El vacío

 

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El filósofo Ludwig Wittgenstein.

Esto era, hace algunos años, una comida del jurado de un premio de ensayo en memoria de Josep Lluís Blasco, catedrático de metafísica y especialista en teoría del conocimiento. Comíamos, pues, tres filósofos, un físico y un servidor, que no es ni lo uno ni lo otro, y hablando hablando hablábamos de los déficits ontológicos de la realidad, que es una cuestión muy antigua, tal como comentó el profesor Ramon Lapiedra, ex rector de la Universidad de Valencia y eminente físico teórico, que ha publicado un libro excelente sobre esta materia, relativamente asequible para los lectores laicos que somos casi todos.

Hablábamos de la física como metafísica de nuestro tiempo, la ontología justamente (¿qué es el ser?, se preguntaron por primera vez los presocráticos), y yo recordé una expresión irónica que pensaba que era invención mía: «Metafísica experimental» . Con gran escándalo de los filósofos, el físico dijo que él también creía que la había inventado él, pero que después resultó que aparecía en algún papel académico del ramo. Hablábamos de la célebre tesis séptima de Wittgenstein, según la cual «Sobre aquello de lo que no se puede hablar, se debe callar», que es toda una filosofía, una teología y, según cómo, una ventana hacia la mística. Que se lo pregunten a mi amigo Josep Maria Terricabras.

Yo, que tengo como principio intentar saber qué es, más o menos, lo que no sé y que no entenderé nunca, al día siguiente miraba (en una de los escasos momentos que miro la tele), un programa de National Geographic que hablaba de los átomos. Lo que inventaron los griegos, lo que durante muchos siglos parecía la parte mínima de materia de que todo está hecho, y que resulta que está compuesto de multitud de partículas que forman el núcleo, dichas partículas elementales, además de electrones impalpables que circulan velocísimos alrededor. De eso, pues, estamos hechos ustedes y yo, el agua del mar y las estrellas, y las piedras de las catedrales, y no sé si también la Odisea y la música de Bach.

Una imagen me dejó perplejo: el núcleo de un átomo, del tamaño de una naranja, aproximadamente quieto en medio de una catedral inmensa, rozando los muros de la que volaban los electrones inmateriales. El resto es vacío y la nada. Quiere decir que, en realidad, además de la ignota materia oscura del universo entero, nosotros, cuerpos de carne, también estamos hechos de una grandísima parte de vacío y de la nada, del espacio enorme que queda entre los electrones y la masa del núcleo de cada átomo. Miseria de la materia, o gloria del espíritu, quien sabe. Y eso, tal vez, explica muchas cosas, incluso en la literatura, la historia y la política: los hombres y las mujeres estamos hechos mucho más de huecos que de plenos, mucho más de la nada que de algo palpable, mucho más de humo que de leña. Y este vacío sustancial a menudo se nota escandalosamente, sobre todo observando lo que hacen, dicen o escriben tantas personas -periodistas, economistas, políticos, escritores… – que más valdría que se aplicaran el precepto final de Wittgenstein.

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