Stefan Zweig, impaciente

No parabas de trabajar. Hiciste poesía, tradujiste a Baudelaire y Verlaine. Revisabas tu Balzac, y anotando al margen leías a Montaigne. Subrayaste que la intensidad dramática de La Malquerida de Benavente resumía a Freud. Desde la Gran Guerra sabías que Europa se estaba suicidando. Nada alegre, te distraías con Tolstoi y Goethe.

Comenzaste a buscar otros rumbos. Irte de vos mismo, sin saberlo. Siempre estabas huyendo sin hallar el refugio buscado hasta que te diste cuenta de que uno no puede huir de sí mismo. Donde fueras había espejos férreos como aduanas enemigas.

Te exigían compromisos militantes y criticaron tu neutralidad. Dijiste que nunca hablarías mal de tu país y que “El artista que cree en la justicia nunca debe ilusionar a las masas con frases halagadoras, que el escritor, el intelectual, debe concentrarse en sus libros, que él no está educado para ser un líder popular”.

En Nueva York tu primera visita turística fue visitar la tumba de Walt Whitman. Continuaste huyendo, extrañando los bares europeos y la alegría de tu juventud. Comenzaste a pensar desalineando cuando afirmaste que: “Sólo somos fantasmas y recuerdos”. Entonces recalaste en Brasil.

Río de Janeiro te cautivó. Escribiste El país del futuro, fue bestseller y muchos no te lo perdonaron. Te acusaron de glorificar al aclamado tirano Getúlio Vargas, al que luego imitarías. Afirmaste que la humanidad tiene un defecto eterno: ¡Una completa falta de imaginación! Eras un ingenuo idealista que se transformó en desesperado humanista. Libertad, pacifismo, elevación cultural, fueron los tres pilares de tu sabiduría. Amabas a Dostoievski, Dickens y escribiste pensando alto. Bajaste al Carnaval de Río siete días antes de escribir: “Europa se ha suicidado”.

Decidiste en plena lucidez: “Es mejor finalizar en un buen momento y de pie, toda una vida en la que el trabajo del intelecto fue puro placer, y la libertad el bien mejor preciado de la tierra”. No soportar el desarraigo te enfermó y los que te maltrataron por no asociarte al partido de los fanáticos, jamás comprendieron tu dolor por la gente. Natural, lo mismo que a Hemingway, te asustó la inclemente vejez. Ordenaste tus papeles y escribiste a tus camaradas: “Ojalá vean el amanecer luego de esta larga noche. Saludos a todos mis amigos. Como yo estoy muy impaciente, me voy antes”, silbaste en broma.

Esa noche construiste el amor una vez más, el de la despedida híbrida. Luego te anudaste la corbata y tragaste la solución categórica de Séneca: “La naturaleza nos ha dejado la salida libre, y los que piensan que el hombre no debe quitarse la vida nos cierran el camino de la libertad”. Recordaste a Heinrich von Kleist, poeta que admirabas y que mató primero a su amada Henriette con cáncer avanzado y luego volvió la pistola para volarse él la cabeza. Pensaste que tu situación era muy semejante, a pesar de que ellos no habían alcanzado los cuarenta y vos ya considerabas un regalo el largo beneficio de tu existencia. Comprando los boletos para la conciliación y la armonía, en un viaje directo y sin escalas apuraste la dosis de Veronal. Lotte, tu Charlotte Altman, aún desnuda y envuelta en cáncer te besaba mientras tu cuerpo moría trepidando; luego se puso el kimono y extremó lo mismo en el único vaso.

El periodismo logró la magia de que ustedes murieran dos veces. Parece ser que la pose original es la que muestra a Lotte abrazada a tu cuello luciendo una pulsera en la muñeca. Y se supone que luego el fotógrafo de otro diario decidió desplazar el brazo de Lotte, (¿con la misma pulsera?), para que la foto de los rostros, más despejados, los individualizara mejor a los dos, (¿y se advirtiera tu corbata?)…

Hay versiones que dicen lo contrario, que el primer fotógrafo prefirió acentuar el romanticismo de la escena subiendo a tu cuello la mano de Lotte. Lo que no se cambió fue la posición original de los cuerpos: ella sobre vos. Lo de siempre, la mujer protegiendo del frío, alimentando, amando. Ella te había salvaguardado de los exaltados que nunca aceptaron tu libertad. Cuando la mujer se apodera del hombre y sabe que le pertenece, lo sigue a pleno sol o en tinieblas; así descifró Lotte, y se enalteció. Yo te pregunto: ¿si la tenías a ella que tanto te dio y tanto te adoraba, cuál era la necesidad que mucho te apuraba? Te reprocho, maestro. Cuánto quisiera yo haberla tenido, tenerla, volver a besarla. Amigo, la mujer, aún en llanta, vale mucho más que toda la literatura del mundo. Lo sé, restauro en mi protector de pantalla un mundo ya muerto e irrecuperable. Y no puedo dejar de pensar, querido Stefan, que suicidarse con la corbata puesta, anudada con la prolijidad de tu prosa, es algo más que un simple detalle de señorío.

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