El último cuento de Bradbury

A lo lejos pasaban automóviles y tranvías. Una valla luminosa en el atardecer ofrecía viajes de empresas privadas a los planetas vecinos. Un circo con banderas había instalado sus carpas y sus reflectores junto a los puentes del gran anillo vial de Jackson Avenue, al lado de la feria de diversiones.

 

El hombre se encontraba tranquilo, en la sala, frente a la ventana, viendo la circulación por las avenidas de Los Ángeles, cuando la Muerte llamó a la puerta. Él mismo se levantó a abrir.

—El señor Ray Bradbury?

—Soy yo, respondió.

La Muerte venía de traje oscuro, con una corbata rayada, y tenía un mechón pintado de verde para aparentar juventud. Pero su rostro, más que viejo, era antiquísimo. Rostro de momia egipcia, de bruja shakespeareana, con oscuros labios de pergamino.

—Vengo por su vida, dijo.

—La verdad es que sólo me queda una gota, respondió Bradbury.

—Lo siento, dijo la Muerte, me encargaron despojarlo de su vida entera, de modo que me dirá usted dónde la tiene.

—Temo que la he gastado escribiendo historias, explicó Bradbury con una sonrisa cortés.

—Pues cuénteme usted dónde están, porque mi deber es recoger su vida, toda, y entregarla a mis jefes, minuto a minuto.

—Me gustaría ayudarle, dijo Bradbury. Pero tendrá que irse por el mundo recogiendo esos libros, que ahora están en millones de casas, en muchas lenguas y países. No será una tarea fácil. Y aun si lograra hacerlo, como los bomberos en una de mis historias, y si construyera una torre o una pirámide inmensa con esas ediciones babélicas, y la entregara a quien lo ha enviado, todavía no habría terminado su trabajo.

—¿Por qué?, dijo la Muerte con impaciencia.

—Lo mejor es que siga y conversemos amistosamente en la sala. Puedo ofrecerle un té de lotos, que, supongo, le gustará.

—Sí, gracias, susurró la Muerte con cierta vacilación. Sólo que no puedo demorarme, tengo que hacer mi trabajo con rapidez. Hay mucha gente en el mundo y usted entenderá que así como las clínicas de partos no descansan de recibir a los que llegan, también nosotros cada día tenemos que descontinuar a más gente.

—Lo entiendo perfectamente, exclamó Bradbury, y créame que no lo envidio. Ha de ser un trabajo difícil convencer a la gente para que acepte el golpe de su guadaña. Pero entienda que no es mi caso. No me interesa en absoluto dificultar su trabajo ni desplegar astucias para que usted demore el golpe. Lo único que hago es explicarle que, si quiere mi vida entera, y no la última porción que me queda, tendrá que ir a buscarla donde la he dejado.

La Muerte aceptó seguir y recibió con manos grises el té que el anciano vigoroso le ofrecía.

—Después de recoger todos los libros, y también las numerosas versiones de mis novelas y mis cuentos que están en internet, tendrá que irse por el mundo borrándole a la gente las historias mías que tiene grabadas en la memoria.

—Pero… eso ya no se acostumbra, protestó la Muerte.

—Es verdad, pero vaya usted por ahí y verá que hay muchos jóvenes que recuerdan la historia del muchacho que participó en un tropel a la salida de un museo, donde estaban desgarrando una pintura, y al volver a su casa descubrió que llevaba en su mano un fragmento de lienzo con la sonrisa de la Gioconda. Y encontrará a otro que le cuente la historia de un marciano en quien todos ven a la persona que quieren, de modo que se pelean a muerte por ese ser querido que están viendo. Y la historia del niño que tenía terror a los esqueletos y un día se enteró de que tenía un esqueleto dentro del cuerpo.

—Esa me gusta, dijo la Muerte, pero no tengo la intención de leerla. Sería traicionar mi trabajo.

—Ya verá que otros recuerdan la historia de unos viajeros medievales que oyen venir un dragón y lo enfrentan, y en el último instante son destrozados por una cosa que no puedo mencionarle porque le estropearía el final. Pero tal vez la que le costará más trabajo arrebatarles, es la historia de un empleado amante de la pintura, que yendo por una playa francesa, se encuentra con un anciano que hace dibujos en la arena.

—¿No estará usted tratando de ganar tiempo?, dijo la Muerte con recelo.

—Nada más lejos de mi intención, respondió Bradbury. Por el contrario, me pasé la vida tratando de perderlo, y ahora estoy ansioso por saber qué nuevas sorpresas me esperan. Pero le juro que nadie olvida una historia que se llama El abismo de Chicago, donde está prohibido recordar el pasado, y hay un niño que busca siempre a un anciano en un parque para oírle contar cómo era el mundo antes de la catástrofe.

—Veo lo que quiere decirme. Que no podré recuperar, para quienes me envían, la vida que le dieron, porque usted la convirtió en historias que ahora andan de boca en boca y de memoria en memoria. Que su vida ya no puede serle arrebatada y no puede ser borrada tampoco.

—Me temo que es así, a no ser que borren a toda la especie. Desde temprano sentí que esa era la única forma de inmortalidad a que podíamos aspirar. Convertir nuestra vida en cosas o en historias que fuera difícil o imposible borrar de este mundo.

—En ese caso, me tocará al menos llevarme la última gota de vida que usted me ha dicho que conserva.

—Lo siento, dijo Bradbury, la he gastado contándole mi último cuento.

Dijo esto sonriendo, y la Muerte desapareció.

 

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