De Shambhala a Shangri-La. El mito de un paraíso de sabiduría y paz entre cumbres, que llega a nuestros días

Cuanto más enciende nuestra imaginación, más inaccesible parece Shambhala, aquel legendario reino en forma de loto entre nieves eternas. Cerca del cielo y refulgente de promesas de eterna juventud, el ilocalizable valle himalayo aparece como un paraíso indotibetano, ­apto para descreídos. Un manantial de sabiduría y armonía que habría de atraer numerosas expediciones, a menudo de dudosas credenciales: desde teósofos a nazis, pasando por lamas siberianos a sueldo del zar.

Una búsqueda por imperativos geopolíticos a la par que espirituales, que encuentra su plena explicación cuando ascendemos a las fuentes hindúes de Shambhala y a sus afluentes tántrico-budistas. No en vano, dichos textos sagrados, en lugar de recrear un remanso de paz, vaticinan una nueva era y un nuevo orden a través de la violencia. Algo muy alejado de las versiones más edulcoradas de este mito fecundo, entre las que despunta, para el consumo de masas, Shangri-La. Hasta habrá quien diga que la imagen occidental de Tíbet es prisionera del hechizo dela Shangri-Laliteraria de James Hilton y cinematográfica de Frank Capra. Y que quizás el exilio lamaísta no tenga demasiado interés en romperlo, aun a riesgo de morir congelado.

En Asia, lo que no viene de China, viene de India. En este caso, Shambhala ingresó en la leyenda hace más de dos mil años, de la mano de las escrituras sánscritas. Primeramente se la cita en la epopeya del Mahabharata, luego en el Visnú Purana y, finalmente, hace algo más de un milenio, en el Kali Purana –uno de los últimos del canon y el que más influiría en la imaginación tibetana–.

 

Shambhala hindú

Para el hinduismo, Shambhala es el superpoblado lugar de nacimiento de Kalki, quien será la décima y última encarnación del dios Visnú, el conservador (el noveno avatar habría sido Buda). Kalki, rey brahmán de Shambhala, blande una espada a lomos de un caballo blanco para terminar conla Kali Yuga, la época oscura, y retornar ala Satya Yuga, la época de la verdad, en la que los hombres serán de nuevo mucho más altos, nobles, felices y longevos. Una nueva era que poco tiene que ver con la era de Acuario imaginada por los hippies, ya que los mlechchas o extranjeros habrán de ser exterminados a fin de restaurar el orden social y que cada una de las de cuatro varnas (castas) actúe con arreglo a la jerarquía. Una nueva era, pues, para gente de orden.

 

La versión tántrica budista

El mito revanchista de Kalki podría haber surgido como reacción brahmánica a la influencia griega en los confines de India, en los albores de nuestra era, y habría sido retomado mil años después por los tibetanos y mongoles conversos al budismo, esta vez teniendo en mente las incursiones musulmanas en Cachemira y Asia Central.

La raíz sham en sánscrito sugiere felicidad y sosiego. Y según la versión tántrica tibetana, un rey de Shambhala, Suchandra, acudió a Dharanikota (hoy Amaravati, en Andhra, al sureste de India) para recibir enseñanzas del tantra de la rueda del tiempo (Kalachakra Tantra) del propio Buda, tras lo cual volvió a su capital, Kalapa. Un mítico rey posterior, Pundarika, habría resumido aquellas lecciones. Finalmente, el tercer panchen lama, con sede en Shigatse, en el siglo XVIII, escribiría el itinerario para llegar a Shambhala. Una ruta, huelga decirlo, tan exigente en pruebas espirituales que más bien debe tomarse como un viaje interior.

Hoy en día es el Dalái Lama, desde McLeod Ganj, India, quien se prodiga en cursos sobre Kalacha­kra en los que descifra la geometría del mandala y asegura que Sham­bhala existe, aunque quizás en un plano distinto, sólo al alcance de los elegidos.

