La casa de los niños

Belaya Tzerkov es una pequeña ciudad ubicada en el centro-norte de Ucrania. En algunos mapas puede figurar como Bila Tzerkva y su traducción literal al castellano es Iglesia Blanca. En plena Segunda Guerra Mundial, las tropas alemanas del VI Ejército llegaron a esta ciudad, convocaron a los judíos que vivían en sus alrededores y los fusilaron haciéndoles cavar sus fosas con anterioridad, constituyendo un antecedente de la matanza de Babi Yar, meses después, en la que asesinaron a cien mil personas, judíos, comunistas y gitanos en partes iguales.

Algunos oficiales del ejercito nazi se apiadaron de una parte de los niños de Belaya y los trasladaron a una casa deshabitada en el perímetro de la ciudad, especulando con la posibilidad de que sean trasladados posteriormente a algún orfanato. Eran noventa criaturas, algunos de ellos bebés de días o meses, y otros –los más grandes– que alcanzaban los siete años. Gran parte de los niños judíos de la zona ya habían sido fusilados junto a sus padres en las dos primeras semanas de agosto de 1941. Pobladores ucranianos e integrantes de la 29 división de infantería de la Wehrmacht –alojados en las inmediaciones de la “Casa de los Niños”– escuchaban a toda hora los gritos y los llantos que provenían de esa vivienda abandonada por las tropas nazis, pero que era “custodiada” por la Polizei ucraniana.

El 20 de agosto de ese año, durante la mañana, dos capellanes de la 295 división de infantería informaron al Teniente Coronel del Sexto Ejército –Jefe de la plana mayor del mismo–, Helmuth Groscurth, la existencia de la casa de Belaya Tzerkov, donde estaban confinados ese casi centenar de niños. Los informes brindados por los capellanes que acompañaban a las tropas alemanas mostraban con preocupación –según cuenta Vasili Grossman en Vida y Destino– la salud de los pobres soldados de la Wehrmacht imposibilitados de poder descansar adecuadamente frente a los gritos desahuciados de los párvulos. Groscurth era un militar con un claro compromiso antinazi que colaboraba –en la clandestinidad– con la red de resistencia antihitlerista que existía al interior de Alemania. Una de las tareas de oposición al Fuhrer consistía en enviar informes detallados de los crímenes sucedidos en el frente oriental al diplomático germano, Ulrich Von Hassel, que los distribuía entre los reducidos componentes opositores, militares y civiles, que sobrevivían al interior de Alemania. Von Hassel fue uno de los ahorcados por la Gestapo, acusado de ser parte de la “Operación Valquiria”, en la que el 20 de julio de 1944 se intentara, frustradamente, asesinar a Hitler.

Groscurth, como miembro de la Plana Mayor, tomó ese 20 de agosto de 1941 la decisión de salvar a los niños encerrados en Belaya Tzerkov, pese a que la orden de asesinarlos ya había sido tomada por la SS. Algunos oficiales de las SS, incluso, habían sugerido la posibilidad de tapiar las puertas y las ventanas para dejarlos encerrados, generando la muerte por peste e inanición, para evitar el traslado de la 29ª división de la Wehrmacht a una locación más plácida, donde no tuvieran que sufrir el sonido permanente de los llantos infantiles. Esta sugerencia les permitiría –además– evitarse el mal momento (aunque “justificado” en su lógica) de asesinar niños.

Groscurth se dirigió ese mismo 20 de agosto al cuartel general del VI Ejército, ubicado a 15 kilómetros de la “Casa de los niños”, y pidió con urgencia una entrevista con Paul Blobel, importante jerarca de las SS y máximo responsable de los Sonderkomando, cuya misión básica consistía en ejecutar civiles (especialmente comunistas, judíos y gitanos) luego del avance de las tropas que se dirigían hacia Stalingrado. La respuesta de Blobel frente a la “irrespetuosa” insistencia de Groscurth fue tajante: “a los judíos hay que exterminarlos tengan la edad que tengan” y le advirtió al Teniente Coronel que “su interferencia con las ejecuciones de judíos iba a ser informada inmediatamente a su superior”, el jefe de las SS, Heinrich Himmler.

El día siguiente, durante la madrugada del 22 de agosto de 1941, los niños fueron fusilados en el mismo lugar donde sus padres y hermanos habían sido ejecutados unas semanas antes. Blobel concedió durante esa jornada licencia a sus tropas para que la orden fuese ejecutada por las tropas ucranianas, que se sumaron al ejercito alemán para combatir al oso soviético. Groscurth quedó devastado: escribió un informe detallado de lo sucedido al Comandante en Jefe del VI Ejército, Von Richenau, sin obtener ninguna respuesta. Pero su relato de “La Casa de los niños” supuso una clara vulnerabilidad por la desconfianza que generó entre sus superiores. Días después de la masacre, Groscurth le escribió a su mujer: “No podemos, ni nos debería ser permitido, ganar esta guerra”. Alguien escuchó esa plegaria: fue capturado en la batalla de Stalingrado y murió en poder de las tropas soviéticas en 1943.

Hace pocos días se cumplieron 75 años del crimen. En las inmediaciones de Belaya Tzerkov existe desde 1941 un mito popular referido a “La Casa de los Niños”. Cuando empiezan a soplar los vientos de otoño, los llantos de los árboles simulan la melodía ensordecedora de los gritos de las criaturas. Un poeta injustamente olvidado, sugirió que ese aterrador sonido es uno de los tantos castigos que la humanidad deberá escuchar –persistentemente– por no haber hecho lo suficiente, para salvarlos.

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