“Historia de la Belleza/Historia de la Fealdad”

Umberto Eco en “Debolsillo”

 

 

 

 

Alojado en una Residencia de Madrid, a un andaluz retraído, Juan Ramón Jiménez, le llega por el patio una armoniosa a la par que estridente risa. Ríe en cascabeleo Zenobia Camprubí. Según una crónica impresa y fría, al vate le irritan esas carcajadas porque le impiden concentrarse, trabajar, leer y dormir. Se queja.

 

 

 

 

Tuve, empero, acceso directo a un testimonio más contemporáneo y novelesco del hecho, el cual afirma que el hipersensible y enamoradizo, quizás sediento de ternura Juan Ramón, tanto que tuvo que alojarse durante un año en los sanatorios de Bouscat, Francia (manicomio, diría con precisión Leopoldo M. Panero), más tarde en otro ‘próximo a Madrid’, quedó prendado, tras la ira refleja, del gorjeo oculto. Sin siquiera haber visto a la joven. Buenas vibraciones.

Lo que siga en vagabundeo de ideas no va a ser, ya que ello resulta absolutamente irrealizable y reñido con la duración de una vida, una biopsia dictatorial -léase crítica- de los dos imprescindibles volúmenes en los que me he embebido, no enfrascado. Son conceptos eternos, con sus variables, que nos vienen dados como cánones para elegir pareja, o parejas.

 

El gran problema de la belleza que nos horripila es que no hay solo un alma gemela que se nos ofrezca mediante vía estética humana de lo humano, sino varias. Un libro curioso, «Not silent, if dead….» habita mis estantes. Es obra de un espíritu, un ectoplasma o ‘elemental’ ; obra que, en los 1920 ingleses tan amigos de lo que llamaban psíquico, le fue comunicando el ánima a una médium que firma ‘Parma’. Describe el fantasma cómo es su vida en el más allá y nos consuela con lo antes indicado. Almas gemelas a manta. Limitadas, para mayor sosiego.

 

De la curiosidad

 

Quizás el año que viene, decía, o dentro de un mes, tenga que volver a escrutar y autocriticar lo aquí dicho. Entre otras cosas, para desmentirme de algo incorrecto que en este texto aparezca y para rebuscar por mis circunstancias mutantes -como las suyas de usted si se asoma a sus páginas y, de seguro, se engancha- dónde y cuándo he sido prejudicial y arbitrario. Toda asunción de lo bello y lo feo absoluto siempre será caprichosa, ilógica, tornadiza. El cortejo parte de desentrañar, y casi siempre, percibir, cómo nos alcanza en la zona diafragmática, segundo cerebro, el de los placebos, esa hermosura que nos horripila.

 

Ese escalofrío cálido. Deberíamos fijarnos, ante todo, en las dimensiones perfectas a fuer de armoniosas, en la contemplación áurea o fibonacciana de las formas. Lo hermoso y lo feo, o el mestizaje de ambos, sólo se introyecta a través de un instinto poco aprovechado: la curiosidad. Así, Se pilla una revista ‘de-lo-que-se-lleva’ y se oculta uno en lo rebañego. La adolescencia lo ha hecho siempre, usted también, y por otros cauces de imitación; que las canas no nos vuelvan hieráticos. Fíjense, durante el inminente carnaval, eso sí, en la resistencia a ser Pierrot solitario, envuelto en máscara de diseño propio. Se prefiere, constaten, un uniforme común, de pandilla, al uniforme para cada uno de otras décadas.

 

Más que novelista-bestseller, Eco el semiólogo practica aquí una rara, pero no extinta, aprehensión estética. Diferencia con cuidado extremo la comprensión de la explicación del hecho a tratar. En todos los detalles de su discurso. Aquello que constituye un mecanismo mutuo transmisible puede reducirse al modelo en el sentido utilizado por quienes cultivan la Física, química o biológica. Incluso cuántica. O espectacular, vistosa más que viva: volvemos al ‘glamour’ y a la pasarela. Porque no hay nada más alejado del hechizo que un desfile de perfecciones a alcanzar. Algo dimana de Misses y Místeres que los mecaniza como a «La Venus Mecánica» de Samuel Ros. O a las amantes hinchables que fingen orgasmos.

