La novela de un biógrafo

La novela empieza con una carta. La redacta Omar Razaghi, un profesor contratado en la Universidad de Kansas, y la dirige a los albaceas de Jules Gund, autor de una única novela muerto hacía tres años. Razaghi se aproxima a los treinta y va tirando sin pena ni gloria, con un proyecto de vida más bien indefinido. Aquella carta, sin embargo, podría actuar como un punto de inflexión para encauzar su futuro profesional y, con suerte, quién sabe si también el vital. Es la petición a los albaceas de la autorización para escribir la biografía del novelista, investigación que sería su tesis doctoral. La respuesta que obtiene, de entrada, es negativa. Leída la carta, el hermano de Gund, su esposa y quien fue su amante, tras discutirlo y no ponerse del todo de acuerdo, deciden abortar la posibilidad de que la escriba. No es una cuestión de intereses ni de desconfianza. Pesa, en primer término, el intento de proteger el juego de contrapesos que les garantiza una convivencia precaria. “No tenemos que dejar que un desconocido hurgue en nuestro pasado”. Es como una póliza de seguridad para blindar la intimidad.

Así arranca The city of your final destination (2002), la tercera obra de Peter Cameron que ha publicado Libros del Asteroide. Es un texto representativo de la corriente central de esta editorial barcelonesa que acaba de cumplir sus diez primeros años (¡felicidades!). Son libros con sentido y sensibilidad que atrapan el lector despreocupado por la faramalla estilística porque busca en la literatura, ante todo, una textura fina y elegante que le permita profundizar en las verdades, los conflictos y las mentiras de los hombres, las mujeres y los días. Aquella tarde dorada, que es como se ha titulado en castellano la novela de Cameron, es un buen ejemplo. Su protagonista, al recibir la negativa, no se resigna con el no que lo dejaba sin horizonte y, a la desesperada, decide viajar a la zona recóndita del Uruguay donde viven los tres albaceas para convencerlos que sí, que vale la pena escribir la biografía. El panorama que afrontará es enrevesado. En medio de una despreocupada decadencia, lánguida e inexorable, el trío mantiene una extraña relación podrida en los silencios, los sobrentendidos y un cúmulo de prejuicios sobre los unos y sobre los otros. Pasa en las mejores familias. Allí descubre un pozo de sentimientos enquistados y él, el biógrafo, tirará su cubo, esperando extraer el agua turbia que le permitiría escribir una buena biografía.

No es un juego inocente. La biografía puede ser una interpelación ética que vaya más allá de la descripción de una trayectoria en la gran historia (la de las crónicas o los diarios) para empujar al lector al territorio siempre empantanado de la moralidad. Tenía razón el francés André Maurois, paradigma del escritor burgués y exitoso de la década de los veinte del siglo pasado: “Quiérase o no, la biografía es un género literario que roza más que cualquier otro con la moral”. Maurois, sobre todo con Disraeli, fue uno de los autores que creó un nuevo estilo que se atrevía a mostrar las luces y las sombras de unos grandes tipos que parecían de una sola pieza marmórea. Aquel cambio moral, que enterraba el esquematismo de los mitos para redescubrir la ambigua humanidad de los hombres y mujeres, se fundamentaba en dos estrategias que se complementaban: el uso por parte del biógrafo de formas narrativas propias de la novela y al mismo tiempo de nuevas teorías psicológicas que intentaban revelar los porqués del carácter y de las conductas. Así cayeron los velos de la necesaria hipocresía para redescubrir la parte escondida de la subjetividad –la envidia, la vanidad, la soberbia, el resentimiento, el afán de poder…– que motiva tantas decisiones que a menudo afectan a tantas personas.

¿“Tú crees que las biografías son inmorales? ¿Crees que su misma esencia y naturaleza son inmorales?”, dice Razaghi a Arden, quién fue el amante de Gund. Unas páginas atrás, Razaghi, hablando con Caroline –la viuda del escritor–, había formulado una pregunta similar a propósito de la pertinencia o no de escribir la biografía. “¿Por qué lo conviertes en una cuestión moral?”. Razaghi se responderá a sí mismo: “Aquello que intento hacer es del todo y moralmente inocuo”, pero se engaña. Aunque el biógrafo se autorrepresente como un arqueólogo, que se limita a reordenar los huesos de un esqueleto enterrado o los fragmentos de una civilización perdida, su propósito es imposible porque es moral y a la fuerza impuro: la reconstrucción de una vida para mostrarla desde dentro. Podría limitarse a pulir los restos –buscar documentos, hacer entrevistas, descubrir papeles privados–, pero la tentación, si está dispuesto a jugar el juego moral de la mejor biografía, es imaginar qué escondía la materia gris de la calavera que se tiene entre sus manos. No conozco otro método para intentarlo que la mezcla honesta de distancia y empatía. Caerán los mitos, se reabrirán heridas, pero se ensayará un ejercicio de humanidad liberador.

LA VANGUARDIA