Los dos Julio

Hace cierto tiempo se derrumbó la eternidad. La gravitación de lo real sobre el espacio de los sueños hizo caer una de las palizadas del Pont des Arts donde los enamorados del mundo enganchaban candados como prueba de su amor eterno. El deseo de un sentimiento indestructible venció las débiles barandas del puente. Queda intacta la “luz de ceniza y olivo” que emerge del Sena y esa pregunta-cita de vigencia universal instalada por Julio Cortázar en el primer párrafo de Rayuela: “¿Encontraría a la Maga?”: es decir, a El, a ella, a El Mago, a La Hechicera, a La Princesa, en suma, El Amor, El Otro: ¿Dónde están ? ¿Vendrán a éste u a otro puente, a esta ciudad del amor cuyos rasgos se extinguen con el esplendor de la tecnomodernidad? Sólo el río no se transforma. Y el río es tiempo. El tiempo del recién laureado Michel Jérôme Dufrénoy, el personaje de París en el Siglo XX, una novela de anticipación de Jules Verne ambientada en 1960, y el otro tiempo de Olivera y la Maga, los emblemas de todos esos Peter Pan urbanos que pueblan y se desnudan en Rayuela, la novela de Julio Cortázar que transcurre en la época imaginada por Verne. Los dos libros se cruzan en tiempos desparejos y proféticos y trazan una geografía humana disidente de París. En Rayuela, la ciudad es poética, inspiradora y misteriosa. En la novela póstuma de Verne, París es una ciudad penitente, acechada por la tecnología, las finanzas y el desprecio por la poesía. Una de las dos ciudades vive en las palabras, la de Cortázar. La otra es nuestra cercana realidad.

Jules Verne escribió París en el siglo XX en el año 1863. Era un relato futurista de la capital francesa ambientado en 1960. Su editor, Pierre-Jules Hetzel, lo rechazó de forma tajante: “Periodismo barato y sobre un tema nada afortunado”, le dijo en una carta. La novela permaneció extraviada en un cajón durante más de cien años. Recién se publicó hace veinte, en 1994. El Verne excéntrico y positivista, el apóstol del progreso y de la ciencia está ausente. Es una trama negra en donde los personajes viven aplastados por la tecnoideología y las finanzas. La anticipación de Jules Verne es inquietante. Antes de que existieran, imaginó la red del metro, un sistema de comunicación mundial, las computadoras y la transformación sociocultural que esos descubrimientos impulsan. También se adelantó a las empresas mundo, a los mastodontes globalizados que suscitan el deseo y venden lo que nos hacen desear al mismo tiempo que controlan los mercados, la economía, el negocio de la intimidad. Verne, igualmente, acertó con otra profecía: los números derrotaron a la música, al teatro, a la literatura y la poesía. Michel Jérôme Dufrénoy vive en un París gobernado por los números –los algoritmos actuales– y tuvo la desgracia de ganar el gran premio académico de poesía en latín otorgado por la tentacular Corporación Nacional de Crédito Institucional. Será su pérdida. En ese mundo tecnocapitalista no hay lugar para quienes divagan en esas disciplinas. El París de Dufrénoy se torna asfixiante. Es un hombre perseguido por el tecnoliberalismo, acosado en una ciudad sobrepoblada en la que se mueven funcionarios, tecnócratas y banqueros y donde sólo hay una forma de existir: la tecnología y la finanza. Los poetas caen exhaustos, exclamando “Oh París” y evocando a La Maga, que en el libro de Verne lleva otro nombre: “Oh Lucy, murmuró mientras caía desmayado sobre la nieve”.

Jules Verne descifró muchas cosas y se equivocó sólo en una: la fecha. El París de 1960 que describe es todavía ajeno a esa pérdida de humanidad. La capital de los 60 es la que vuela en Rayuela. Cortázar pintó el mundo que existía y la sensibilidad de esa década. Jules Verne se adelantó al mundo que existe hoy. El escritor argentino dejó una ciudad-época cautiva en sus páginas, una entidad persistente, un fraseo majestuoso tejido como un rompecabezas monumental, novela lego y mapa geográfico para adentrarse en la espesura secreta de una urbe y explorar al mismo tiempo las posibilidades de la libertad humana. El París del Siglo XX que Jules Verne diseñó en su novela no existía en la fecha en la que lo inventó. Ese París existe hoy y es uno de los brazos de un mundo tecnonormalizado. El París de Rayuela es un sueño verbal. La novela de Cortázar capturó la poesía de una época y una ciudad. Jules Verne profetizó el ocaso de la poesía. El París de los años 60 es lo que perdimos. La ciudad de Jules Verne es lo que tenemos. Rayuela nos decía: otro mundo es posible. Verne lo predijo: el mundo posible y previsible es éste. El trazado de Rayuela es la inconformidad, el aliento de la emancipación, la melodía de una utopía para romper el molde tedioso de la realidad, de las conductas, de las normas, de los cajones de la estadística y de los destinos gobernados por el consumo. El de Jules Verne es el retrato antes de tiempo de una sumisión a todo eso en nombre de los artefactos tecnológicos, la eficacia y el dinero. Podemos ir de una novela a la otra para medir lo que está ausente, constatar lo que nos invade y aprisiona y, de paso, en ese viaje narrativo, salvarnos oyendo la voz de la poesía. Ir de las tinieblas digitales, del píxel invasor, a la poética de la existencia humana recorriendo los laberintos de esta ciudad.

No se trata de rehusar las redes y la tecnología, sino de filtrar al píxel para que no se coma al cronopio que llevamos adentro, de impedir que nos digitalicen el alma. Rayuela es y será un antídoto contra todas las camisas de fuerza que derrumban el destino de Dufrénoy. La novela es el “open source”, el programa libre, lo que se hace por juego y por placer, por la epifanía de compartir. París en el Siglo XX terminó siendo la capital del Siglo XXI. Tenemos el París de Cortázar. Más allá del tiempo y los estilos es la ciudad íntima, la playa inexpugnable donde persiste el sueño secreto de cada existencia, la pureza de la libertad y la creatividad humanas. La pregunta inicial nos conduce al puente: “¿Encontraría a la Maga?”. Seguramente que sí. Y con ella está la cita con la gran magia del mundo. En el poder inmaterial de las palabras, en la libertad de vivir sin la cabeza postrada en la cruz del smartphone, ahí está La Maga y todo lo que induce la rayuela: un instante indescifrado en la dulce brisa de los puentes y los cielos conciliadores.

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