 

Duda especular

 

Gozamos, fíjense desde ya, de dos espejos. El uno, para maquillarse, untarse jalbegues diversos, lavarse la cara y manos o afeitarse, nos defrauda bajo la luz hoy recomendada, la fluorescente. Te trasladas a otro, de cornucopia, al que hiere la luz natural a 90º del anterior, y te ves (relativamente) más aceptable. La neblina en que se refleja nuestra figura en un tercer espejo, la ventanilla del metro, oculta esas arrugas faciales que tantísimo trabajo nos costó tatuarnos. Anoten que casi a diario escuchamos ese eslógan tan Fáustico de «antiedad». Eco le dedica un capítulo a lo fáustico en la esópica transtemporal. Lo del tatuaje y el pírsin, por asimilación frívola a la aventura, al hampa y a algún cuplé, hay a quienes pone y a quienes no. No es aderezo, como el lunar, que realce o corrija la hermosura-fealdad. En francés, lunar es ‘grain de beauté’. En cuanto a mirarnos, buscamos el ángulo de eclipse en flú que todo fotógrafo conoce y que, sin photoshop, desarrolla en distribuciones de sombras sobre los rasgos. Paraguas, focos e incluso una simple cuartilla. El problema de la Esfinge consiste en ¿quién de todas esas figuras especulares es Yo?

 

Lo que debemos percibir divagando en sistema Peripato, y si no divagamos no hallaremos jamás la raíz enjundiosa de ninguna obra maestra; lo que debemos intuir sumergidos en estos dos tomos, cerrados o abiertos, ni jánicos ni antípodas, es que gozamos de un cerebro externo o exteriorizado como apariencia, mejor dicho, aparición, que nos conecta a través de seis sentidos, o más, con aquellos con quienes tratamos. Para bien o para mal. En cuanto a las esculturas vivas, es evidente que el Renacimiento regresa. Las leyendas de alcoba, la cinematografía, los seriales, nos ofrecen esa obligatoriedad de los seis abdominales rectos, masculinos, de surfista o de asiduo al polideportivo. Los clásicos y los renacentistas, al disfrutar de aquellas anatomías exactas, tan distintas de sus propias carnazas dionisiacas, tragaldabas y triclinio-potatoes, borrachuzos ellas y ellos, no imitaban a la piedra o al bronce. Delegaban en lo icónico la actual obligatoriedad de la musculación. Son diosas y semidioses: joderse. Se corre hoy el riesgo, así, del clon masculino; y asimismo en las piernas larguísimas, de écuyère de circo y fieras, de las jóvenes; metamorfosis que intriga, porque no son trasplantadas más que por la mente deseosa de estar al día, o cumplir con el catecismo de los encantos. O por la pulsión de metamorfosis que describe Bergson: «El ser humano tiene ojos por su voluntad de ver». Esos ojos que, posteriormente, lanzarán fucilazos para embrujar. Pero, ay, el burka occidental, las enormes gafas negras, gafas de mosca cuya utilidad dermo-profiláctica no alcanzo a comprender, nos privan de mucho sexapil en forma de láser ocular, de intercambio franco de miradas cómplices. Las voces más maliciosas me insinúan que radica, el misterio de esos antifaces, en poder mirar con desfachatez sin ser vistas. También, facultan a quienes las usan para saber quién las mira, cómo las mira, mirando al que no puede distinguir a la persona en su completa identidad. Ocurre a veces que una chavala despampanante nos sonríe, saluda e incluso nos aprieta el brazo, y es la hija de algún conocido que ha dado el estirón, torso incluido, que usa además plataformas. Adiós al subidón del ego.

 

Amor ciego

 

Sí, voy por ahí, de la belleza-fealdad se disparan, como catapultas, amoríos inimaginables. También mediante el braille. Una vez mi abuela ciega, al conocerme por primera vez, me palpó la cara y me describió por el tacto. Me reconocí, sin sorprenderme demasiado. Luego se puso al piano y la emprendió con una sonata de Schumman. Al estilo alemán: dedos verticales. Le solía decir a mi tía, y apunto que mi abuela paterna era maña de Daroca: «Hija mía, aprende piano como yo, que eres fea y las feas no se casan». Sin circunloquios. Casó mi tía, sin embargo, con un jurisconsulto muy solicitado de Granada. Un llamado Artacho. Que, bien mirado, era infinitamente más feo que ella. Eso sí: armado de un cerebrito cariñoso y, para colmo, capaz de levantarse pingües minutas. Vean que el amor es ciego, incluso en la icónica de sus alegorías. Esto me lo matizaría una tarde Tete Montoliú: «Yo no soy ciego, lo que pasa es que no veo». A la pasión le ocurre lo mismo. En algún sitio escribí que, más allá de lo infinitesimal, nadie es simétrico y que, sin embargo, a lo largo de la historia, se rehuye a los tuertos y bizcos porque, por folklore, transmiten el mal fario, el meigallo. Nótese que en euskara la palabra ‘begizko’, o mal de ojo, castellanizó el término de bizco. Lo cual me conduce, por encadenamiento de ideas, al atractivo letal de las personas con algún defecto que las disimetriza y distingue, en el sentido de lo distinguido, de las demás. Las destaca de las hermosuras inanes, de portada de cuché, y en el tejemaneje que se traen con las exclusivas. Ello, pese a que cuando se recibe ese papiro firmado por S.M., se haya dejado claro que la información, lo de veraz es una mandanga, jamás se paga ni cobra. Se solicita y concede. O no. Y ese no, también es no.

