‘Jurassic World’ debate con sus prodigios

Una gran parte de la realidad es contraintuitiva. Es decir, padecemos un sesgo perceptivo que nos hace ver las cosas a la inversa de cómo son. Y es un sesgo negativo, es decir, tendemos a creer que las cosas son peores de lo que son. Por resumirlo, es habitual oír que cada vez hay más guerras, más hambre, más violencia y más vulneraciones de los derechos humanos. Por supuesto, cualquier indagación rigurosa revela que es justo a revés. Al caso que nos ocupa, tendemos a creer (y escribir) sobre la falta de creatividad en la literatura, la música o el cine contemporáneo, cuando un somero análisis de lo que se produce prueba sin sombra de duda que, por la mera democratización del acceso y el progreso de alfabetización (literaria y audiovisual) —más demanda y más oferta—, hay mayor variedad creativa, más sofisticación y mayor solvencia técnica en los productos culturales. Sin embargo, el inmenso consumo actual de cultura —sin precedente en la historia de la humanidad— unido al progreso de los instrumentos narrativos genera una sobreexposición que narcotiza la percepción: es complicado causar asombro en la audiencia. Por usar la expresión de los que saben, parece complicado reflotar el viejo sense of wonder (“sentido de la maravilla” o “capacidad de asombro”). Es preocupante para un medio expresivo como el cine, pues, de George Méliès a Christopher Nolan, pasando David O. Selznick, Cecil B. DeMille, Stanley Kubrick, George Lucas, James Cameron o Roland Emmerich, la naturaleza del hecho cinematógrafo siempre ha sido la provisión de prodigios.

La resurrección que plantea Jurassic World es, por todo lo dicho, una empresa de singulares dificultades; nada que ver con la puesta al día de Mad Max, Robocop o El planeta de los simios, por mencionar algunas de las que han sabido superar con holgura a sus predecesoras cinematográficas. La razón es simple: Parque jurásico (1992) era un artefacto narrativo y aventurero brillante, pero, antes que eso, proporcionaba la visita a un parque de dinosaurios hiperrealistas. La película de Spielberg, se condensa, más que en ninguna otra, en la secuencia en la que el doctor Alan Grant (Sam Neill) y la doctora Ellie Sattler (Laura Dern) ven desde su Jeep el primer gran ejemplar de diplodocus. Enmudecen y abren sus bocas, exactamente como se esperaba que hiciera —e hizo— el público en la butaca. La sustancia última de todo lo sublime está contenida en esa escena, en la que los doctores son apenas vicarios del espectador en la visita a tan extraordinario recinto. La inédita verosimilitud de los gráficos generados por ordenador (CGI, según sus siglas en inglés) causó tanta conmoción en la platea como en la propia industria, hasta el punto de que ese plano del gigantesco herbívoro fue el que empujó a George Lucas a retomar su saga galáctica y a New Line Cinema a producir la inmersión de Peter Jackson en el universo de Tolkien.

Pero han pasado 23 años y no es realista prever que una mera acumulación de dinosaurios indistinguibles de la realidad obre un milagro cual el de 1992. La tecnología se ha desarrollado en muchos más ámbitos que los CGI, y el espectáculo Live Tour de Walking with Dinosaurs (de la BBC) —de cuyas asombrosas marionetas de tamaño real hay elocuentes muestras en Youtube— permitió contemplar en primera persona lo muy vivos que están hoy estos animales extintos. De todo ello habla Jurassic World en el primer tercio de película: el nuevo parque de la Isla Nublar se dedica a crear bichos transgénicos más grandes y con más dientes para impresionar a unos visitantes que, como los espectadores, ya están demasiado acostumbrados a los saurios, confiesa la responsable del parque, Claire (Bryce Dallas Howard). Como el público cinematográfico, casi añade. El crítico Noel Ceballos resumía, a la salida del pase de prensa, esta condición metacinematográfica de la película. “Es una película que se odia a sí misma. Es terriblemente cínica porque no tiene claro si su punto de vista debería ser irónico o no. Es tan autoconsciente que quiere las dos cosas a la vez”. Es cierto que las reflexiones sobre las dificultades para obrar prodigios no son óbice para que el rutilante 3D y los caros efectos CGI de la película persigan —a veces con inequívoco éxito— reflotar el viejo asombro. La primera mitad de la película es casi una confesión de Hollywood sobre sus dificultades para conmover a audiencias que han encontrado en los asombrosos mundos de los videojuegos contemporáneos experiencias de inmersión abracadabrantes con las que resulta difícil competir, mientras la ambición de las series de televisión ha sofisticado la narración dramática hasta extremos difíciles de lograr en las escuetas dos horas de una sesión de cine. Pero en la segunda mitad, la película parece salir sonriente de su terapia y, plena de autoestima, se lanza con eficacia en pos de vindicar un sentido de la aventura cinética atemporal, a la vez que rinde, uno tras otro, homenajes sentidos al original de Spielberg. Horas después, Ceballos escribía: “¿Por qué Jurassic World necesita ser una cosa y la contraria? ¿Por qué tener dos películas a la vez, una luchando contra la otra como dos saurios encolerizados?”. Porque el combate es hermoso y triunfa el saurio correcto, cabría responder a su alegoría.

Este síndrome en torno a la maravilla, al sense of wonder que alimenta la genuina experiencia en la sala oscura, es también la sustancia de la última película de Disney llegada a la cartelera, Tomorrowland: El mundo del mañana, de Brad Bird. Sin embargo, el filme de Disney esta totalmente desprovisto de cinismo o autoironía. El mecanismo de Tomorrowland funciona justamente al revés: primero convoca los prodigios y luego compone su discurso progresista sobre los nefastos efectos del cinismo y de lo que al inicio de estas líneas denominábamos el sesgo perceptivo negativo: creer que las cosas van mal, dejar de soñar con un futuro hermoso, es un peligroso vicio que acaba por convocar el infortunio. Porque Tomorrowland no habla tanto sobre la industria del cine como sobre nosotros y nuestra forma de contemplar el mundo.

No es en absoluto arbitraria la relación entre ambas películas, pues el núcleo de ambas son dos novedades culturales del siglo XIX, germen de lo que mucho después se llamaría cultura de masas: las exposiciones universales y los parques zoológicos —hablamos del mismo fenómeno que patrocinó el nacimiento de los jardines botánicos, los museos y las ferias de arte y que supone un cambio de paradigma en nuestra relación con el ocio y el conocimiento—, íntimamente relacionadas con las ideas de progreso científico y cultural y, a su vez, con la naturaleza primigenia del cine: un artilugio de barraca de feria para gozo y pasmo del respetable.

Por eso tal vez no hacía falta que la solvente historia jurásica escrita por Rick Jaffa y Amanda Silver —responsables también del fulgurante renacimiento de El planeta de los simios— para este regreso a la isla soñada por John Hammod (Richard Attenborough) y  Arthur Conan Doyle pusiera tan a la vista sus propias incertidumbres. Bastaba con apartar las aprensiones y recordar el efecto en las audiencias de dos ilusiones recientes como Avatar (2009) y Gravity (2013) para convenir que el músculo del cine sigue intacto para obrar prodigios. Y que entre los más bellos de que es capaz ocupa un lugar de honor esta demencial casa de fieras y quimeras.

http://www.lavanguardia.com/ocio/20150612/54432256309/jurassic-world-cine.html#ixzz3d2bPpva9