Inmaculada

Escribo este papel (que ustedes leerán pocos días antes de Navidad) el día de la Inmaculada Concepción de María, día de la Purísima, fiesta de todas las Contxas y Contxitas, Puras, Inmaculadas e Inmas, y sobre todo patrona de España, de los Tercios de Flandes y del Arma de Infantería. La historia de la doctrina cristiana, en todas sus variantes, oriental y occidental, griega y latina, católica y protestante, puede llegar a ser fascinante, sobre todo si se la contempla con la saludable actitud del agnóstico: un agnóstico pacífico y cálido como yo, cristiano cultural y estético (me gustan las iglesias medievales, la liturgia solemne, el arte barroco, y algunas cosas más…). Si la teología profesional puede resultar especialmente retorcida, abstracta, complicadísima y a menudo puramente especulativa y vacía de contenido real, la teología «profana» y recreativa me resulta especialmente sugerente, como los fundamentos de este dogma de la concepción sin mancha de la Madre de Dios, que tiene, como idea o creencia, un mérito muy particular. En efecto, para tratar de aclarar un poco en qué consiste esta concepción inmaculada de María (que, en la incultura religiosa creciente, muchos confunden con la concepción virginal de Jesús, por obra del Espíritu Santo, otro pequeño o gran misterio…), hace falta en primer lugar tener clara la idea de pecado original y de su transmisión universal, idea que, si la consideramos atentamente es un disparate insostenible. San Agustín, buen escritor, pensador genial y defensor furibundo de posiciones a menudo inhumanas y brutales, recogió antiguos conceptos maniqueos, neoplatónicos y gnósticos, los mezcló con el mito bíblico del pecado de Eva y Adán en el paraíso, y concluyó que tal pecado es una mancha hereditaria que condena a la humanidad entera a la perdición, una generación tras otra: en el acto de la generación se transmite la impureza, la mácula, el pecado, y no hay nada que hacer (será que el pecado residía en los espermatozoides, quién sabe, quizás algún teólogo moderno debería elucubrar sobre el tema…). Sólo Jesús fue concebido sin mancha, porque era Dios mismo, y porque no hubo macho ni sexo. Y el resto, manchados desde el origen, sin excepción. ¿Sin excepción?, pensaron algunos Padres de la Iglesia, orientales sobre todo, fascinados progresivamente por la figura de la Virgen, la ‘Theotokos’. Y si hubo una excepción, ¿una sola? ¿Y si San Joaquín y Santa Ana no transmitieron la mancha fatal, y María desde el primer instante (desde el óvulo fecundado, diríamos ahora…) ya fue limpia, pura purísima, inmaculada?

Imposible, afirmaron muchos teólogos, santos, obispos, papas y monjes diversos, y la controversia duró siglos, con acusaciones mutuas de herejía: ¿en qué texto revelado aparece la idea, eh?, decían unos; ¿en qué cabeza cabe que la mínima María embrionaria, que había de engendrar un Dios, estuviera manchada de pecado?, decían otros. Y a partir del siglo XIII dominicos y franciscanos aprovecharon el tema para enfrentarse una y otra vez. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, proclamado Doctor Angélico y teólogo supremo de la Iglesia, escribió repetidamente contra la tesis «concepcionista», con gran disgusto y escándalo de sucesivas escuelas de teólogos franciscanos. De una manera o de otra se tenían que entretener. Hasta que en 1848 se extendió por Europa entera la ola de revoluciones urbanas, movimiento democrático que llegó hasta los Estados de la Iglesia, y el Papa infelizmente reinante, Pío IX, se asustó y huyó de Roma, donde se proclamó incluso una república, pronto aplastada por la presión de Austria y la intervención militar de Luis Napoleón (que quería hacer méritos con los católicos antes de hacerse elegir emperador) e incluso de una inútil expedición española. Ante su posición insoluble y angustiosa el Papa, refugiado en la plaza fuerte de Gaeta, se quejó un día al cardenal Luigi Lambruschini: «No trobe solució humana a aquesta situació…» («No encuentro solución humana a esta situación…»). «Y pues», dijo el cardenal, «busquemos una solución divina, Santidad: proclamad el dogma de la Inmaculada Concepción». Respuesta genial y oportuna: el Papa se decide y hace el anuncio, la solución llega por vía militar, el Papa recupera el poder absoluto, las revoluciones fracasan en toda Europa, y el día 8 de diciembre de 1854, el papa más reaccionario de la época moderna proclama que la doctrina de la Inmaculada Concepción es revelada por Dios (¿revelada cómo y dónde?, no se sabe…), y que «si alguien llega a sentir o pensar lo contrario, sepa que él mismo se condena, que naufraga en la fe», y que cae ‘ipso facto’ bajo todas las penas que el derecho establece. Así fue la cosa, más o menos. La infantería española, sin embargo, no tuvo nada que ver.

EL TEMPS