 

Culto a Príapo

 

Concurre aquí el efecto/Barbie avejentada de las novias de Frankenstein que cambian la camilla con brasero por el plató. Cuya voz de botox y tabacazo parece emerger de una tragaperras. La bruja, el embrujo, suele pintarse en tonos de repulsión hasta que llegan el sapo y el licántropo y las transforman en bellezas que enloquecen. Relatos que suelen traer su miga. Lo cultivan, en las casas de masajes y afeites. Ser «bien parecido», «otoñal resultón con gancho” exigen eso que dan en llamar cosmética. Voz que procede del griego kosmos. El Cosmos es un universo ideal y perfecto donde nada chirría o disuena; es lo Armónico -en teoría- por oposición a lo Caótico. Pueden verse pornopáginas donde se indica el interminable apartado «Natural tits». No pasadas por quirófano, vaya.

 

Un amigo escultor lo definió, el tratamiento ¿estético? del pecho, como un contrasentido, ya que lo que más mola son los senos «caídos hacia arriba». Estas pornopáginas las patrocinan, en cuanto al varón y en los márgenes, sustancias asimilables a los crecepelos que aseveran su facultad de engrosar los penes hasta la mamarrachada. La foto-antes/después mueve a la carcajada. Un fallido regreso al culto a Príapo, si nos ponemos cultos. Nos reventó de risa llorona en «Los cuentos de Canterbury». Porque otro conocido, meditando en torno a las partes pudendas masculinas, me definió que los testículos han de ser «pequeñitos y apretados al culo, como los tigres». Se identifican, pues, ambos atributos, con los de los diabólicos diantres de los capiteles del Camino de Santiago. Ah, y con esos tacones, en piernas zangolotinas ya aludidas, que vaticinan un espinazo femenino en peligro de mutar. Así, la clonación sin crisol, lo trendi-gregario, es el mayor de los riesgos que acechan a la personalidad de la persona, en la actualidad. Valga de ejemplo, pongamos, un Discóbolo de Mirón absolutamente bidimensional en trigonometría, y que se diría medido por Pitágoras a partir de dimensione áureas y geometría más descriptiva que proyectiva. Para realce de fuerzas hercúleas, resulta poco convincente que se disponga a lanzar uno de aquellos LP de vinilo, y no un disco reglamentario y olímpico.

 

El coito y lo divino

 

Otras muchas esculturas heroicas, mitológicas, castrenses, conmemorativas, siguen el mismo patrón de antes. O excesivamente guapos o excesivamente repulsivos cuando, como en pórticos o capiteles románicos, sobre todo los lujuriosos en versión caricaturesca, se desmesuran sus atributos y se les animaliza. Luego me centro en esto. Se intenta, por parte del Clero arquitectónico románico, que nos reflejemos en esas posturas grotescas del coito visto desde fuera, hace falta ser morboso. Olvidando que esa disposición de dos cuerpos, supuestamente soez, les dio la vida. Constituye una definición, o sea, un reniego, de lo auténtico, de lo que exalta la fisonomía: la fisiología. El enfermo, el leproso, el agote, el vaqueiro de alzada y su bocio, provocan el ‘apartheid’ de lo, por desconocido y deforme, arriscado. Siglos atrás, y hasta hace poco, debían anunciar su paso con una carraca o una campanilla para que sus congéneres -otro término a subrayar- huyeran al oírlo. O les lanzaran piedras. ¿Era por el contagio o porque les ofendía la vista y la moral? Lo padecieron, y lo siguen padeciendo, los enfermos de sida. Quieren llegar a Marte, luego a Venus, excelente pareja aristocrática, para que en ausencia de gravedad se pueda desinfectar dentro de 200 años la pandemia de un mundo hambriento que se consuela de ello gracias a la relación sexual poco cauta, pero reparadora. Y me remonto al presente, no a los días en que quienes sufrían alta viruela, la sífilis que aquejaba a la pareja de soberanos. Aquélla hacía estragos y afeaba armiños y diademas.

