Los patios del Vaticano

Cada mañana, poco después de las ocho, yo llegaba a la puerta lateral, donde los guardias suizos me saludaban con un «Buon giorno, professore», y entonces entraba en los patios interiores, pasaba por Cortile Borgia (los Borja son los únicos que tienen un patio, una torre y apartamentos con nombre propio en los palacios apostólicos), y enfilaba la escalera hacia la biblioteca. En aquellos patios interiores hay puertas de bronce y de madera maciza que dan a instituciones reservadas, y se constata que la Iglesia romana no es una multinacional como las demás: no es efímera, sino permanente, no tiene residencia en edificios ligeros de vidrio y de plástico, sino en palacios robustos de piedra picada. Dentro de esos patios, encontraba cada día monjitas de servicio diligentes y discretas, monseñores con carteras de jefe de negociado, y cardenales que paseaban conversando, restregándose suavemente las manos delante del pecho y con la cabeza un poco inclinada de lado, a la manera de Giulio Andreotti. Allí dentro las voces siempre son bajas, los gestos contenidos, las miradas discretas, y todo (patios, puertas robustas, pasillos y escaleras, monjas, prelados, investigadores de archivo y biblioteca, el aire sutil cargado de muchas más preguntas que respuestas) forma el conjunto humano y urbano más extraordinario de la tierra. Este pequeño reino independiente de medio kilómetro cuadrado, este recinto histórico que es un pequeño estado amurallado, contiene una combinación única de espíritu y de piedra, de religión, diplomacia y política, de servicio a las almas y de finanzas no siempre confesables, de hombres de Dios y de ambiciones de poder. Hay que tener todo esto presente cuando la prensa publica noticias de dossieres vaticanos peligrosos, de filtraciones masivas, de luchas de cardenales y de partidos, o del juicio de Paolo Gabrieli, llamado Paoletti, el mayordomo del papa, y otros hechos más o menos escandalosos. Y al fondo de todo, la figura triste y distante del soberano: Benedicto XVI, aislado, impotente, sin esperanza, incapaz de aguantar firme el timón en ese pequeño mundo lleno de ambiciones, de tratos ocultos, y de visiones opuestas sobre el Iglesia presente y futura. Más o menos como ha sido siempre, en el interior de los muros del Vaticano. De cuyo interior, sea dicho de paso, los periodistas forasteros en Roma no suelen tener la mínima idea.

 

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