Mi patria es un libro

En 1991 hubo un crimen de lo más bizarro en la Universidad de Chicago: un rumano, profesor de Historia de las Religiones, heredero de la cátedra de Mircea Eliade, fue asesinado de un balazo en la cabeza en los baños del campus. Un trabajo profesional (le dispararon con un pequeño calibre 25 desde arriba del tabique que separa los inodoros, el balazo fue tan certero que casi no había sangre cuando encontraron el cadáver) y con alta carga simbólica también (en Rumania relataron así el hecho en un periódico: “La masa fecal de su cerebro fue a parar a las cloacas a las que siempre perteneció”). El difunto profesor se llamaba Culianu, había descollado en su campo desde muy joven, defeccionó en su primera salida a Occidente, desde La Sorbona logró atraer la atención de un compatriota suyo en Chicago, que era la autoridad suprema en su campo: el legendario Mircea Eliade, quien lo invitó a trabajar juntos y delegó en él su cátedra antes de morir. Eliade llevaba cinco años bajo tierra cuando mataron a Culianu. Una de las teorías que investigaba el FBI era que lo hubiera despachado un sicario de la comunidad rumana de Chicago o de la mismísima Securitate (la policía secreta de Ceaucescu que seguía en funciones en Rumania, a pesar de su caída) para evitar que Culianu revelara el pasado fascista de Eliade.

Por esa razón, el FBI se presentó una mañana en el domicilio del novelista Norman Manea en Nueva York. Manea también era rumano, había logrado salir de su país en 1986, podía hablar de Eliade y de su país hasta que el FBI le pidiera clemencia, y a mí me gusta pensar que eso fue lo que hizo aquella mañana con esos dos agentes: lo mismo que en su novela autobiográfica El regreso del húligan. Me lo imagino diciéndoles: ustedes deben entender primero cómo funciona Rumania. Rumania, mande quien mande, siempre es antisemita. En Rumania, como le dijeron una vez al gran Saul Steinberg (otro rumano que logró irse), “somos antisemitas, pero no podemos renunciar a los judíos porque el rumano no tiene confianza en otro rumano: sólo al judío le confía sus secretos sucios”.

Los secretitos de Mircea Eliade se supieron finalmente cuando se publicó en 1996 en París el diario de su mejor amigo en la juventud, un judío rumano llamado Mihail Sebastian, que había muerto en su país en 1945, pero aquel diario llegó a París, estuvo cuarenta años bajo llave y sólo se publicó cuando su custodio (el hermano de Sebastian) pasó a mejor vida. El diario cuenta candorosa e insobornablemente la ruina moral de Rumania a partir de 1935: la amistad que unía a Sebastian con Eliade (y también con Emil Cioran) y cómo de pronto éstos empezaron a simpatizar con el fascismo a la rumana, los legionarios que se convertirían en la Guardia de Hierro y se encargarían de la limpieza étnica de su país a la orden de los nazis. El joven Cioran le decía al joven Sebastian: “Si yo hubiera nacido judío, me habría suicidado”. Sebastian miraba entonces a su mejor amigo, Eliade le sostenía fríamente la mirada, Sebastian escribía en su diario: “¿Por tan poca cosa acabará mi amistad con Mircea?”. Como sabemos, Cioran fue siempre más bestia que Eliade (nada más alejado del meticuloso historiador de las religiones que aquel corrosivo escarnecedor de toda fe), pero también fue más sincero. Cuando huyó a Francia en 1938, cortó todos los lazos que lo unían con su país (a diferencia de Eliade, que siguió en contacto secreto con los legionarios hasta el fin de sus días: el médico que firmó su certificado de defunción en Chicago era un rumano que había sido miembro de la Guardia de Hierro). Cioran dijo que se “desnacionalizó con éxito” por asco a todo lo rumano, empezando por él mismo: escribió sus libros en francés, borró el rumano de su cabeza, pero en la postrera hora, cuando estaba en ese país llamado Alzheimer, sólo balbuceaba frases sueltas en la antigua lengua: la exaltación apátrida sustituida por una dulce senilidad infantil. Las palabras no son mías; son de Norman Manea.

No sé si dije ya que el judío Manea fue enviado de chico con su familia a un campo de concentración en Transnistria, del que volvió vivo, pero convertido “en un viejo de nueve años”. Lo que no dije es que Manea fue concebido en una cama en el altillo de una librería de pueblo, en el confín oriental de Rumania, esa región de la que Paul Celan dijo una vez: “El paisaje de donde procedo quizá sea desconocido para la mayoría de ustedes, pero había una vez una región donde vivían hombres y libros…”. La noche de la concepción, los padres de Manea habían estado discutiendo con otros jóvenes judíos como ellos acerca de dos libros que acababan de llegar al pueblo: uno era de Mircea Eliade, el otro de Mihail Sebastian; uno había sido celebrado como obra maestra, el otro escarnecido por pretender pasar por rumano. Poco después, aquellos jóvenes judíos serían arreados a los campos. Algunos, como Manea, volverían con vida y comprobarían que en la nueva Rumania socialista seguían siendo lo que habían sido siempre: judíos, sólo útiles para escuchar los secretos sucios de los rumanos.

Pasan los años para Manea y un día se entera de que la Securitate ha logrado que su mejor amigo lo espíe. El propio amigo le confiesa que lo hizo a cambio de una cama de hospital para su padre moribundo. Manea y él redactan juntos los informes de delación, creen haber burlado así a la policía secreta, hasta que el amigo se esfuma de todos los lugares que solía frecuentar y corre la voz de que ha logrado escapar de Rumania. Manea se pasa los años siguientes observando paranoico a cada uno de sus demás amigos, preguntándose quién será el nuevo delator, hasta que la Securitate lo contacta a él: el judío siempre sirve para escuchar los secretos sucios. Manea, sin embargo, se guardó empecinadamente sus secretos hasta que logró hacerse expulsar del país. Por supuesto que los iba a contar, por supuesto que iba a ser un buen judío rumano, pero a su manera. Poniendo todo aquello en un libro, que yo creo que se escribió casi sólo en su cabeza aquella mañana interminable en que abrumó a los agentes del FBI explicándoles cómo funcionaba su país.

Primero debió regresar a Rumania (su jefe en el Bard College neoyorquino le pidió que lo acompañara de traductor en una visita oficial; él no pudo o no supo negarse; quería ver con sus propios ojos qué había cambiado en su país después de Ceaucescu; quería ver qué quedaba de su Rumania mental). “Pero así como marcharme no me liberó, el regreso no me hizo regresar. Un rumano vive a disgusto su propia biografía.” Manea llenó un cuaderno entero de notas febriles durante su viaje y se lo olvidó en el asiento del avión cuando bajó en Nueva York. Pidió desesperado a la compañía aérea que se lo recuperaran. “¿Cuál es su domicilio, si lo encontramos?”, le preguntaron. Y así fue como Norman Manea entendió: “Yo no vivo en un país, vivo en una lengua. Había una vez un lugar donde vivían hombres y libros…”. El cuaderno nunca apareció. Nunca se supo tampoco quién mató al profesor Culianu. Pero Norman Manea logró escribir ese libro en donde vive para siempre.

 

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