 

Zoomaquias y zoopsias

 

Las gárgolas de edificios sacros, que suelen servir de caños de desagüe en las iglesias góticas, escamosas y malformadas, imitan cocodrilos deformes, ranas de cola de pez; cochinos reptilinos. Y es que poco nos diferencia de lo animal -a ello iré en detalle ‘ut infra’- por la sencilla razón de que somos animales. El mundo del comic, el propio Disney de papel, no el de la bella Naturaleza con Bambi en ella, ni el de los relatos crueles y sadomasocas reconvertidos en fascinación de celuloide, nos indica la costumbre adquirida desde antaño de hacer befa de las personas comparándolas con bestias. Es la zoomaquia ladina de la cobra que entrega la manzana en «Paradise Lost», de Milton. Presente en varias parrafadas de don Umberto. El cual incluye el tamaño exacto y como Dios manda, de un pecho femenino renacentista, y olvidémonos de mi escultor, el de antes. Su volumen debe coincidir con la dimensión de una manzana reineta, la que quepa en la mano anhelante y la líbido desenfrenada; o sea, del tamaño de la tentación. La del Edén, la de la Bella Durmiente. Por seguir con la zoomaquia, a veces zoopsia, a quienes vean en Pío Baroja un metaforista austero se lo desmentirá el escritor de Itzea con un personaje al que define, en la trilogía madrileña «La lucha por la vida», como «con cara de tapir». Pero retrocedamos en el tiempo. Vayamos a las sátiras de Don Francesillo de Zúñiga, bufón de Carlos V y no se sabe si vizcaino o navarro, Eran, los vascos, los payasos más codiciados por sus dicharaches y su castellano al revés. Los ‘graciosos’ de los dramones del Siglo de Oro, tienen nombre de vizcainía.

 

Él, Francesillo, se autodefine como «criado privado, bienquisto y predicador del Emperador Carlos V» y a Su Majestad dedica sus fábulas mordaces. Su majestad castañeteaba la mandíbula prognata al escuchar las metáforas feroces de sus cortesanos expresadas por Don Francesillo. No dejó este, en la Corte, títere con cabeza. Procedente de Nabarra o de Gipuzkoa, en su día aunadas, se dice circuncidado. O sea, judío, casta muy arraigada en estos pagos, y así lo confiesa de refilón. Hagamos una antología breve de sus metáforas burlescas. «… don Juan de Acuña, señor de Xemas, natural de Zamora, hijo de galga y de rocín de albarda…»; «…don Alvar, marqués de Astorga, que parescía mona regocijada en día de Navidad»; «Este conde de Haro parescía de casta de alcotanes o sobrino de garzota blanca»; «…el adelantado de Murcia, que parescía acémila del embajador de Florencia..»; «…parescía este don Juan riñón de buey viejo…»; «Galindo, letrado de Contadores, porque le pareció a este cronista mochuelo que se ha mordido la cola». Etcétera.

 

Fijándonos en el románico obsceno, las figurillas eróticas están ahí para dar pie a que, por zafios, los monigotes indecentes realcen la dualidad mítica-mística, la mística exquisita y atildada hasta la náusea. Resultan ser, empero, los idolillos lascivos, entidades malformadas que, por antítesis, elevan a belleza suprema a las sagradas concepciones sin romperse ni mancharse. Estas presiden la ermita o basílica: iconos que, pese a su condición chaparra, y en el Gótico tan hermosas, virginales, extáticas y purificadas del pecado, destaquen como el colmo de lo anafrodítico.

 

Vírgenes negras versus peponas

 

Umbilicales, los caucasianos o raza blanca olvidan que hace 7.000 años todos éramos negros y que la expansión no tuvo lugar de África a Europa, en vertical, sino en ángulo de mestizaje con zonas de Mongolia. Lo digo porque más de un beneficiado con barragana se sintió ofendido ante las Vírgenes Negras, tan abundantes, que no eran sino deidades paganas que templarios y cruzados se traían de Palestina para confirmar, por encargo, que Tierra Santa, Palestina, era la del Evangelio. Han sido decapitadas, falseadas o blanqueadas con mofletes ruborosos. Peponas de juguete. Se rebusca la belleza de lo feo en la terminología, también. ¡Qué simpáticos eran los mongolitos hace escasos años! De inmediato corrigieron el insulto, a los niños y a los habitantes de Mongolia. Lo mejoraron a peor: pacientes del síndrome de Down.