Ya a finales del siglo XIX, bebió de Shambhala la teosofía, en boga entre diletantes como Elena Blavatsky, una inquietante emigrée rusa americanizada, pionera en la manufactura de una India misteriosa y mística para occidentales. La palabra mahatma, que ahora identificamos con Gandhi, cobró carta de naturaleza en ese entorno y hacía referencia a los supuestos sabios que, desde Shigatse y telepáticamente, se comunicaban con Blavatsky y su corte de los milagros. Madame Blavatsky fue, en palabras del padre de Rudyard Kipling, “una interesantísima impostora sin escrúpulos”.

La ubicación precisa de Shambhala, en cualquier caso, sigue abierta a disputas de orden más bien metafísico y a no menos acaloradas intrigas geopolíticas. El único dato textual seguro es que está “al norte del Himalaya” lo que convierte en candidato tradicional al Tíbet, donde se hallan también el monte Kailash –el Olimpo hindú y jainista, emparentado con el monte Meru, eje del mundo– y el purificador lago Manasarovar. Sin embargo, lecturas posteriores han querido localizar Shambhala en Balkh (Afganistán), Sinkiang, el desierto de Gobi, los montes Altái… hasta en Siberia.

 

La búsqueda nazi

A principios del siglo XX, el Viaje a Shambhala del panchen lama fue traducido al alemán. Y las nutridas filas esotéricas del nazismo no tardaron en fijarse, encantadas de confundir el mito hindú –interpretado como un desquite ario– con el tibetano y el teosófico, a la medida de su propia búsqueda delirante de las raíces arias que ya les había llevado a adoptar la esvástica. A los estudios indoeuropeos, deudores de la lingüística del siglo XIX, se les sigue denominando indogermánicos en Alemania.

Heinrich Himmler, el comandante de las SS, cuyo interés en el ocultismo es conocido, será el gran promotor de las expediciones alemanas al Tíbet. La evidencia arqueológica de que las grandes civilizaciones europeas fueron todas meridionales forzó a los nazis a proponer orígenes cada vez más remotos y disparatados para los pueblos germánicos. La Atlántidaes uno de los mitos a los que insuflan nuevo aire. El otro es Sham­bhala (que contará también con una versión subterránea, Agartha).

El mejor ejemplo lo encontramos en la expedición de las SS al Tíbet de 1938, dirigida por el naturalista Ernst Schäfer –“un nazi de los pies a la cabeza”, según un diplomático británico–. Sus patrocinadores eran grandes empresas, junto a las SS y el Ahnenerbe, el “instituto de antropología racial” presidido, precisamente, por un indólogo, Walter Wüst, especialista en el Rig Veda y luego rector dela Universidadde Munich. Entre tés con mantequilla y leche de yak, su equipo se aplicaba metódicamente a medir cráneos de los nativos y a tomar moldes de su estructura facial, junto a miles de fotografías y metros de película (Geheimnis Tibet, Tíbet misterioso). Entre ellos estaba Bruno Beger, luego condenado por identificar a casi un centenar de hebreos que después serían asesinados en Auschwitz para formar una colección de “esqueletos judíos”. Otro miembro de las SS, el alpinista austríaco Heinrich Harrer, escribiría su experiencia de los años cuarenta en Siete años en el Tíbet. El círculo se cierra con el panchen lama, en los años treinta, visitando la Manchuria ocupada por los japoneses, aliados de los alemanes.

Intelectuales entonces próximos al fascismo italiano y rumano, como Giuseppe Tucci y Mircea Eliade, compartieron la fascinación por el Himalaya y sus espejismos. Tras la derrota del nazismo, y con pleno conocimiento de sus horrores, la escuela aria se vuelve más siniestra, con gentes como el italiano Julius Evola –figura del fascismo tántrico– y el espadachín del nazismo esotérico, Miguel Serrano, embajador de Chile en Nueva Delhi, que escribió que Hitler seguía vivo en Shambhala. Por su parte, la ecologista y animalista francesa Savitri Devi –nacida Maximiani Portas– para evitar su deportación de Calcuta se casó con un brahmán –a la postre propagandista nazi– antes de ser encarce­lada por intentar reanimar el na­zismo enla Alemaniade posguerra. Como traca final escribió que Hit­ler era la encarnación de Visnú prometida en el mito de Sham­bhala.

