Fecundas horas con Stefan Zweig

Pocos casos de fama literaria son más curiosos que el de Stefan Zweig. Entre la primera y la segunda guerra mundiales, fue uno de los escritores más populares del mundo. Y como tantos autores que desaparecen con su tiempo, fue completamente olvidado. Pero desde hace unos diez años es de nuevo un autor muy leído, quizá porque sus obras, siendo exigentes, no hacen la vida difícil al lector con hermetismos gratuitos o con peajes a la moda. Novelas que habían tenido gran éxito en los años cuarenta y cincuenta como Veinticuatro horas en la vida de una mujer o La impaciencia del corazón han sido reeditadas por el formidable editor Jaume Vallcorba (Acantilado, en castellano; Quaderns Crema, en catalán), pionero en nuestro país de la independencia de criterio. La impaciencia del corazón explora los límites de la sinceridad sentimental: un joven teniente, compadecido de una chica paralítica, acomplejada y rica, queda atrapado en la telaraña de un sentimiento superficial. No atreviéndose a romper, tampoco quiere casarse con la chica y termina provocando un sufrimiento mayor. La compasión -afirma Zweig- a menudo no es más que “la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la emoción molesta que causa la desgracia ajena”. Releer la novela en estos días prenavideños, rellenos de buenas intenciones solidarias, ayuda a evaluar el grosor de nuestros gestos compasivos.

 

Zweig creía en el valor civilizador de la cultura. Durante la primera guerra, luchó con sus libros y con la acción pacifista a favor de la concordia europea. Años más tarde, habiendo alcanzado el éxito mundial, se suicidó en Brasil, país al que había huido, mientras la barbarie hitleriana proyectaba la sombra más oscura que nunca se ha cernido sobre el mundo. La ilusión del progreso de la civilización quedaba aplastada por esa ideología monstruosa que se fortaleció cultivando el odio, estimulando el rencor, exacerbando el resentimiento. Cuanto más el antisemitismo progresaba, más claramente comprendía Zweig que la cultura no es incompatible con la barbarie. Tomemos nota de ello en este momento políticamente tan delicado.

 

Zweig destacó también por sus biografías en las que combinaba arte y veracidad. Procuraba ser fiel a la verdad histórica de los personajes, pero los recreaba con pasión de artista. Ningún libro explica mejor el trasfondo descarnado de la política que la biografía de Joseph Fouché (Debate, Quaderns Crema), personaje del que se habla de nuevo en España debido a las extrañas filtraciones del diario El Mundo sobre políticos catalanes.

 

De origen humilde, Fouché se ha formado en un seminario durante la monarquía de Luis XVI. Se suma a la revolución. Girondino, primero. Jacobino moderado, después. Finalmente, radical. Es en Lyon donde culmina su ascenso. En nombre de la Convención, encabeza la represión de la segunda ciudad de Francia, que se ha opuesto a la corriente revolucionaria. Oficia en la iglesia una parodia de misa revolucionaria, destroza y saquea los ornamentos antes de ordenar la represión. En vez de fusilar a los presos uno por uno, dispone que se les bombardee en masa. Derriba parte de la ciudad, y expropia los bienes con proclamas precozmente comunistas. Pero, captando que la sangre empieza a cansar a los parisinos, frena súbitamente las ejecuciones y adopta una actitud benigna. Se adelanta de esta manera a la derrota de los radicales y a la caída de Robespierre. Con esta mezcla de insensibilidad y astucia, al cabo de los años, cuando lleguen los tiempos moderados de Napoleón, el Mitrailleur de Lyon obtendrá un título de aristócrata: será Duque de Otranto.

 

Gracias a una mezcla de cinismo y lucidez, Fouché (uno de los primeros ministros de la policía en el sentido moderno del término) sobrevivió a Robespierre y a Napoleón. Sobrevoló todas las tormentas de su tiempo. Fue él, finalmente, quien entregó Francia a la monarquía restaurada. Moviendo los hilos del poder desde la segunda fila. Sin escrúpulos, acumulando información sobre todo y todos. Usando esta información en beneficio propio, con gran astucia y sangre fría, sin un ápice de piedad. Pagando los favores con puñaladas.

 

Fouché era hombre de apariencia irrelevante, pequeño, falto de brillo, reservadísimo. Contaba con una aptitud imprescindible para aferrarse al poder: una radical indiferencia por todo lo que no fuera su interés. Gracias a esta indiferencia superó todas las adversidades de aquellos años de guillotina. Astuto, discreto, calculador, mentiroso, chantajista, adulador. Despreciando vidas y creencias,

 

Fouché demuestra que el cinismo es políticamente imbatible, si sabe aprovechar la energía del fervor ideológico. La historia de Fouché es ejemplar: demuestra que en los contextos políticos dominados por grandes pasiones sentimentales, los que acaban ganando son los más descreídos.

 

http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20121210/54356222804/antoni-puigverd-fecundas-horas-con-stefan-zweig.html