 

Constituye este díptico de Eco un vademécum para la sensibilidad, una orquesta de sinapsis sinfónicas, dodecafónicas y, en ocasiones, caleidoscópicas. Porque hay páginas que, como la hondura de una mirada, de unas pupilas electrónicas, emiten salmos amatorios. La maquetación, el montaje, la elección de láminas y distribución de módulos me resultan a modo de partitura que cada virtuoso, usted, sin ir más lejos, interpreta. Con su toque de gregoriano en los mitos, los unicornios, las genios, los duendes, las hadas, los trasgos. O las lamias, irresistibles seductoras pese a su pie de oca o de chivo en alusión a que la deformidad o hibridación conceden en sí otra forma de curiosidad, a veces obscena. Como la flauta fálica de los faunos cabrunos. Ejerce esta publicación doble, dual, el espejismo que, llegados a él, no se desvanece. Y de sus aguas beneficiosas bebemos. Y lo acoplamos a la memoria y al mapa del tesoro. Y a él retornamos. Ambos tomos dejan el ojo perplejo en continua fuga del texto escrito a las minuciosas citas y despieces.

 

El proyecto “Debolsillo”

 

Se hipnotizan, sobre todo, merced a unas Artes Gráficas de las que Debolsillo disfruta porque esta editorial identifica el Libro como proyecto y objetivo en auge frente a dos inutilidades: el esnobismo plastificado y la decoración de interiores. Cómo fardan los lomos de incunables junto al sofá. Solo son útiles, se me confirma, los ciber-volúmenes, para archivar en ellos tesis, agendas, listados, proyectos, fotos, vídeos. El ordenador de que nos valemos, desordena: al menos el mío. Esos otros artefactos, producto de la ley-lo-que-se-lleva, antes señalada, son más eficientes, puede; pero denterosos. Hay zonas próximas de la Gran Vía de Madrid, cerca de Callao, donde la tribu urbana poco conocida y examinada de los adictos a la baquelita y los bafles y amplis, eternizan, ¿fealdad viva y sin nostalgias? ese defecto de leves crujidos de rayadura. También, la ‘torre’ del tocata como alternativa a lo nanoforme. Es innegable, que Debolsillo ha sabido mimar el detalle: autoexigencia de médium para todo editor honesto. Responsabilidad que tanto agota. La traducción, a cargo de María Pons Irazazábal, es perfecta. No he tropezado con errata alguna.

 

Se estructuran estas colecciones, adrede, flexibles de cuerpo y por ello duraderas. Lo no encuadernado, por ausencia de rigidez, no se desencuaderna. Resulta, además, mullido. Permiten absorberse en trenes y metros. En campas y remansos con arroyuelo. En el Paseo del Recuerdo de El Retiro y otros similares de este mundo. En alta mar. En presidio. En el banco público cantado por Brassens: nada más confortable si no llueve. En ese caso, bajo unos soportales, o locales sin tele, o con ésta encendida pero sin sonido. No es libro de cama, sino de tumbona o césped en soledad deseada. En suma, hablamos de una feliz coyunda entre la obra escrita y la presentación.

 

Sensibilidad e inteligencia

 