Más de cien años antes, la búsqueda de raíces europeas en Asia Central había tenido un precedente mucho más respetable en Sándor Körösi Csoma, un sículo (húngaro de Transilvania), que viajó a Ladak y se encerró en un gélido monasterio de Zanskar para sentar las bases de los estudios tibetanos. Fue el primero en informar en inglés acerca de Shambhala, aunque como veremos más adelante los portugueses se le habían adelantado dos siglos.

 

La auténtica montaña rusa

Cabe decir que los alemanes llegaban tarde a un escenario en disputa. No en vano, las ambiciones sobre Tíbet habían conformado un capítulo secundario del Gran Juego –el principal era Afganistán– que entre el siglo XIX y principios del XX enfrentó a los imperios británico y ruso en Asia Central. Aunque ahora cueste creerlo, durante bastante tiempo las preferencias del decimotercer dalái lama –antecesor del actual– no estuvieron del lado de los anglosajones, sino de los rusos. Los enviados del zar allanaron el camino con mucha mano izquierda, con regalos de gran valor y valiéndose de los súbditos budistas del imperio –como los buriatos y calmucos– que a menudo estudiaban en Tíbet.

Un monje buriato, Dorjiev, se ganó la confianza de aquel dalái lama y pareció convencerle de que el zar era un descendente de Tara, deidad budista protectora de los tibetanos. Luego, tras recibir nociones del panchen lama, difundiría panfletos en los que afirmaba que Nicolás II era nada menos que el rey de Shambhala –que confunde con el mito de Belovodie, las Aguas Blancas de los antiguos ortodoxos, quizás en Altái– y que Rusia se estaba convirtiendo al budismo. Para alimentar la ficción, en San Petersburgo se inauguró durantela Primera GuerraMundial el primer templo budista de Occidente, con vidrieras del artista Nikolai Roerich.

Aún está fresca la derrota de China a manos de Japón –de finales del siglo XIX– y el imperialismo británico que llama a la puerta –haciéndose sentir ya en Sikkim, Nepal y Bután– parecían arrojar a Tíbet en brazos de Rusia. El antecesor del actual dalái lama parecía tenerlo claro, y cuando los británicos realizan una incursión sanguinaria en Tíbet, en 1904, se refugia en Mongolia y busca apoyo ruso. La ironía es que aquel oficial británico, Francis Younghusband, tras acribillar a cientos de tibetanos, años más tarde se convirtió en un autor espiritual que inspiró a Baden Powell, el fundador del escultismo. Aunque no fue por eso, sino por la derrota rusa frente a Japón, en 1905, por su exilio enla Darjeelingbritánica y la caída del emperador en China, en 1911, por lo que el dalái lama terminó echándose en brazos de la pérfida Albión. A diferencia del panchen lama, que, años después del regreso del dalái lama al Tíbet, y temiendo por su vida, se refugió en China e incluso trabó contacto con los japoneses en Manchuria.

Sin embargo, la inesperada derrota zarista en la guerra ruso-japonesa de 1905 cambió las prioridades. Al filo de 1920, en Mongolia, el Barón Loco, Roman von Ungern-Sternberg, un oficial ruso de aristocrático origen alemán, amarraba Mongolia Exterior ala Rusia Blancatras asesinar a sus judíos, aunque serían los bolcheviques los que se llevarían el gato al agua. Sin embargo, los años de paciente diplomacia frente al despótico dalái lama terminarían barridos del todo por el ateísmo soviético, desaprovechando así los ancestros calmucos y budistas de Lenin.

