La convicción y la responsabilidad

Es bastante conocida la distinción que hizo Max Weber entre la ética de la convicción y la de la responsabilidad. Si actuamos con toda fidelidad a las convicciones éticas y políticas -o a unos valores, como lo llaman ahora-, aunque eso nos hará coherentes con estos principios de partida, como decía Weber, inevitablemente nos llevará a desentendernos de las posibles consecuencias no esperadas de nuestra acción, que podrían poner en peligro el mismo principio que nos guía. En cambio, si actuamos ateniéndonos responsablemente a las consecuencias de nuestra acción, entonces no queda más remedio que transigir con las convicciones iniciales -a veces, incluso traicionarlas o aplazarlas parcialmente- para tener en cuenta los efectos no deseados y lograr, hasta donde sea posible, los objetivos iniciales aunque evitando males mayores.

 

Pues bien: en todos los debates actuales sobre cómo actuar ante la crisis y sus efectos, pero también sobre el proceso que nos debe llevar al Estado propio, esta distinción se muestra muy oportuna y nos puede ayudar a hacer una reflexión más crítica. Así, las exigencias justicieras populistas ante las instituciones responsables de los grandes males que nos aquejan, por ejemplo, suelen prescindir de las consecuencias que podrían tener los remedios radicales que proponen. En estos casos, el drama es que el hecho de que tengas toda la razón ética del mundo no significa que la aplicación de lo que se deriva no tenga consecuencias contrarias a las que se desean. Por ello, no es extraño que la principal crítica que se hace al populismo no es que le falten buenas razones, sino que simplifica la realidad al imaginar que todo se puede reducir a blanco o negro.

 

Por otro lado, con la excusa de la responsabilidad y de tener en cuenta los efectos de la acción, los que ocupan lugares en los que hay que tomar decisiones pueden llegar a traicionar los objetivos con los que están comprometidos. Entre otras razones, porque no siempre está suficientemente claro cuáles pueden llegar a ser estas consecuencias y hasta donde se pueden asumir los riesgos. El miedo, ciertamente, nos hace traidores a los principios. Pero el fracaso por un exceso de osadía puede desacreditar y hundir por mucho tiempo la causa en nombre de la cual se habían asumido esos riesgos.

 

En el caso del proceso hacia la independencia, este dilema entre convicción y responsabilidad nos acompañará hasta la victoria final. Y sería un desastre que quisiéramos deshacer la tensión antes de tiempo. Las denuncias de una posible dimisión del gobierno ante los compromisos, de excesiva lentitud, de debilidades frente a los poderes fácticos, son imprescindibles para asegurar que el recurso a la ética de la responsabilidad no sea una excusa para fracasar. Al mismo tiempo, o se toman decisiones atendiendo a las posibles consecuencias no deseadas de cuando sólo se atienden las convicciones, o nos podemos precipitar también al fracaso. La tensión, pues, debe ser bienvenida, pero con tres condiciones. Primera, que los que presionan al gobierno tengan presente la complejidad del proceso y se ahorren el insulto personal hacia quien le toca asumir responsabilidades ejecutivas. Segunda, que los que toman decisiones no desprecien las impaciencias de los que expresan con más claridad unos objetivos que, por otra parte, son compartidos. La tercera condición deriva de las dos primeras: que la tensión inevitable, necesaria y bienvenida, tenga como límite no poner en riesgo la confianza mutua. Y lo ideal sería que esta tensión dialéctica entre la ética de la convicción y la de la responsabilidad la interiorizara cada uno en su propia conciencia, aunque públicamente cada uno acabe asumiendo un papel diferenciado. Sería una buena manera de reducir la actual distancia entre ciudadanos con principios pero que no deciden, y políticos que deciden con el riesgo de olvidar los compromisos.

 

En este tráfico político de tanta trascendencia que sólo será ganado con tanta fuerza de voluntad y osadía como inteligencia y acción prudente, deberíamos hacer un esfuerzo supremo para no enviar a galeras cualquier gesto que no encaje exactamente con nuestro estado de ánimo: pensémonoslo dos veces antes de escarnecer traidores o iluminados.

 

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