Para fijar el ‘glamour’ hay que ahondar en un conflicto doloroso para los amantes, platónicos o no: todo ligue presupone un zarandeo entre la sensibilidad y la inteligencia. (Instinto versus razón). Yo lo salpimentaría con el misterio, dédalo cuya salida no se vislumbra hasta que la caza de la belleza, el encanto, emergen, florecen; o esa razón, tan impura, nos los aborta. Juan Ramón, insistamos en el paradigma, tras conocer a Rubén Darío, se libra de los despojos de lo romántico y sus livideces. No era apuesto, pero, gracias a Vázquez Díaz y a su insistencia pictórica en los rasgos del numen concentrado en la nariz aguileña, de bauprés, resulta resultón. Esta cualidad, de segundo premio, que he repetido quizás demasiado, nariz como estoque de defensa, debería constituir alternativa a ambos polos, lo feo y lo bello. En bastantes capítulos y citas, Eco sabe promiscuar ambas calificaciones, siempre arbitrarias dependiendo del siglo en que nos toca existir. De la norma, de la moda, de lo pragmático. Regresando a Zenobia, y vista la iconografía -son paradigmas escogidos al azar, ténganlo en cuenta- encarna el símbolo del foxtrot iluminista. Bella por su vitalidad y sus aderezos. Pero el poeta se enamora por (no ‘de’) la risa que días atrás le exasperara y por el tono profundo, mezzo, de la voz. Como hoy lo hacemos vía satélite o teléfono móvil. Ajenos, por supuesto, al exhibicionismo de los medios ciber-aglutinantes. Sin caer en el laconismo con acné del chat. Se involucra, pues, Zenobia Camprubí, sin prejuicios, y no por esnobismo, sino por impulso irrefrenable, allá donde puede hacerlo sin que la disuadan los cantos de harpía que, emergiendo como gorgonas del pericón, la insultan en silencio. Mientras ellas prefieren ser adversas a su propia sumisión, la inminente novia de Juan Ramón, hoy diríamos pareja espontánea, o esa horterada de ‘compañera’, era más de sarao de»Femmes savantes» y de dar la cara sin que ésta jamás se agriase.

 

Feos emparejados

 

He estado observando, por encima del libro abierto, a las muchas parejas de feos que pueblan el planeta. Las terrazas, los pretiles sobre la ría, son puntos perfectos para el pase de palomas y gaviotas. Un amigo que si no sabía que su presencia dejaba mucho que desear, debería haber meditado antes sus bufonadas, le colocó el remoquete de «Los Simpson» a un matrimonio feliz. ¿Feo? Algo habrían hallado el uno en la otra, la otra en el otro, que los imantaba. Conste que lo miscible, la belleza-en-fealdad y feldad-en belleza, abunda en leyendas vivas, cosmogónicas. Donde ninfas impecables y quimeras pútridas, a la par, seducen a mitos apolíneos de aspecto de maniquíes desnudos en escaparates. Trasladable, el fenómeno, a la existencia real. Lo cual viene a corroborar que el cerebro exterior funciona tanto en los mamíferos de lujo, diría Pitigrilli, como en otros de la misma especie, aunque no resulten vistosos.

 

El paleoencéfalo

 

¿Ligar? La belleza, el cerebro exterior que lanzamos a modo de antena o cuerno de caracol tras acicalarnos, debe provocar sintonía con el interno para proyectar hermosura, que no es lo mismo que belleza. Dicho cerebro interno, o visceral, guarda estrecha relación, en otra ocasión lo he señalado, con ese mundo que Sartre denomina mágico. La actividad sensitiva de ese paleoencéfalo, y llamo en mi apoyo a Krestchmer, es aquél que nos mantiene, en onda corta, identificados con el de los pueblos primitivos, concretamente en el ‘arquipallium’. No quiero decir una madurez retrasada, ojo. Me refiero a los horizontes e invenciones, hijas de la observación meditada, que día a día, años a año, vamos descubriendo o ingeniando. Eco oferta un apartado a la belleza de la máquina y ello me rebota a algunos puentes de carretera, al tren costanero con sus traqueteos y bocinas; a la estupidez bobalicona de los semáforos. A los satélites artificiales, a los días del artdéco, a las máquinas de coser y la equívoca atracción letal de las armas. Es propio de todo ser viviente, vayamos a otras deidades vivas, en cuanto a la percepción de lo bello y lo feo en lo ajeno, en lo prójimo, que es lo próximo. Y en sí mismo. Conste que nos sucederán innúmeras generaciones, no solo nietos o biznietos. Somos el Neanderthal de dentro de veinte mil años. Un parpadeo en el Cosmos. El mismísimo Zeus tenía que disfrazarse de bicharraco para poder seducir, aun siendo omnipotente, a destacadas bellezas de su época infinita en lo temporal y lo erótico. Así reflexionando, me he parado a meditar como Hamlet cuando, en Palacio, cierra el libro, lo deja sobre el poyo y cavila en voz alta el célebre monólogo. No con el cráneo pelado en la mano, eso es un error garrafal de gentes mal enculturadas: la calavera de Jorick, el bufón grotesco, aparece en el cementerio, acto V, escena I. Y el monólogo nos viene al pelo: «¡Ah, pobre Yorick… Yo le conocí, Horacio, era un muchacho de un gracejo inagotable y de una fantasía portentosa. Mil veces me llevó a cuestas y ahora ¡qué asco y qué horror siento al recordarlo!».

