera experiencia en tareas de Inteligencia, que ya había practicado en Madrid bajo las órdenes del temible general ruso Alexander Orlov. Con sus antecedentes antifranquistas y los contactos de que disponía en Washington para ayudarlo a tener una posición estable en un lugar más cercano a sus vivencias ibéricas, el envío a La Habana del ex comandante no podía ser más oportuno. Y así se armó un nuevo tipo de “Triángulo de las Bermudas”, cuyas aguas turbulentas se tragaron secretos, no aviones.

Braden hacía gala de un cerrado anticomunismo pero también se iba a rodear en sus actividades de gente de izquierda y a tener una mirada comprensiva hacia los comunistas locales. Su actitud respondía a los tiempos de guerra, cuando el enemigo principal eran los nazis. Un documento significativo que envió al Departamento de Estado en 1944 dejaba ver estas tendencias. Allí se refería a un nuevo programa económico que proponían los comunistas cubanos. El embajador elogiaba la naturaleza comparativamente moderada de ese programa y destacaba su énfasis en el interés de la causa aliada, que podía llegar a influenciar a los conservadores nacionalistas locales renuentes a ella. Sin embargo, la comprensión del embajador con el comunismo no significaba aceptar soluciones nacionalistas que iban aparentemente contra los intereses del Tío Sam. Así, Braden escribió a sus superiores que se oponía al proyecto de creación de un Banco Central cubano. En este proyecto se proponía emitir una moneda propia no vinculada al dólar, como la que estaba en curso. Su argumento para no aceptarlo era el que la corrupción existente en Cuba no lo permitía, siendo sus principales asesores en la materia los tres bancos estadounidenses más importantes de la isla.

Paradójicamente, Gustavo, cuyo pasado aparentemente no inquietaba al embajador, se había transformado desde su llegada a La Habana no sólo en integrante del grupo de espionaje de Ernest, sino en su secretario privado y hombre de confianza. Le traducía sus discursos al español, le redactaba despachos y, sobre todo, su conocimiento del mundo de las izquierdas –comunistas, trotskistas, socialistas, anarquistas y sindicalistas– le resultaba muy útil. Pero el centro de contraespionaje, integrado por un rejunte de emigrados republicanos y amigos de Ernest, parecía poco serio. Un amplio informe del FBI, la principal agencia federal de investigaciones criminales del Ministerio de Justicia norteamericano, que no sólo intervenía en el interior de su país sino que también tenía agentes en embajadas y representaciones del exterior, se refería a ambas actividades del trío de La Habana en forma sumamente crítica. Los ojos de búho de Edgar J. Hoover, el mandamás del FBI, las tenían altamente en sospecha y no sólo se posaban sobre el escritor sino también sobre el ex comandante y el mismo embajador.

La primera cuestión era que las actividades de la nueva red, integrada en su mayoría por españoles republicanos refugiados en Cuba, no se limitaban a la persecución de submarinos o de espías nazis sino también a investigar la posible conexión de ciertos líderes políticos cubanos con prácticas de soborno o corrupción, incluyendo al jefe de la Policía local, lo que podría traer problemas con el gobierno anfitrión. Hoover señalaba lo pernicioso que sería toda relación de la presunta red con su organización y veía, además, a Hemingway completamente inadecuado para esa tarea. Sus agentes locales no debían hacer ningún trabajo en conjunto con la embajada porque Braden, de temperamento impulsivo, podía transmitirle al escritor todas las objeciones planteadas por el Bureau y éste, con su fama, iniciar una dañina campaña en su contra. No quería que Ernest tuviera de ningún modo conocimiento de las actividades del FBI en La Habana.

A Gustavo también comenzaban a vigilarlo, señalando que su integración a la red más que de asistencia pasaba a ser de dominación y dirección. Pero a Hoover le preocupaba más el mismo Hemingway, sobre quien había abierto un dossier, que rápidamente cobró espesor, para determinar si simpatizaba o no con el comunismo. Se desplegaba en él un extenso informe sobre las actividades y tendencias políticas de Hemingway, referidas sobre todo a hechos o escritos suyos en favor de la República española durante la Guerra Civil y después de ella.

Hoover lo tenía en la mira desde hacía tiempo, porque en 1940 había acusado al FBI de ser la Gestapo americana. Esto sucedió cuando el Bureau detuvo ese año a varios miembros de la ex brigada Lincoln, voluntarios estadounidenses en la guerra española a favor de la República, que se manifestaban ahora por la entrada en el nuevo conflicto bélico contraviniendo la entonces vigente ley de neutralidad. Washington intervendría recién después del ataque japonés a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, pero Hoover no olvidaba ninguna ofensa y Ernest no le agradaba ni personalmente ni por lo que escribía o decía.

En cambio, la embajada apoyó financieramente y con armas su trabajo, incluso el posible descubrimiento y caza de submarinos nazis por parte de su escueta flota, un barquichuelo inadecuado para esa tarea, condenada desde un principio al fracaso. En un destino próximo, Buenos Aires, su obsesión llevaría al embajador a descubrir y tratar de derribar presuntos militares locales nazis.

Por otra parte, estaba el caso de Gustavo, que en la posguerra iba a ser acusado de espía en los juicios anticomunistas del senador McCarthy. En este sentido, la opinión del FBI no coincidía con la del propio gobierno estadounidense, donde los apoyos del comandante español pesaban, pero sirvieron de base para futuras acusaciones. Braden defendía a su secretario: Durán era un liberal, en el mejor sentido de la palabra, colaboraba fielmente con él y como ciudadano norteamericano (aunque muy reciente) prestaba importantes servicios a su nuevo país. Extraño influjo del músico devenido militar y diplomático, del militante comunista transformado en funcionario de los Estados Unidos. No obstante, una amistad aun más perdurable del embajador fue el entonces presidente legal Fulgencio Batista, que años más tarde volvió al poder, luego de un golpe de Estado, como un corrupto dictador, y en 1945 le escribiría una carta felicitándolo por su destacada actuación en defensa de la democracia en Buenos Aires. Supo retribuírselo cuando en sus memorias Braden confiesa que a mediados de 1957, catorce meses antes del triunfo de la revolución castrista, no vaciló en recomendar la entrega de armas al ejército de Batista.

En cuanto a sus propias amistades, Hemingway fue el que se apartó más notoriamente del trío inicial porque sus relaciones con su novelesco héroe, ahora funcionario, quedarían sólo marcadas en su libro: su amistad se rompería, así como su vinculación con el embajador. Una abundante documentación avala la historia de ese enigmático trío (cuarteto si contamos a Hoover) que parece cuento pero fue verídica. El biógrafo de Hemingway, Jeffrey Meyers, dice que luego de esos episodios se sintió siempre vigilado por el FBI y junto con su mala salud y su afición por el alcohol, pudo haber sido uno de los factores que lo indujeron a suicidarse. Además, extrañaba Cuba, que sus ex amigos abandonaron prontamente. En cuanto a él mismo, se había alejado por razones profesionales, pero nunca pudo volver, ni siquiera para recoger manuscritos que había dejado en ella. Su casa sigue siendo allí un foco turístico de la isla, pero legó sobre todo un testamento maravilloso, lejos de los ambientes bélicos: El viejo y el mar, quizás reminiscencias de sus viejas excursiones marítimas en busca de los submarinos nazis, en las cuales solo encontró un viejo pescando. En cuanto a sus manuscritos, hoy ya no tendría problemas en pasar a buscarlos.

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