El pintor Nikolái Roerich emprendería en los años veinte una búsqueda del reino mítico, no se sabe si como agente doble o triple, de la que resultaría “Shambhala, la resplandeciente”. La admiración por Ladakh o Sikkim se tornó en desengaño en Tíbet. A diferencia del primer japonés que viajó a ­Tíbet, el monje zen Ekai Kawa­guchi, Roerich no se recrea en la suciedad, las torturas y las malas artes en Tíbet. Sin embargo, deja traslucir que la teocracia del dalái lama dista mucho de ser Shamb­hala. Tanto es así que los lugareños le hablan de “la profecía de que un nuevo gobernante de Shambhala, con innumerables guerreros, vendrá para imponerse y establecer la virtud en la ciudadela de Lhasa”.

 

Shangri-La: Shambhala para masas

Shangri-La es a Shambhala lo que la sangría a un reserva. Una adaptación para la cultura de masas, que ha dado nombre a una cadena de hoteles de cinco estrellas nacida en Singapur o a un festival de música electrónica en Canadá. Hasta existe una guía de viaje dedicada a Shangri-La dentro de la colección de guías Bradt. Asimismo, una editorial de línea espiritual nacida al calor de mayo de 1968 en Berkeley –dónde si no– solo podía llamarse Shambhala. Como, bastante más cerca, la nueva montaña rusa de Port Aventura.

De la capacidad de la ficción ­para generar realidad da cuenta el aeropuerto de Shangri-La. No es ninguna broma, sino la consecuencia de que existe ya una ciudad llamada Shangri-La –en chino, pronúnciese Xiangilila– rebautizada así con fines turísticos hace una quincena de años en la periferia del territorio tibetano, en la provincia china de Yunan. Por desgracia, su núcleo más genuino fue arrasado por las llamas hace pocos años.

La aparición de Shangri-La, última reencarnación de Shambhala, sí que se puede atribuir y hasta fechar con precisión. Se debe a Horizontes perdidos, novela publicada en 1933 por el británico James Hilton, autor también de Adiós Mr. Chips. Shangri-La, su utopía lamaísta entre las cumbres, entró enseguida en la cultura de masas gracias a su versión cinematográfica de 1937, obra del director Frank Capra, a quien la Columbia brindó el mayor presupuesto de su historia hasta entonces. Por si fuera poco, Horizontes perdidos se convirtió en el primer libro propiamente de bolsillo, es decir, en el número de lanzamiento de la colección estadounidense para masas Pocket Books.

El argumento de Shangri-La es sencillo. Un grupito de anglosajones es evacuado del meollo de la India británica hacia la seguridad de Peshawar –cómo cambian las cosas– pero el avión es secuestrado por unos enigmáticos pilotos y conducido hasta un lugar desconocido del Himalaya. El grupo llegará al idílico valle de Shangri-La, dominado por un monasterio budista donde se almacena la sabiduría del mundo, al filo de ser engullido por la guerra.

Nos acabamos enterando de que el gran lama tiene la venerable edad de trescientos años y que no es otro que un misionero que llegó allí en el siglo XVII.

 

La xembala de los jesuitas portugueses

Uno de sus personajes hojea el Novo descobrimento do gram Cathayo ou reinos de Tibet pelo Padre António de Andrade da Companhia de Jesu. No en vano, James Hilton encontró la inspiración en los jesuitas que en el siglo XVII fueron los primeros europeos que escribieron in situ sobre el Tíbet y Bután. Como tantas novedades asiáticas, Sham­bhala entró en la imaginación europea de la mano de los portugueses y en portugués. A los pocos años de que Antoni de Montserrat esbozara el primer mapa del Himalaya, otro jesuita, Estévão Cacella, se convertía en el primer europeo en pisar Bután. En este último reino himalayo se mantiene en pie el monasterio en el que escribió un relato que había de conmocionar a sus superiores en Goa. Aunque sería en Shigatse, en Tíbet, donde Cacella escucharía, en boca del panchen lama, la palabra mágica.