 

Lo macabro, circunstancia que en el tomo de «Historia de la fealdad» Umberto Eco profundiza, hiede y atrae. Las osamentas en los osarios son lugares para el ensimismamiento acerca de lo efímero de la existencia. Suscita reflexiones: ¿será cierto o no que solo fallecen, o desfallecen, los demás? Esa inmortalidad neurótica nos ayuda a tirar hacia delante, ya inventarán algo, vamos a vivir una media de más de 100 años. Qué coñazo, disimulamos. Y despide ptomaínas, la lipsanoteca, como los dos libros de Eco en muchas de sus estancias. Son estancias, las suyas, adosadas a miniaciones admirables.

 

El Doncel de Sigüenza

 

Estancias similares en distribución a las de Teresa de Cepeda: no capítulos. Estancias donde palpitan, ocultos, los íncubos ardientes y lúbricos. Lo viejo (no lo veterano) se pudre, por muchos epitafios, ninfas, faunos y cariátides pétreos que le coloquen en torno. Como al bulto de Ramón y Cajal del condicho Retiro madrileño. Allí, el sabio histólogo, redivivo en granito, en postura del Doncel de Sigüenza, patrón de los lectores impenitentes, luce pecho que se nos antoja velludo y que asoma por la túnica socrática de esmerados pliegues. Cuanto más se acerca uno, o una, al sepulcro, decae: de ahí decadencia, o su prótesis, el atractivo, otro matiz -como lo resultón- que se balancea entre la belleza fea y la hermosura no euclidea que nos imanta, implacable, esquiva e imposible de esquivar. De la que que pretendemos huir al tiempo que, imprudentes natos, citamos a la vaquilla.

 

Belleza bastarda

 

Según una teoría transformada en axioma, los bufones se elegían para provocar esa antítesis de lo bello y lo feo que enmascara la presupuesta y falsa belleza falsa de la sangre azul. Empeño imposible, por mucho fhotoshop que el escultor de tumbas funerarias le metiese, al vaivén de la contrata. Los reyes, la nobleza, jamás fueron agraciados. Sus genes son un amasijo de degeneraciones. Además, resultan torpes, tardos, cansos. No hay novela sin su bastardo guapo, enérgico, decidido. Carlos II tuvo un hermano, de distinta madre, perfecto en audacia y cacumen heroico; capacitado, buen orador y líder: Juan José de Austria. El «Hechizado» era un producto caduco, terminal, por lo promiscuo y endógamo de sus antecedentes. El bastardo sólo tuvo ocasión, limitada, de conspirar.

 

No hay artista áulico, o contemporáneo nuestro, que no se haya empeñado en embellecer de algún modo, sin desvirtuarlo, al monstruo «Hechizado», también definido como ‘portento’ por don Umberto, que tuvo que reinar porque no hay mejor sistema de latrocinio oficial, de manipulaciones y de prosperidades de validos que servir a un monarca enfermo y enfermizo.

 

A propósito, todo se me encadena como cerezas, mientras leía ambos tomos los libros aquí reseñados, me ha surgido el recuerdo de una playa mediterránea, o de la misma donde me encontraba, cantábrica, poblada de adoradores y, sobre todo, vestales del Sol. Debe saber, la legión de heliólatras de hoy en día, que lo sublime, en sus ancestras con título e hidalguía, derivaba de una dermis tan nítida que bajo su blancura alabastrina asomaban las arterias, azulencas, y que de ahí lo de sangre azul. Los generosos escotes, que también regresaron hace unos años, mirámelos pero no me los mires, ofrecían entramados de circulación interna. En cambio, la tez de las lugareñas, mozas y maritornes estaban tostadas. De lo obscuro de la piel, como sabemos hoy, destacaban otras lindezas: ojos claros, oscuros o avellanados, de moscatel, que eyectaban a los caballeros de sus palacios para entregarse a ellos. En cuanto a estética humana, hace un siglo aún, quienes no faenaban de sol a sol estaban, a la fuerza, morenos. Hoy, bronceados. A base de rayos UVA o de menjurjes ‘prodigio’. O de ese sol que siempre nos dicen que mata. Y lo hace, por defecto, en lugares hiperbóreos con una hora de luminosidad al día: se suicidan tras leer a Ibsen.

