La piedra

En un texto maduro y no muy visitado (“Sobre algunas líneas de Beda el Venerable”, de 1976, incluido ahora en El Tiempo, ese gran escultor), Marguerite Yourcenar habla, con su inmensa sabiduría y fineza, de la demorada conversión al catolicismo del paganismo nórdico, vivida por los sajones en oportuna cruza con los celtas, y de los primeros modos de establecimiento del cristianismo en Inglaterra “al alba tempestuosa del VIIº siglo”. E introduce estas consideraciones “mineralógicas” que vale la pena retener: “El gran sacerdote Coif, tipo por excelencia del renegado que exagera su celo, galopó hasta el templo que él atendía y allí rompió los ídolos, privando así a los museos del porvenir de alguna de esas estatuas apenas esbozadas, donde la piedra, por así decir, remonta a la superficie y suprime la torpe forma humana, como si el dios que figura ahí perteneciera más al mundo sagrado del mineral que al humano”. Claro que ella ha penetrado en las vicisitudes del largo, sinuoso y nada estático camino que recorre la piedra durante años, siglos y hasta eras geológicas; eso le permite sostener que el tiempo es el gran escultor y que “el día en que una estatua está terminada, su vida, en cierto sentido, comienza”.

 

Tomar, agarrar, utilizar, trabajar con, y hasta tirar, arrojar una piedra, es entonces un acto de matriz antropológica, en el sentido de que pone en juego cierta historia, cierta línea en la continuidad de la especie. Pero es también un gesto de contacto muy fuerte con la naturaleza y con un reino al que, casi tanto como al animal, cada vez estamos más lejos de pertenecer. De contacto con la naturaleza, quizás sea poco y mal decir; acaso más preciso sea hablar de lo cósmico. ¿Será de allí que recibe aquel carácter “sagrado” al que alude Yourcenar? ¿De dónde le vendría, en efecto? Si no de lo telúrico, de lo ancestral, de lo histórico… ¿O de aquello que reconoce María Zambrano al señalar que la piedra “es el residuo de la creación y por eso es la imagen y el vehículo más elemental de lo divino”?

 

Sin hablar de las mitologías, generosas en durezas pétreas de las más variadas, atractivas y temibles, el cristianismo le dio ese primordial sentido, agudamente de fundamento, cuando Jesús, para instituir la Iglesia de la fe, nombró, apeló y jugó con el nombre propio, y declaró al apóstol Simón-bar-Jonás, el pescador, que de ahí en adelante se llamaría Kefas (en arameo, Petrus en latín): “Tú eres Petrus”, “Tú eres (serás) Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mateo, 16: 18). A partir de esa nominación, estaba confiriéndole a Pedro, para siempre, junto al nombre, el primer lugar de autoridad entre los apóstoles, y dándole al antiguo Simón la designación de la materia, de la “roca”, como los hebreos sólo alguna vez habían arriesgado llamar a Dios mismo (“Mirad la roca de la que fuisteis tallados…”) y luego, en igual texto, a Abraham (Isaías, 51: 1-2), con una intención muy precisa, para nombrar al padre, el basamento.

 

Cuál no sería su prestigio, que rápidamente la especie la puso en el centro de sus búsquedas de sabiduría y de felicidad, y fueron los alquimistas quienes la valorizaron e idealizaron hasta la obsesión en la empresa de persecución del “elixir de los filósofos, dicho vulgarmente piedra filosofal”, como reza el título del Abate Dom Belin (1659). Porque para ellos reuniría todos los secretos: desde obtener el oro hasta procurar la inmortalidad. Una nueva ciencia (o sólo “práctica”, para un racionalismo ingenuo) se habría arraigado y permanentemente actualizado en torno de esta búsqueda: la de la secular alquimia… Hay quienes, más escépticos o más sutiles, afirmaron que el “lapis philosophorum” era simplemente el conocimiento y lo perseguido, en realidad, el secreto de la vida. Tal vez por todo eso creer hoy que aquella dicha mágica pueda encontrarse bajo nuestros pies sea algo más que una presunción de la etimología, que para la voz “petróleo” parece sugerir un óleo o un aceite que sale de la piedra…

 

Es probablemente esta subjetivación que, desde fuera, los hombres hemos elaborado, sumada al hecho cósmico, la que le confiere cierta inmunidad, en su rechazo, en su escasez de comunicación, de alteridad. Sostiene Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano, de modo cerradamente especular: “Captado gracias a una experiencia religiosa, el modo específico de existencia de la piedra revela al hombre lo que es una existencia absoluta, más allá del tiempo, invulnerable al devenir”. Por otra parte, es lógico que los filósofos, los poetas, los artistas se ocupen de ella: es el asiento y testimonio de las primeras escrituras, de las misteriosas, deslumbrantes pinturas en las cuevas, de los primeros hechos estéticos, humanos.

 

Todos aquellos gestos y utilizaciones parecen tácitos (habría que ver, sin duda, hasta qué punto lo son), acostumbrados, ya sin significación nueva o especial. Hay, en cambio, uno que es, o debiera ser, más o absolutamente simbólico (y más o relativamente revisado): el de arrojar o desperdiciar la piedra. Aun cuando casi siempre el acto de lapidación ha contenido, ha ido acompañado por un valor, cierto o falso, de justicia. Consagrado sin efectos actuales en la Torá (sobre todo en el Levítico, pero también en el Deuteronomio) y en ciertos países musulmanes, donde aún se practica en aplicación de la sharia o fundamentalismo, es el acto al que hacen mención los Evangelios, ahora para desautorizarlo: “El que de vosotros esté sin pecado arroje contra ella la piedra el primero”, dice el Nazareno en Juan (8: 7), defendiendo a la mujer adúltera, traída ante él por los escribas y los fariseos.

 

Puesto que el ademán implica, de parte de quien se siente tan fuerte, tan seguro en sus razones, un desprendimiento sin utilidad ninguna, se trata de un puro gasto, de un exceso, de un lujo, un no servirse de la naturaleza para mejorar la realidad sino, separándose violentamente de ella, exhibirse en ese acto de soberbio y gratuito despojo. ¿Por y para qué? ¿Qué representaría entonces arrojar la piedra? ¿Qué es esa piedra para quien la pierde? ¿Qué para quien la recibe? ¿Qué para quien la mira atravesar el espacio y hundirse en él? ¿Qué sentido tiene que así se la desacralice? ¿Y qué decir de regalarla o malgastarla, como pueblo, sin beneficio alguno? Cuando ella está (quizás pueda aún decirse sin caer en vulgar sustancialismo) en las entrañas de nuestra propia tierra.

 

* Escritor, docente universitario.

 

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