Cantos de sirenas

Es común oír, en todos lados, la recomendación por parte de políticos y de opinantes de no atender a las promesas electorales (de los otros, se entiende), de “no escuchar cantos de sirena”. (Algunos son, ciertamente, más cínicos, verbigracia Monsieur Charles Pascua, quien acaba de fallecer, pero dejó el concepto, cuando fue ministro del Interior de la avezada derecha en Francia: “Las promesas de los candidatos comprometen sólo a los que creen en éstas…”). La mayoría de quienes pronuncian aquella frase del título, ignoran por completo a qué se refieren. No las fuentes, claro, ya que casi todos saben, porque lo han visto en la secundaria y hasta algunos privilegiados en la primaria, porque han leído o han escuchado que viene de la historia del divinal Odiseo y que consta en libros famosos. Pero lo que desconocen es su sentido. Pocas personas, aun entre las muy formadas, se han interrogado sobre él, y menos todavía que esas pocas han acertado a responder o a trazar una respuesta a las preguntas elementales: ¿Qué era el canto de las sirenas? ¿Qué cantaban? ¿Por qué era tan peligroso ese canto? ¿Por qué había que taparse los oídos para no oírlo? Etcétera. Es, acertadamente, lo que plantea Maurice Blanchot en la magnífica introducción a su no menos magnífico Le livre à venir (El libro por venir): “¿De qué naturaleza era el canto de las sirenas? ¿En qué consistía su defecto? ¿Por qué ese defecto lo volvía tan poderoso?”.

Por lo que recuerdo o pude registrar, y pese a los tremendos anuncios que se esgrimen, una sola vez las sirenas hablan, cantan, en aquel libro famoso, la primera gran narración de la cultura que nos abarca: Odisea, Rapsodia XII. Y todo lo que dicen o cantan se resume en las pocas líneas que transcribe, escuetamente, la “versión directa y literal del griego”, de Luis Segalá y Estalella: “¡Ea, célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca, sino que se van todos después de recrearse con ella, sabiendo más que antes, pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra”. Fin de la cita, del único parlamento a cargo de “Las sirenas”, “cuyo canto hacía enloquecer a quien las oyera”, de su intervención directa en este vasto libro. Como se ve, las denostadas sirenas, aparentemente, apenas piden no más que ser escuchadas, nada dicen de terrible o peligroso, nada para quitar el sueño a nadie (o sea, como alguien afirmaría en nuestro modesto y contundente rioplatense, “no dicen nada”). Es “un canto enigmático, potente por lo que le falta” (otra vez Blanchot, para quien aquellas ínfimas líneas son todo el espacio en que se juega la Odisea). En cambio, captando ese poder de lo no dicho, de lo que falta, Franz Kafka acentúa lo contrario, desde el título, en su extraña fábula “El silencio de las sirenas”. Y sin embargo, hay que impedirse oírlas, tapar con cera los oídos de los acompañantes, atarse el héroe a los mástiles, para no volverse loco o tirarse ardientemente al fondo de la mar embravecida. Hay veces que los dioses exageran…

Dicho canto es el que permite sostener a Tzvetan Todorov, en un joven trabajo sobre “La narración primitiva”, que “Así como el jefe de un pueblo era la encarnación de un tipo de palabra (la palabra-acción), el aeda viene a ser el campeón indiscutible de la palabra-narración. La admiración general se centra en el aeda porque sabe decir bien; merece los más grandes honores: ‘es así que su voz lo iguala a los Inmortales’; es un regalo escucharlo. Nunca un auditor comenta el contenido del canto, sino sólo el arte del aeda y su voz. /…/ La palabra-narración, la palabra-arte, encuentra su sublimación en el canto de las Sirenas /…/ Las Sirenas tienen la voz más hermosa de la tierra y su canto es el más bello sin ser por eso diferente del canto del aeda /…/ Es un canto que trata de sí mismo. Las Sirenas sólo dicen una cosa: que están cantando”. Porque en realidad las sirenas (dos, para Homero, que utiliza el dual del griego antiguo; tres o más, según Robert Graves, quien les pone también nombres), como se ve, no declaraban nada, nada que no fuera su propio canto. No decían, más allá de ello (que ésta es “nuestra voz”, ésta es “la suave voz que fluye de nuestra boca”), algo que tuviera otro “contenido”, otro “mensaje”, ni siquiera de intimidación, ninguna profecía, ningún acertijo (como el de la Esfinge tebana), ningún dilema levantado, ninguna réplica. La única amenaza, cumplida, es su propio canto. Como si dijéramos: cuidado con lo que yo hablo, porque, cualquiera sea mi mensaje, es amenazante, es terrible, te llevará al abismo. ¿Por qué? Porque soy yo quien lo emite. La Sirena.

La historia puede ser contada, en resumen, así: advertido por los dioses, “por la divina Circe”, de lo peligroso que era el canto de las sirenas, Odiseo ordena tapar con cera los oídos de sus remeros y se hace atar al mástil del navío. Si hechizado por el canto, él llegara a pedir que lo desatasen, sus compañeros deberían apretar aún más fuerte las ataduras. Gracias a este artificio, el héroe consigue ser el único humano que oye el canto y sobrevive a las sirenas, las que devoran a los infaustos que se dejan seducir. Al verse vencidas, son estas criaturas monstruosas las que se precipitan al abismo. Luego vinieron otros textos que fueron continuando esa tradición y, aun deformándola en la línea que trazó Apolodoro (en verdad, el seudo-Apolodoro), en su Biblioteca Mitológica (siglos I-II), quien narra que Orfeo (con anterioridad, claro, a Odiseo), desde la nave de los argonautas, cantó más dulcemente que las sirenas, por lo que éstas se tiraron al mar y quedaron convertidas en rocas, ya que su ley era morir cuando alguien resistiera su hechizo.

La historia parece venir a cuento entre nosotros por los cambios de discurso de la derecha argentina (asimismo, levemente monstruosa por la mezcla o transformación de animal marino en criatura de armada y artificial belleza), y en general de la oposición, muy preocupada ahora, según a cada rato clama, por los pobres, la falta de educación y salud públicas, de aguas corrientes, de cloacas y de pavimento. Nuevo discurso que “la gente”, el interlocutor que ellos construyeron, naturalmente no toma en serio. Porque no cree en ese emisor, sabiendo que sólo por provenir de tal emisor es un “canto” que la conducirá a la pérdida.

Quienes lo oyen, parecen seguir en esto una de las reglas que consagraron los analistas del discurso desde la escuela de la Pragmática: “Dime quién habla y te diré qué dice”, y advertir que las palabras son las mismas, si bien no quieren decir lo mismo cuando las pronuncia uno u otro. Hay quien compara la situación con el Pierre Menard de Jorge Luis Borges, pero olvida que Menard, el “autor del Quijote” (y de ahí la calidad del cuento), “no se proponía copiarlo”, “lo cual es fácil”, “quería ser (subrayado) Miguel de Cervantes”, lo que es cualitativamente distinto. Aunque, bueno, como ya nos lo advierte el mismo Borges en el principio del bello texto que les dedica en su Manual de zoología fantástica: “A lo largo del tiempo, las sirenas cambian de forma”.

* Escritor, docente universitario.

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