Debates estériles por completo

¿Podrá el gobierno de CiU cumplir el compromiso de convocar en esta legislatura una consulta soberanista? Se hace difícil de asegurar. Por un lado, la telaraña paralegal se ha hecho inescrutable para los profanos. Al parecer, es necesario aprobar una nueva ley de consultas que posibilite que el experimento sea mucho más temerario de lo dispuesto en la legislación vigente. Por otro, cualquier avance que se haga en cualquier ámbito quedará contrarrestado -o cortocircuitado- por la reacción del gobierno español. ¿Alguien se ha parado a contar las iniciativas legales del Parlamento de Cataluña que el ejecutivo que tan poco gloriosamente preside Mariano Rajoy ha recurrido ante el Tribunal Constitucional? La cosa hace reír. ¿Cuántos años tardó tan magna instancia arbitral para afeitar el Estatuto de Autonomía? ¿Cuánto tiempo tardará ahora en aclarar en cada caso concreto si la cámara catalana ha respetado el sagrado orden constitucional? Pero, en todo caso, no importa, porque, como se ha visto en la ley de depósitos, la suspensión cautelar es un recurso plenamente vigente. Y será aplicado sin piedad si la eventualidad legal aprobada resulta insoportable para los vigilantes del gobierno del Estado.

 

Por encima, pues, de estrategias y resistencias, lo que queda bien claro es que el camino pautado dentro de la ley española es una enorme pérdida de tiempo. El peso de la ley, al que han apelado históricamente tantas veces las autoridades españolas, caerá sobre los insurgentes, por mucho que empañen sus pretensiones bajo una coartada de apariencia igualmente legal.

 

¿Por qué, pues, el gobierno de la Generalitat insiste en definir y seguir una estrategia tan calculadamente improductiva? En Cataluña cualquier gobierno ahora sólo tiene dos líneas de actuación posibles: administrar la miseria y soñar rupturas. La primera es una pesadilla. Y las pesadillas sólo se pueden aguantar si el durmiente las endulza con la posibilidad de futuros sueños. Si el gobierno de Artur Mas se limita a aplicar la contención del déficit que le impone el gobierno español y, por tanto, a recortar servicios y prestaciones sociales, quedará inmerso en un profundo sufrimiento. Ya lo está. La sociedad catalana -la «ciudadanía» en argot reivindicativo postmoderno- no lo acepta. No le interesa saber de ninguna manera quien paga la broma. Sólo que se mantenga. Los «derechos», como los dioses, no tienen explicación. Están para servirse de ellos y hay que exigirlos si pierden consistencia. Nadie quiere pararse ni un segundo a reflexionar cómo vivían Cataluña y España hace tres décadas. La «pedagogía» que ha intentado practicar Artur Mas no tiene oyentes. Aún peor, la oposición le ha reclamado pretender ser el primero de la clase en austeridad. Y una buena parte de la población les ha creído y se han apuntado al reproche.

 

El sueño de Artur Mas podría haber sido, para superar la actual pesadilla, demostrar que se puede vivir de otra manera. Segregando una nueva economía productiva, eliminando todos los gastos superficiales, reduciendo el cuerpo de funcionarios a las dimensiones que pueden soportar los ingresos catalanes. Es cierto que hay un déficit fiscal demostrado. Pero también lo es que el día en que, de una u otra manera, este parasitismo nacional se reduzca o se acabe, los nuevos ingresos deberían servir para definir nuevas mejoras que impulsen el progreso. Pero este camino es excesivamente complicado. Pide tiempo, reflexión y sacrificio. Artur Mas lo ha intentado y tras dos años de restricciones y unas elecciones ha llegado a la conclusión de que no acaba de conseguirlo y de que nadie le reconoce el intento.

 

El sueño del actual presidente de la Generalitat, pues, debe ser más asequible, más fácil y, sobre todo, más comprendido. Cientos de miles de personas le han marcado el camino. Quizás la definición de nuevos modelos sociales podría llegar como consecuencia de una ruptura con el Estado. No queda del todo claro. Si Cataluña consigue la independencia, serán muchísimos los catalanes que pedirán las «ventajas» que les deberá comportar el riesgo. Quizás en una Cataluña independiente los «ciudadanos» continuarán pidiendo el cielo. Pero, sea como sea, primero habrá que llegar a ella.

 

El sueño de Artur Mas debe ser nacional. No ideológico. Sin este sueño, ni Mas ni ningún otro presidente de la Generalitat podrían administrar la miseria sin generar el más profundo de los desdenes y desechos. La construcción de estructuras de Estado que ha iniciado el gobierno de CiU pide años para ser efectiva. La estructuración de una agencia tributaria propia y el despliegue de una acción exterior efectiva no se pueden concretar ni en uno ni en dos años. La discusión sobre la fecha concreta de convocatoria de un referéndum -una «consulta»- en los términos de la corrección política imperantes es absurda. Por estéril. No importa que sea en seis meses o en un año. El problema no es de plazo, sino de definición. Los escrúpulos legales excesivos invalidan el intento.

 

La clave de todo es entender que la pesadilla se hará insoportable si el sueño no se concierta con credibilidad. Nada puede hacer pensar que chupar una y otra vez el procedimiento lo hará posible. Cataluña sólo será independiente si su gobierno y la mayoría de la sociedad aceptan la cuota de riesgo que implica la decisión. Dar vueltas a la legalidad española para definir consultas o referéndums es hacer pasar el tiempo. No es extraño que como consecuencia de hacerse trampas al solitario los partidos hayan caído en la trampa de pelear por la fecha de convocatoria de la consulta. Una manera como otra de competir en esterilidad.

 

 

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