 

No se es nunca bello, por falta de hibridación, cuando se nace de buena cuna, la de los monarcas, cardenales y condeduques, y Umberto Eco trata ampliamente acerca de lo grotesco y de la caricatura inmersa en reyes, princesas y duques; marquesonas y grandes damas, y la purria. Una plebe que, por efecto solisombra, seguimos en ello, realzaba artificialmente los tejidos, joyas, gargantillas, corazas. Y las pelucas donde anida la liendre, como la de un Louis XIV que, si algún día se bañaba, una o dos veces al año, lo hacía por prescripción facultativa. Rey de Oros y Rey Sol cuyas amantes se cuentan por decenas. Estas querindongas versallescas cerraban los ojos, y la nariz, pensando en futuras haciendas y honores.

 

Carreño de Miranda

 

Por otra parte, el ingenio de los cuentacuentos, su «gracejo» subrayado por Shakespeare, compensaba una llamémosla deformidad: sin eludir que nada es deforme si está dotado de ingenio, de talento, de esa simpatía que acalambra. Mis novillos de prepúber me conducían a galerías de arte, a museos, y una de mis fijaciones, además de los primitivos flamencos de El Prado, era la Monstrua Desnuda, del inmenso Carreño de Miranda. Mi pintor favorito. Meditaba yo por qué aquella carne, en la Desnuda, carecía por fuero de proporciones, de atractivo. Algunos cuadros hablan; otro, como estos, no. Se ve a la chica, la bufona, cortada y obligada a posar. Hoy en día, la Enana Vestida y la Enana Desnuda, de Carreño, son anatema social por decreto-ley y desdén discriminatorio de los flacos y flacas hacia unos obesos a quienes llaman ‘mórbidos’. Siempre seremos racistas ante la otredad del Otro. De la Otra.

 

En cuanto al último recurso del obligatoriamente feo, consiste en el síndrome de Fantasma de la Ópera. Se aprende a tañer un instrumento. La stratocaster o el arpa de Bécquer. Se compensa lo que a la vista repugna con lo que, está comprobado, transfigura: una maña lírica, compensatoria que, esto es muy importante, prolonga al feo en prótesis excelsa e impalpable. Pavarotti es buen ejemplo de cómo una voz perfecta embellece al maniquí rollizo, indispensable condición en el tenor para canalizar los láes sobreagudos -digamos lo mismo de la Caballé- ergo fuera del canon-Treblinka cuyo paradigma es la esposa del príncipe Felipe. Dispongo de una foto-autógrafo de Betty Grable. Esta actriz fue la rival directa de Marilyn Monroe. Sus senos eran más agresivos y sus piernas estaban aseguradas en un millón de los añorados dólares USA. La pierde el peinado, arcaico. Marilyn, con sabia astucia, se lo dejaba volandero, como de recién despierta y con resaca después de dormir con rímmel y pestañas postizas.

 

Un bikini del siglo V

 

El primer sujetador documentado en arte gráfico puede hallarse en un mosaico siciliano del siglo V o IV. Protege, la prenda, un protobikini, el pecho de una atleta esbelta, de melena rubia al viento, que hace jogging sin auriculares ni cola de caballo. Ni gafas de anonimato. No perdamos, empero, la tesitura, insisto, que preside esta reseña errática. No destripo libros –ni películas– a nadie. Mis sentimientos y percepciones son intransferibles. Las de quien esto lea, también. Dejo caer que la edición logra fascinar por la paradoja que preside nuestras emociones cotidianas: el hecho de que en la lucha de clases influya, también, lo que en las ofertas de trabajo se solía llamar con cruel recoveco la “Buena Presencia”. En fin, «Historia de la Belleza/»Historia de la Fealdad», de Umberto Eco, de esmerada factura en Debolsillo me tendría especulando muchos meses. La crisis no existe, es una añagaza que olvida que los tenderos, librerías incluidas, también compran. Aunque siempre queda una alternativa, si la bolsa flaquea de verdad. No es lo mismo, mucho cuidado, que exigir que sean gratuitos, como hace la basca pija que no vacila en hermosearse en tiendas de ropa de marca. Esa alternativa, es sirlarlos. O sea, comprarlos sin pagar. No se les ocurra, después del hurto, prestarlos. Toda la basca bibliófila, ese amigo íntimo suyo el que más, siempre esconderá, M. Hyde dentro de Jekyll, a un cleptómano. Incurable y contumaz.

 

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