“Hicimos todas las diligencias de preguntas acerca del Reino del Catay, y no tenemos de él noticia alguna por este nombre, que es aquí totalmente desconocido; y sin embargo es aquí muy célebre un reino, que dicen que es muy grande y que se llama Xembala, y que está junto a otro que llaman Sopo (Mongolia). De aquel Reino de Xembala no sabe este rey qué ley tengan y nos lo ha preguntado muchas veces. De este reino sospechamos que pueda ser el Catay, porque el de Sopo es el de los tártaros, como entendemos por la guerra que este rey nos dice que tiene aquel reino de continuo conla China.(…) Del camino para el reino de Xembala dicen muchas dificultades. (…) El clima es muy sano (…) rarísimamente encontramos aquí algún enfermo y son muchos los que siendo muy viejos tienen salud y vigor. Algunos mozos que trajimos que venían bastante indispuestos, ya enfermos de antes, aquí han cobrado una salud perfecta”, escribe Cacella, reuniendo en una carta muchos de los tópicos que luego se asociarían a Shambhala/Shangri-La.

De algún modo, Xembala puede parecer un cruce del reino mítico con otros dos lugares, reales aunque mitificados: Xanadú y Cambaliq. Xanadú (Shangdu en chino) había sido la capital veraniega de Kublai Khan descrita por Marco Polo, a algunos cientos de kilómetros de Pekín, en dirección noroeste. Mientras que Cambaliq (también Cambaluc y Khan Baligh) era otro de los nombres de Pekín, capital de invierno de Kublai Khan, pero que entonces contaba ya con sus propios palacios de verano.

Durante siglos, los europeos pensaron que Catay y China eran países distintos, con Khan Baligh y Pekín como respectivas capitales. Que eran lo mismo lo confirmó otro fraile portugués de principios del siglo XVII, Bento de Góis, que buscando Xanadú, llegó a Sen­zhou, donde murió. De Góis se convirtió así en el primer europeo en viajar desde India hasta China a través de Asia Central, a instancias de Jerónimo Javier, un sobrino nieto de san Francisco Javier que, en la corte del Gran Mogol, en Lahore, había oído un relato apócrifo de un mercader musulmán que aseguraba haberse topado con una gran multitud de cristianos a lo largo de dicha ruta –en realidad eran budistas–.

 

Cuando Roosevelt descansaba en Shangri-la

Las resonancias universales del techo del mundo llegaron también a Estados Unidos, donde Franklin Delano Roosevelt bautizó la residencia de vacaciones presidencial, en Maryland, como Shangri-La. No sería rebautizada como Camp David hasta la época de Eisenhower. Antes, cuando le preguntaron a Roosevelt de dónde salían los bombarderos que convertían en cenizas las ciudades japonesas se salió por la tangente diciendo que “de Shangri-La”. En una muestra de humor peculiar, al término de la guerra, uno de los nuevos portaviones fue botado con el nombre de Shangri-La.

En la misma época, Orson Welles llamaba Xanadú a la mansión del Ciudadano Kane. Tanto él como su presidente no hacían más que apuntarse a un mito ya reproducido mecánicamente. En 1933, el presidente F.D. Roosevelt y el vi­cepresidente Henry A. Wallace volvieron a enviar al Tíbet a Ni­kolái Roerich –que ya tenía un pie en Nueva York–. Pocos años antes, Roerich había convencido a Wallace y a otros mandatarios del continente americano para que firmaran el Pacto Roerich de protección de patrimonio cultural en caso de guerra. Su nueva misión, sobre el papel, era encontrar plantas resistentes a la sequía. Sin embargo, Roerich parecía más interesado en resucitar el mito de Shambhala, por lo que, tras un intenso intercambio de cartas, el vicepresidente Wallace –que le llamaba “querido gurú”, para deleite, años más tarde, de sus detractores políticos– se volvió en su contra. Aunque para entonces los billetes de dólar ya habían adoptado el lema “Novus ordo seculorum”. Nueva era.

LA VANGUARDIA